Quentin Tarantino ha pasado los últimos meses gastando energías en un enfado improductivo. Malgastándolas, diría yo. Unas energías que habrían sido de mayor ayuda si se hubieran centrado en la calidad del producto que fabricaba en vez de en el formato en el que se distribuiría. Tarantino está muy en enfadado porque el cine desaparece. Pero ni siquiera él tiene la varita de saúco en su poder para evitar que los distribuidores puedan negarse a proyectar la película en digital. No puede evitar que el metro de celuloide esté carísimo, o que en España ya no queden laboratorios y los pocos valientes que se atreven tengan que enviar sus chasis con sumo cuidado a algún país de Europa del Este. Como tampoco puede evitar que el espectador apenas note la diferencia entre esto o aquello o que le importe un comino. Es todo una cuestión de dinero, salvo esto último.
El problema real de Tarantino no es que su talento innegable no esté entre el reparto de Los Odioso Ocho o que esté demasiado ciego para verlo, o los problemas con la policía en Estados Unidos. El problema del señor Quentin es que no asume, como muchos otros profesionales de la industria, que el tiempo pasa. Reconozco que no es algo fácil de digerir; pero alguien dijo en su momento que o te adaptas o mueres. La testarudez es algo extendido entre la vieja escuela.
Hace unos meses, Steven Spielberg declaraba que dentro de unos años el cine será como la ópera; Las entradas carísimas y las funciones reservadas para un público selecto que sepa apreciarlo. Como alguien que está en pañales en el mundo del cine y espera abrirse un hueco en el mundo laboral del séptimo arte, esta afirmación debería ser tremendamente desesperanzadora. No así cuando insisto: adaptarse o morir.
¿Realmente cómo de grande sería la tragedia si eso sucediera? ¿Un público selecto que apreciara el espectáculo? Cuando el mismísimo Spielberg deja caer esta frase yo veo detrás del telón una realidad que últimamente está muy presente en mi vida. Soy estudiante de cine y me resisto a ir al cine. Me resisto a ir por una combinación de factores de peso: por el 21% de IVA, por el precio de las entradas, pero sobretodo por la falta de respeto. El público es un niño mimado tremendamente maleducado e irrespetuoso con el trabajo de cientos de personas. Con el arte. Existe un perfil de espectador bastante desquiciante, que acude al cine a hablar. A enrrollarse. A comprar por Zalando. Sí, eso he dicho. Estás tranquilamente sentado en la oscuridad de la sala y eres incapaz de concentrarte porque hay alguien en la fila siguiente con una pantalla del móvil incandescente comprando zapatos por internet.
Dos filas más arriba alguien se entretiene retorciendo despacio una botella de plástico. Miras. No se da por aludido. A tu lado, dos asientos a la derecha, un señor silva. Otro se ha descalzado y le apestan los pies. Miras, y miras. Y pierdes el hilo, el dinero y la estabilidad emocional. ¿Es un problema de educación y de falta de saber estar, o es realmente una verdadera falta de respeto al cine, al arte y al espectáculo?
Por todos estos compañeros de sala que me encuentro siempre, no importa a qué centro vaya o qué sala me toque, estoy totalmente a favor del consumo en streaming. Muchos profesionales se lamentan de que las películas se vean cada vez en pantallas más pequeñas, perdiéndose la magia y los detalles de un trabajo de chinos. Es posible. Pero mirando siempre el lado positivo, quizás el espectador empiece a demandar otro tipo de cosas en las películas. O quizás, y solo quizás, el target sea mucho más fragmentado y amplio de lo que imaginamos. Las salas de cine pueden quedar para un público selecto y educado en el ojo del cine, o para esas familias aburridas que llevan a sus hijos y sus amiguitos en tropel un viernes por la tarde a que griten y se desahoguen en la oscuridad de una sala con una película de animación meramente de fondo. Para aquellas jóvenes parejas que no tienen un sitio más discreto para darse el lote. Para la gente que piensa que no es lo mismo comprar botas por internet en casa sin molestar a nadie. Mientras, otro tipo de público es feliz en un mundo paralelo donde existen plataformas de consumo streaming de cine y no tienen que elegir entre cine clásico o series. Una plataforma completa por la que no tienen problema en pagar una suma al mes. Porque hay amantes del cine igual que hay melómanos que desembolsan gustosamente cada mes por una cuenta Premium en Spotify. El que quiera hacer cualquier cosa menos ver la película, que lo haga. Y el que quiera disfrutar de la película, que pueda hacerlo. Es un país libre. Más o menos.
Sin embargo, de la declaración del creador de E.T. se destila otra cosa con la que no puedo estar de acuerdo; El cine no puede convertirse en un producto de lujo solo al alcance de aquellos con la cartera llena. La cultura no puede convertirse en eso. Hace unos meses hicimos el tremendo esfuerzo económico de pagar un par de entradas para un concierto en directo de una orquesta que homenajeaba al gran John Williams en el Teatro Real de Madrid. En contra de lo que pueda pensarse, fue una pesadilla de noche. Al contrario de lo que pueda parecer, lo pasé mucho mejor las dos veces que vi a la FSO bajo el frío y con el culo plano en un asiento de piedra de la Plaza de Toros de las Ventas. Existía un ambiente más solemne, más majestuoso. Menos postureta. Y perdonen si mi lenguaje deja entrever demasiado mi enfado, pero no se puede ir a un concierto en un teatro a hablar del cumpleaños de una amiga y del embarazo de su hija.
Está muy bien que en un teatro de La Latina se permita comer y beber durante la función. Ves el cartel pintado en negro sobre la misma pared en el umbral de la puerta y casi te arranca una sonrisa. Qué buen rollo. El buen rollo desaparece por completo cuando en la fila cuatro un grupo de jóvenes empieza a abrir bolsas de patatas, latas de coca cola y de redbull, y se pasan las bolsas unos a otros ignorando por completo a la gente que les mira o que les chista desesperados. No es un problema de que en el teatro dejen entrar comida y bebida; Es una falta de respeto. Falta de respeto al resto de las personas que comparten la sala que tienen que hacer un trabajo doble para escuchar las magníficas líneas de diálogo de Pablo Remón, pero falta de respeto también a los actores, al autor, al teatro y al arte.
Y yo, que muchas veces cuando salgo de estos sitios, enfadada, confundida y frustrada, me digo a mi misma que van a terminar consiguiendo que no consuma cultura en lugares públicos, me pregunto si hay alguien más que comparte este pensamiento. El pensamiento de alguien que ama el arte, que respeta el proceso de creación y a sus creadores y que desea disfrutar una experiencia completa sin molestas interferencias. ¿Qué podemos hacer, nosotros, que compartimos este sentimiento? Porque desde luego, aquellos que arriesgan y contra viento y marea consiguen sacar una obra o una película adelante, no tienen la culpa de nada de esto. No tienen la culpa de que yo prefiera el consumo en streaming o de que el público que les toca tenga tan poco aprecio por su trabajo.
Así que si estás leyendo esto: al cine no se va a comer, pero si comes, hazlo sin molestar a los demás. No se va a estrujar botellas o a manosear el envoltorio de un caramelo. No se va a meter mano a tu pareja. No se va a silbar. No se va a comprar por internet. No se va a hablar. O al menos no a hablar como si estuvieras en el salón de tu casa. Y si quieres disfrutar del cine en el salón de tu casa, elige una plataforma en streaming y libera al arte de tu falta de respeto.