“...nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes”[1]
Posiblemente, y si obviamos a los inventores de la rueda, del fuego y de la tortilla de patata, la de Einstein haya sido la mente más brillante e intuitiva de toda la humanidad. El genio alemán, que vivió entre 1879 y 1955, falleció a causa de la rotura de un aneurisma localizado en la aorta, la arteria que comunica el corazón con el cerebro, los dos polos que rigieron toda su vida. Tenía 76 años y faltaban otros 14 para que se estableciera el primer enlace a través de lo que hoy conocemos como internet, esa herramienta poderosa que ha cambiado la historia y que, según algunos estudios está modificando nuestro órgano pensante, aún no sabemos si para bien o para mal, ya que, observando a ciertas personas, no parece muy clara la diferencia entre evolución e involución. El caso es que de todos es sabido que Einstein valoraba, por encima de cualquier virtud o capacidad, la imaginación, esa arma poderosísima que se va empequeñeciendo cada día bajo el peso del nuevo dios de la modernidad: Google.
¿Os habréis dado cuenta de que ya nadie intenta recordar cómo era aquella receta de boquerones en vinagre o cómo se hacía una máscara con pasta de papel cuando en el colegio se lo encargan a sus hijos, sino que todo el mundo acude con ansia a teclear en el gran buscador?
Pensando todo esto estaba yo cuando se me ocurrió plantearme cómo habría sido la historia de Einstein de haber contado con la red de redes actual. Lo normal es concluir que con una mente tan lúcida y una herramienta tan potente, los hallazgos del icono de los científicos no habrían tenido límites, ya que todos estaremos de acuerdo en que la eficacia de un instrumento está en cómo se utilice y él sabría exprimir toda su esencia… o eso pensaba yo.
Como no acababa de estar satisfecho, decidí realizar un experimento, arriesgado pero eficaz. Para ello, solo necesité dos colaboradoras: una peluquera-maquilladora y una médium (al que le asusten las historias de fantasmas puede dejar de leer ahora mismo); la primera, Eva, la conocía de cuando hacía mis pinitos en el cine y solo tendría que caracterizarme como el creador de la teoría de la relatividad; y la segunda era Marisol, mi vecina del quinto, capaz de adivinar el color de calzoncillos de cualquiera de los que cada día se reían de su aspecto desaliñado, y solo tendría que conseguir que el espíritu de Einstein me poseyera. Sí, habéis leído bien. En el fondo no hay método más científico que la prueba que logré llevar a cabo.
Considero nacimiento y muerte tan parecidos que se me representan como las dos caras de una misma moneda eterna y cuántica, así que me costó decidir cuál sería el día elegido para el experimento; descarté el 18 de abril, día de su muerte, y finalmente me decanté por un 14 de marzo, que fue cuando el teórico nació en la ciudad alemana de Ulm. La idea era que entrara en mi cuerpo el Einstein que ya había alumbrado la explicación del efecto fotoeléctrico (1905), que le valdría el premio Nobel en 1922, pero que aún estaba pergeñando el concepto por el que es mundialmente conocido: la teoría de la relatividad general, cuyas ecuaciones definitivas expuso en la Academia Prusiana de las Ciencias de Berlín en 1915, y que fueron confirmadas cuatro años después por las observaciones realizadas durante un eclipse solar por Sir Arthur Eddington, quien pudo ver que, a causa de la gravedad, la luz de las estrellas se desviaba al pasar cerca del sol.
Resumiendo, el pasado 14 de marzo Marisol logró que entrara en mí un Albert Einstein de 27 años, en cuya cabeza rondaba un concepto de gravedad muy diferente -que esta es más una curvatura del espaciotiempo que una fuerza- y que ahora tenía en la punta de los dedos el arma definitiva: internet.
Hacia las 10 de la mañana y con la ayuda de mi inquietante vecina, el yo-Miguel se hundió en una niebla somnolienta de la que emergió el yo-Einstein, que inmediatamente se sentó frente al monitor del ordenador y se conectó a internet pensando en buscar información sobre los tensores, un término matemático que el científico no dominaba y que sería fundamental para el alumbramiento de su gran teoría. Se dirigió a Google y se encontró con un doodle (alteración del logo del buscador para conmemorar diferentes efemérides) dedicado a la banda Metallica, que dio su primer concierto el mismo día de marzo, pero de 1982, en Anaheim, California. Mal empezaba su búsqueda el yo-Einstein, quien pegó un brinco en su silla al escuchar los primeros compases de Enter Sandman, unos sonidos que le hicieron echar profundamente de menos las sonatas de violín de Mozart, que él mismo interpretaba y en las que creía ver la belleza inherente del universo.
Tras reponerse, tecleó la palabra “internet”, ya que antes de usar cualquier instrumento le gustaba conocer a fondo su funcionamiento, y le apareció como primer resultado de la búsqueda la entrada de la wikipedia, que está ilustrada por un mapa de la red, un gráfico formado por las conexiones entre las diferentes direcciones IP del mundo que se asemeja a una gran constelación. El yo-Einstein no necesitó seguir leyendo para comprender que todo estaba contenido allí.
