Los concursos son el caldo de cultivo idóneo en el que los profesionales dan a conocer sus ideas, su capacidad de seducción, sus fantasías, su universo estético, sus utopías,...
Un abundante elenco de grandes obras que hoy ocupan un lugar destacado en la historia de la arquitectura tienen su origen en un concurso: la revolucionaria solución de Filippo Brunelleschi para la cúpula de Santa María in Fiore (1418), San Pedro del Vaticano...
Los antecedentes de estas citas con el tiempo son bien remotos. Ya Plinio cuenta en su “Historia Natural” el triunfo de Polícleto frente a Fidias con su célebre Amazona Capitolina, que esculpe para el templo de Efeso (siglo V a. de C.).
No existe catedral europea que se precie (París, Milán, Burgos,...) que no conserve en sus archivos datos sobre su progresiva construcción y las frecuentes disputas entre los miembros del cabildo y los comités de notables sobre los estilos (gótico, barroco,...), las propuestas, los artistas y canteros a contratar,...
Otro tanto sucede con el planeamiento, que con frecuencia es el resultado, feliz o desgraciado, de una licitación. De hecho, el final de la ciudad tardomedieval se produce como consecuencia del concurso que el rey Carlos II convoca para reconstruir la ciudad de Londres, arrasada por el Gran Incendio de septiembre de 1666.
Una vez más en el siglo XX será la capital francesa la que revelará al mundo el enorme poder de convocatoria de la arquitectura, convirtiéndose a partir de los años 70 en el escenario de los más importantes concursos Internacionales.
Así, en 1970 Georges Pompidou anuncia el concurso del Beaubourg, -Centre National d’Art et de Culture-, que catapulta a sus jóvenes ganadores Richard Rogers y Renzo Piano con un proyecto arquetipo de una época.
El soberbio París de la década de Mitterrand hubiera sido impensable sin esos ensayos de laboratorio que suponen los concursos y cuyos magníficos frutos están hoy a la vista: Le Musée d’Orsay de Gae Aulenti, l’Institut du Monde Arabe de Jean Nouvel, l’Opéra de la Bastille de Carlos Ott, Le Grand Arche de la Défense de Otto von Spreckelsen,..
Muchos de los grandes maestros de la modernidad deben su fama a los concursos y figuras tan relevantes como los británicos James Stirling, Norman Foster, David Chipperfield o los españoles Julio Cano Lasso, Javier Sáenz de Oiza y Rafael Moneo serían durante décadas auténticos monstruos en todo tipo de competiciones.
Porque, frente a la opción única y excluyente asociada al encargo directo, el concurso (en sus múltiples variantes) supone siempre una prueba de objetividad democrática, una apuesta por la libertad, la pluralidad, la diversidad y sobre todo por lo nuevo frente a la certeza de los valores y estilos ya conocidos o consagrados.
Y ello con independencia de su ámbito: local, nacional o internacional; de su tamaño: grande o pequeño (por la envergadura tanto del proyecto como de los premios) y de su carácter: restringido (por invitación, de proyecto y ejecución…) o libre y abierto (sin duda, el preferido por los arquitectos).
Por otro lado, los concursos (si son serios, que de todo hay) permiten con frecuencia descubrir a las nuevas promesas, que pueden competir en igualdad de oportunidades (al menos por ello lucha la International Union of Architects -U.I.A.-) con los profesionales más experimentados.
Lástima que en España la utilización de los concursos de ideas y proyectos de arquitectura siga obedeciendo a la decisión libre y discrecional de los organismos públicos patrocinadores, sin una sujeción clara a unas normas generales. Con excesiva frecuencia suelen recurrir a los mismos mixtificándolos a fin de poder gozar de unas facultades de disposición más propias de la adjudicación directa, evitando así las limitaciones y controles procedimentales inherentes a otros supuestos reglados.
Con un marco legal (Ley 13/1995 de Contratos de las Administraciones Públicas, Ley 30/2007, RDL 3/2011 Texto Refundido,…) abierto a la arbitrariedad resulta muy difícil impedir la patrimonialización de los concursos, que con tanta frecuencia realizan los responsables políticos, imponiendo sus peculiares gustos personales, pese a su manifiesta indigencia técnica y cultural en la mayoría de los casos.
Por ello es urgente reclamar que se recuperen los principios de mérito y capacidad, fijándose de manera justa y precisa el papel de los concursos de arquitectura con arreglo a modelos contrastados internacionalmente.
