Uno de los mayores placeres del séptimo arte es ver la evolución de un/a cineasta. Cómo se va formando su filmografía, película tras película, creando un corpus de trabajo. Si la persona en cuestión tiene la suerte de poder trabajar con regularidad (digamos, una película cada dos/tres años), en una década podremos comprobar si su interés está en articular una historia secreta contada a través de múltiples y diferentes narraciones o si la cuestión de la voz autoral no es una de sus preocupaciones. Su opción puede ser la de la autoría líquida, donde cada nueva película que ofrecen es distinta a la anterior. Su interés es la mutabilidad, la capacidad de pasar de un género a otro, de mirada en mirada, demostrando ante todo que puede ser un buen y efectivo multiusos en el seno de la industria. Alguien capaz de sobrevivir a modas y tendencias. Otros lo podrían considerar directamente una falta de autoría, y no les faltaría razón hasta cierto punto.
De cara a analizar los trabajos de alguien, es más interesante siempre la primera opción. Una de conexiones secretas y no tan secretas, de vasos comunicantes entre distintos proyectos y de repeticiones más o menos evidentes de temas eternos. En este espíritu de juego, lo más estimulante se produce cuando parece que un director está cambiando sus habituales lugares y temas, pero en realidad cuenta sus preocupaciones de siempre, mérito por tanto por tener una voz tan marcada y elástica como para poder extrapolarla. Y es que ésa es otra de las claves, que se puedan volver a consultar y explorar preocupaciones en muchos contextos distintos, ya que si se escribe de sentimientos uno puede ponerlos a actuar en casi cualquier situación. Nombres como Pedro Almodóvar, Agustí Villaronga o Isabel Coixet se inscriben en esta tendencia de lleno, con la valía extra para Coixet de ser capaz de hacer cine personal hasta cuando parte de guiones ajenos –Elegy (2008) o Nadie quiere la noche (2015)–.
Otra tendencia que incapacita un poco la consolidación de una autoría clara es aquella que consiste en circunscribirse en exclusiva a un género de marcada personalidad (terror, thriller, policiaco, western), porque las propias reglas del mismo son las que marcan en gran medida el desarrollo dramático de los relatos que se pueden hacer. Aun así existen intentos –exitosos y fallidos– de subvertir las reglas de estos géneros, porque la mezcla genérica es al final una de las mejores opciones a la hora de adaptar dichas reglas a tus necesidades como creador/ora. O se puede transitar el camino de, digamos, Woody Allen, que cuando escribe comedia escribe la misma rutina siempre y cuando escribe drama se convierte en cada ocasión en un buscador de la trascendencia, que para eso es Ingmar Bergman su modelo a seguir. Pero lo increíble del trabajo de Allen es que aunque a veces las situaciones puedan sonar a déjà vu y algunas de sus cintas se parecen demasiado a otras, lo que tiene que aportar en esos campos es inagotable, porque son algunos de los temas más comentados y tratados de la historia de la humanidad.
La cuestión de la voz autoral es una curiosa, ya que un vistazo a la filmografía de muchos y muchas permite comprobar que, en el fondo, no les importa en exceso establecer una coherencia temática entre sus películas. Y esto no es malo, que no se me malinterprete, pero para el espectador que se pregunta qué hay detrás del producto final que consume, es más aburrido. Cuando un visionado propicia una reflexión sobre las cargas ideológicas que lleva cualquier creación artística, y más la audiovisual, que trata de contar una historia articulando imagen y sonido para llevarlo a otro nivel de consciencia, la labor de sus responsables gana enteros. En una entrevista realizada en diciembre de 2014 en plena promoción de la notable El francotirador (American Sniper, Clint Eastwood, 2014), su protagonista Bradley Cooper contaba que la dirección de largometrajes estaba en sus futuros planes, pero que sólo lo haría cuando encontrara una historia que le obsesionara tanto como para creerse el único capaz de llevarla a la pantalla de la mejor manera posible. Desconozco si Cooper acabará siguiendo los pasos de Eastwood y convirtiéndose en un gran director, pero si ése es su impulso de cara a plantearse el salto, va por buen camino.
El cine es vida y la vida es cine, y para ciertos directores hacerlo es una cuestión personal, casi íntima. Para los que no lo conciben así, para los que es un trabajo con el que pasarlo muy bien y con suerte ganar dinero, la cuestión es otra. Una opción respetable, sin duda, y la que ayuda a sostener el sistema como industria, pero la cuestión de la autoría (que también existe entre los cineastas taquilleros que sean afortunados) es la que conecta más con la acepción del cine como el séptimo arte. Es decir, como una actividad que tiene un fin más emocional y estético que profesional y competente técnicamente.