Durante las últimas semanas, la capital francesa ha sido noticia por diversos motivos. Allí se ha celebrado la cumbre del clima –conocida popularmente como COP21–, se han desarrollado encuentros deportivos de primer nivel e, e, incluso, los pasados 6 y 13 de diciembre se desarrollaron elecciones regionales en el país, siendo Île de France –cuya ciudad más importante es la villa parisina– uno de los lugares más disputados por los partidos.
Sin embargo, el acontecimiento que, desgraciadamente, ha puesto otra vez a esta urbe en el mapa fue el que se desarrolló el viernes 13 de noviembre de 2015. Mucho se ha dicho ya sobre los atentados de París. No puedo ser original. Pero, a pesar de ello, hay una sensación que siempre conservaré en mis adentros. Yo los viví en primera persona. Me pillaron –nos pillaron– a tan sólo a unos centenares de metros.
Contextualizo. Hasta el pasado mes de diciembre de 2015 vivía en París. Allí estaba trabajando en el departamento de Relaciones Internacionales de una universidad parisina. Y, como todos los viernes, después de terminar nuestras obligaciones, un grupo de compañeros nos juntábamos para tomar algo, descansar e intercambiar las experiencias de la semana. Eso es lo que hicimos ese fatídico 13 de noviembre, como cualquier otro fin de semana. Sin mayor preocupación. Sin mayor temor.
En esa ocasión, nos juntamos en la Île de la Cité, en pleno corazón de la capital francesa. A tan sólo unos metros de las torres de Notre Dame. Allí hablábamos, reíamos y hacíamos bromas entre nosotros. Debido a que la noche había comenzado un poco fría, sólo nos encontramos cuatro amigos: Adrián, Miguel, Diego y yo mismo. No teníamos mayor objetivo que pasarlo bien y conversar.
Pero ocurrió lo inesperado. A las 22.14 –recuerdo perfectamente la hora– recibí una llamada desde España. Era mi madre. «¡Qué raro!», pensé. «Ha pasado algo grave en la familia», me preocupé antes de descolgar el teléfono. No era habitual que me llamase a esas horas directamente al móvil. Normalmente nos comunicábamos por skype. «¿Estás bien? ¿Dónde te encuentras? ¡Vete a casa!», me espetó antes de que yo pudiera reaccionar.
Acto seguido, a otro de los amigos, Miguel, le telefoneó su hermana, Katy, que también vivía en París. Entonces fue cuando nos dimos cuenta de la magnitud del problema. Los cuatro amigos caímos en la cuenta del gran número de sirenas de coches de bomberos, policía y ambulancias que recorrían las riveras del Sena. Hasta entonces no habíamos reparado en ello. Lógico en una ciudad tan ruidosa y viva como la capital francesa. Sobre todo un viernes por la noche.
Acto seguido decidimos atravesar el río y caminar hasta Châtelet, una de las zonas más concurridas de la megalópolis. Sin embargo, aún no había llegado la noticia de los atentados… Al contrario. La vida seguía, bullía, no se paraba. Fue en este momento en el que dos de los compañeros que nos encontrábamos esa noche –Adrián y yo– nos miramos y decidimos acercarnos al lugar donde estaba ocurriendo la barbarie. En un acto a medio camino entre el espíritu periodístico y la inconsciencia, nos encaminamos al noreste de París.
De esta forma, atravesamos Le Marais, tomamos la rue de Rivoli y alcanzamos la plaza de Bastille. Fue en este lugar donde comenzamos a observar la magnitud de lo sucedido. Fuimos conscientes de ello, entre otras muchas cosas, por el silencio reinante. Una quietud que sólo se rompía por las sirenas de ambulancias y por los llantos de las personas que corrían en dirección opuesta a nosotros. Impresionante. Si a eso se añade que Bastille, habitualmente, es un importante punto de encuentro, la situación era mucho más dramática.