El científico que, a pesar de estar mejor dotado matemáticamente que cualquier físico, creía no dominar la materia, pensó que le vendría bien contactar con un matemático que le pudiera instruir a fondo sobre el mundo de los citados tensores, un concepto algebraico que le ayudó a cambiar la historia de la ciencia. Enseguida le vino a la mente el italiano Levi-Civita, con quien Einstein mantuvo una correspondencia que le ayudaría a avanzar en su camino hacia la nueva concepción del cosmos, pero el yo-Einstein, desde el limbo en el que estaba, no sabía cómo actuar, así que pensó que podría acudir a alguna academia online moderna. Continuó su aventura del saber digital y tecleó “matemáticas”. De nuevo, en primer lugar aparecía la omnipresente wikipedia, así que el yo-Einstein comprendió el poder de la enciclopedia, pero lo que le llamó la atención fue el segundo resultado arrojado por el buscador, un enlace a un periódico que se hacía eco de un truco que permitía adivinar tu edad y número de calzado y que estaba arrasando en las redes sociales. La curiosidad le llevó a morder aquel anzuelo y a pasar un buen rato estudiando las triquiñuelas numéricas del juego. Después descubrió un botón que decía “si te ha gustado la noticia, pincha aquí y síguenos en Facebook”. Pues claro que me ha gustado, pensó el yo-Einstein, por qué no iba a pinchar. Aquel clic en el ratón fue, por los resultados que después comprobaréis, comparable a la fatídica pulsación del botón rojo en el bombardero Enola Gay, encargado de lanzar sobre Hiroshima la primera bomba atómica de la historia, una acción que degradó para siempre el concepto de ser humano y en la que Einstein puso su granito de arena, un hecho del que se arrepentiría toda su vida, pero para algunos justificable por el temor ante la Alemania nazi, que por aquel entonces también buscaba la fisión nuclear enfocada al armamento.
El caso es que el yo-Einstein vio cómo ante él se abría la pantalla de inicio de Facebook, donde se le conminaba a registrarse recordando que “es gratis y lo será siempre”, un dato nada desdeñable para un judío (espero que la ley mordaza no me envíe a la cárcel acusado de antisemitismo, Woody Allen me entenderá). Además leyó la leyenda que reza: “Facebook te ayuda a comunicarte y compartir con las personas que forman parte de tu vida”, así que pensó en las enormes posibilidades de intercambiar conocimientos con sus colegas, quién sabe si Lorentz, Weyl o Hilbert no tendrían ya una cuenta. No lo dudó y, con el seudónimo de Wolfgang Amadeus, pasó a formar parte de la mayor comunidad de solitarios jamás conocida. Ya no hubo vuelta atrás y la debacle fue tomando silueta, primeramente en forma de invitación: tenía un mensaje de una tal María Hermelinda, seguidora de Federico Moccia, el Real Madrid y los martes locos de Telepizza, a la que le encantaba bailar al ritmo de Camela y que aparecía en su foto de perfil con un vestido de faralaes cuyo escote llegaba al ombligo. ¿Qué podía haber más exótico para un científico alemán de principios del siglo pasado que, según algunos biógrafos, adoraba las mujeres y al que nadie tuvo tiempo de explicar qué era la caspa cultural del nuevo milenio español? En aquel momento, el recuerdo de Mileva Maric, su primera mujer, empezó a diluirse como acuarela en agua y su contador de amigos y likes comenzó a echar humo. En pocas horas, y motivado por su gran curiosidad así como por el bombardeo constante recibido en su cuenta de la red social creada por Mark Zuckerberg, visitó los enlaces de Twitter, Forocoches, Edarling, Pinterest, Tinder, la página de Mujeres y hombres y viceversa, Taringa, Amazon (tuvo tiempo de comprar una brújula muy parecida a la que le regaló su tío, un violín de segunda mano y un CD de cantatas de Bach), El rincón del vago, e incluso el periódico La Razón, este último creyendo que iba a poder disfrutar de algún relato filosófico kantiano y en el que aparecía un montaje fotográfico que mostraba a Manuela Carmena devorando varias crías de oso panda. En ese momento el yo-Miguel notó cómo el espaciotiempo se distorsionaba y una singularidad se formaba alrededor del escritorio frente al que el yo-Einstein disolvía el pasado, el presente y el futuro, siendo todos lo mismo. Volví en mí al sentir cómo las vértebras se me erizaban y, dando un salto, me arranqué la despeinada y canosa peluca. Algo inexplicable había ocurrido. Una intuición aterrada me llevó a la estantería donde reposaban mis manuales de física. Al abrirlos no encontré ni rastro de la teoría de la relatividad, el tiempo cosmológico seguía parado en la manzana del enorme Newton. Por mi culpa, el yo-Einstein y el Einstein original habían realizado un viaje fatídico de los hombros de un gigante a los tobillos de la banalidad actual.
Mil perdones.
[1] Con citas en latín, como esta atribuida a Bernardo de Chartres y que quiere decir “somos como enanos a hombros de gigantes”, los escritores demostramos lo listos que somos.
Enlaces de interés
Especial sobre Einstein en la revista Investigación y Ciencia
Página del divulgador David Blanco Laserna
Disfruta Enter Sandman de Metallica
The Mozart project
Sonatas de Mozart interpretadas por Anne-Sophie Mutter