Fue en 2015 cuando el mundo de “Los nadies” se quedó un poco más huérfano, un poco más hostil ante las inclemencias de la injusticia. Fue un 13 de abril cuando “los ningunos, los ninguneados”, se resignaron al estruendo de una voz que se apaga sordamente. Fue un lunes, lunes negro, cuando los “que no son, aunque sean” perdieron a unos de los voceros más importantes que conoció este siglo. Y el anterior. Aquel 13 de abril de 2015 definí a Galeano como “sublime repartidor de estocadas de verdad con la aguerrida pluma de la conciencia”. Un año y otro libro suyo leído después, reitero tal afirmación.

Y eso que con Galeano hay que ser honestos. La moneda de su prosa contiene dos caras diametralmente opuestas: la capacidad de resumir cinco siglos de historia a través del mismo hilo argumental convierte su narrativa, aunque siempre elocuente, en una descripción relativamente vacua a causa de su reduccionismo. Pero es ese reduccionismo lo que, quizás, le ha convertido en uno de los mayores representantes de los pueblos oprimidos, en el gran portavoz de la América Latina que aún sangra por sus heridas abiertas. Y es que interpretar todo un continente bajo el mismo diagrama causal puede resultar maniqueo, pero es imposible definir Latinoamérica desde un prisma que obvie el imperialismo. Con connotaciones, con particularidades, con complejidad, con paradigmas, con matices y con excepciones. Pero con imperialismo, y con doble dominación: la impuesta desde fuera y la que se aplica desde dentro.

“La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder”, y de ahí que “el desarrollo desarrolle la desigualdad”. En ese maremágnum en que “la historia de América Latina es la historia del despojo de sus recursos naturales”, “¿qué son los golpes de Estado sino sucesivos episodios de una guerra de rapiña? De inmediato, las flamantes dictaduras invitan a las empresas extranjeras a explotar la mano de obra local, barata y abundante, el crédito ilimitado, las exoneraciones de impuestos y los recursos naturales al alcance de la mano”. Bajo esta tesis se desempolvan las reflexiones de Galeano, cuyo origen es digno de mención, pues a pesar de proceder de una familia de clase alta con ascendencia española, italiana, alemana y galesa, orientó sus publicaciones a defender a “los de abajo, los que esperan desde hace siglos en la cola de la historia, no saben leer o no tienen con qué”.

Pepe Mujica dijo que “fue un buscador de verdades ocultas y anduvo trotando por la América más sufrida, la que no llega a los libros ni a la academia”. El propio Galeano asumió esta tarea para reivindicar el papel de aquellos que “no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local”, para denunciar que hay quienes “cuestan menos que la bala que lo mata”. Que siempre los hubo. Que de nosotros depende que los siga habiendo, porque “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”. Y en la hercúlea transmisión de esa esperanza en nosotros mismos reside la grandeza de Galeano. Y no digo residía, sino reside, porque las ideas sobreviven a las personas. Porque aquel que lucha es eterno. Porque la eternidad es vasta como el horizonte, y en el horizonte se va desdibujando el camino que comienza en nuestros pies.

“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.