Esta circunstancia nos hizo dudar a Adrián y a mí. «¿Seguimos?». Tras vacilar mínimamente, decidimos tomar el boulevard de Beaumarchais, que une Bastille con la Plaza de Republique, muy cercana al epicentro de los ataques. Una vez en la mencionada vía de comunicación, pasamos el primer cinturón de seguridad, gracias a nuestra identificación de periodistas. La toma de rehenes continuaba y no se encontraba muy lejos de allá. Nuestro caminar se prolongó hasta que un segundo perímetro de seguridad –esta vez compuesto por antidisturbios–nos impidió el paso. Lo mismo les ocurrió a una plumilla francesa y a unos informadores tunecinos, con los que entablamos plática. «¡Van 40 asesinados!», denunciaban en francés. Era el principio de la noche y, desgraciadamente, quedaba todavía mucho recuento de víctimas mortales.
Mientras tanto, los gendarmes seguían haciendo su trabajo. Todos los que nos reunimos en aquella zona fuimos dirigidos a un pequeño café ubicado en la rue de Saint-Sébastien. Allí estábamos concentrados varios compañeros: la informadora francesa, los periodistas tunecinos, nosotros e, incluso, un fotógrafo de aspecto sajón que trataba unas imágenes mientras tomaba una cerveza.
En este establecimiento, a tan sólo unas pocas calles de Bataclán, pudimos acceder al wifi y mandar los primeros tuits que informaban de lo que estaba pasando. No obstante, la situación en la calle comenzó a ponerse fea. Por ello, una gendarme joven –no superaba la cuarentena– entró en el bar, habló con los dueños y mandó bajar las cancelas, al mismo tiempo que ella misma desalojaba el lugar. Era la hora de regresar a casa y ser conscientes de lo que estaba pasando.
La ¿gestión? posterior
Y, como es habitual tras unos atentados tan terribles como los ocurridos en París, lo más difícil es acertar en la gestión posterior. Y, desgraciadamente, no fue la mejor. El gobierno francés, lejos de honrar a las víctimas y hacer pedagogía de lo ocurrido, optó por «el camino de enmedio». En lugar de atacar las causas, quiso arramplar con las consecuencias. De esta forma, decidió bombardear Siria o prolongar el Estado de Emergencia hasta finales de febrero de 2016. ¡Una barbaridad! En consecuencia, y hasta esa fecha, en Francia se encuentran prohibidas las manifestaciones, mientras que la policía posee la potestad de entrar en los domicilios sin orden judicial.
Es cierto que el panorama político francés se encuentra basculado hacia el conservadurismo tras la irrupción del Front National. Se trata de un partido de extrema derecha nacionalista que, precisamente, ha utilizado los atentados en su propio beneficio. La actual líder la formación, Marine Le Pen, no dudó en decir al día siguiente de los atentados que “para volver a la Francia de nuestra infancia hay que cerrar las fronteras”. Pocos días después añadía que se debía restringir aún más la política migratoria del país. Entonces, ¿qué hacemos con una sociedad tan multicultural como la francesa? ¿No sería mucho más sano y productivo integrar a todos los extranjeros y poder beneficiarse de su buen hacer?
Además, entre los terroristas –a los cuales les debe caer todo el peso de la ley, sin contemplaciones– había varios franceses. Muchos alegarán que sus abuelos eran de origen árabe. Es cierto. Pero no hay que olvidar que sus padres y ellos mismos son nacidos y educados en Francia. En consecuencia, lejos de echar mano a las bombas y a la xenofobia –que parecen las soluciones más fáciles para nuestros mediocres gobernantes–, se deben evaluar las razones de lo que ocurre y, seguidamente, poner las soluciones.
Unas decisiones que, en el caso francés, podrían pasar por una mayor atención a la diversidad y un incremento de la inversión dirigida a la integración. De lo contrario, se dará pábulo a las opiniones maniqueas y simplistas, dejando así el camino abonado a ideas como las de Front National. Sólo hay que ver los resultados de la primera vuelta de las elecciones regionales del país, celebradas el 6 de diciembre, en las que Le Pen y sus acólitos fueron la fuerza más votada, con 6.018.914 votos…