La Administración española ha de reconocer que los servicios profesionales de los arquitectos representa un peso importante en la economía no sólo como bien de consumo final sino sobre todo como input. De ahí la importancia de su correcto funcionamiento para aprovechar las potencialidades y sinergias del colectivo en el fortalecimiento del crecimiento y del empleo.
Sería un error continuar la política desreguladora del Partido Popular, cuando se ha comprobado que la supresión e ineficiencia de los controles ha sido una de las causas principales del tsunami financiero (quiebra de las cajas regionales) y de la corrupción.
Desde hace años se viene intentando debilitar la independencia de la profesión liberal en aras a una mayor competitividad, tratando por un lado de poner fin a la colegiación y visado obligatorios e imponiendo desde la Administración la práctica de una contratación por subasta para provocar la caída libre de los honorarios.
El Tribunal de Luxemburgo se ha pronunciado reiteradamente sobre el papel insustituible de los Colegios, cuya misión, cometido y función social cuentan con base expresa en el ordenamiento europeo. La retirada de la Ley de Servicios y Colegios profesionales -LSCP- zanja la cuestión.
Toca ahora acabar con la mala praxis sancionada desde los gobiernos de la nación y autonómicos de que sea el precio de las ofertas el único factor de selección en los concursos, lo que se ha traducido en numerosas contrataciones a precios muy inferiores a los mínimamente necesarios para poder realizar un servicio de calidad.
Porque la adjudicación por subasta evidencia una espúrea consideración de la arquitectura como una mercancía más, sin atender a su propia especificidad y olvidando las implicaciones innovadoras, culturales, sociológicas y artísticas del quehacer arquitectónico.
Las consecuencias de tan erráticas normas lastran el futuro del país, amenazándolo con el empobrecimiento progresivo de la excelencia en el sector y la consiguiente pérdida de competitividad en el mercado internacional.
Supone además una desmotivación para los recién egresados, especialmente para los mejor dotados, sin que la Administración haga nada por mitigar la continua hemorragia de talento hacia el exterior.
Y no sólo es cuestión de recomponer las reglas de juego, fijando unos honorarios mínimos y dignos consensuados entre la Administración y los Colegios. Es imprescindible apoyar con firmeza el empleo juvenil, como por ejemplo hace Italia, creando Bolsas de trabajo joven e imponiendo en los concursos públicos la obligación de que los equipos incorporen a jóvenes con menos de cinco años de experiencia.
Históricamente la legislación española ha priorizado el sistema de selección por concurso (experiencia, idoneidad, mejor diseño,…) y no por subasta entre los arquitectos. Es una falacia afirmar que existen Directivas Europeas en contra. De hecho en nuestro entorno comunitario (Alemania -Honorarios de Arquitectos e Ingenieros HOAI- e incluso en los Estados Unidos -Brook Act-) se establecen unos factores suelo-coste mínimos para que con esa premisa la competencia se atenga estrictamente a criterios de calidad.
Tras la oleada de sobrecostes injustificados (Terra Mítica, Ciudad de las Artes…), desviaciones presupuestarias e improvisación planificadora, con edificios cerrados (piscinas, auditorios, aeropuertos…) por no poder mantenerse adecuadamente resulta inaceptable seguir amparando las bajas temerarias o la competencia desleal.
Urge recuperar criterios de equidad, mérito y capacidad, restableciendo sistemas que garanticen el análisis riguroso, el control estricto del proceso constructivo -ideación, proyecto, dirección y ejecución material- y la calidad del producto final. Y ello sólo se puede asegurar con arquitectos absolutamente independientes del poder político y dignamente retribuidos.
Además los Colegios, herederos de una larga tradición formativa, necesitan reinventarse si quieren liderar el rumbo ante los profundos cambios socieconómicos actuales. Solamente con una organización colegial fuerte los arquitectos podrán contribuir a la vertebración local y regional del territorio reforzando el valor de su marca y dando respuesta a la creciente demanda de I+D+i de los sectores industrial e inmobiliario.
Hoy más que nunca es obligatorio oponerse a la demagógica consigna de la rentabilidad como valor supremo, que trata de maximizar el beneficio minimizando el coste de la producción arquitectónica. En suma, la arquitecnocracia que ya definiera en 1965 uno de los fundadores de la Bauhaus, el profesor suizo-francés Claude Schnaidt.
Durante siglos los arquitectos resolvieron y formalizaron las necesidades vitales de las sociedades en que habitaron y la arquitectura se convirtió en la forma real de su civilización -Norberg Schulz-. Por ello, es inexcusable sostener el carácter intelectual del trabajo de autor del arquitecto, cuyo resultado, la arquitectura, es y seguirá siendo servicio y cultura.