El autobús nos deja frente a una construcción ciertamente compleja. Triángulos, octógonos y cubos se mezclan de modo aparentemente inconexo. Estoy en Oak Park, y me encuentro por vez primera frente a la oportunidad de sentir unos espacios largo tiempo estudiados en desgastadas fotos en blanco y negro, a veces fotocopiadas y mil veces redibujadas en la memoria.
Dando la vuelta a la edificación llegamos a una puerta en sombra bajo las frondosas copas de los árboles del jardín donde aparece un escueto porche. Subo una breve escalera y accedo al interior. Despacito, casi temeroso, me llena la ilusión de entrar por fin en una obra suya, y presentar mis respetos al maestro, tratando de hollar en su intimidad, a fin de escrutar su trabajo.
Y allí, de repente, la emoción me desborda. Año 1889. La primera casa-estudio de Frank Lloyd Wright abruma nada más entrar. En ese magnífico hall hay tanta arquitectura que vale la pena pasar el día sentado en los bancos corridos disfrutando de la tamizada luz de sus vidrieras para dibujar,«pasando por las manos» este magnífico espectáculo que estoy descubriendo.
Espacio, espacio, espacio y más espacio por todos los lados. Una locura. Japón delante mío. Me quedo casi paralizado. Las salas del palacio Katsura, las casas de té visitadas años atrás, las tengo de nuevo frente a mí.
Los muros de ladrillo pesantes que soportan el edificio se desmaterializan y convierten en livianos paneles shoji deslizándose bajo una línea horizontal de madera.
Bajo ella el espacio fluye, se mueve. El visitante acepta la escala que marca esa sutil cinta, que es testigo y protagonista del comienzo de una nueva manera de hacer arquitectura. El siglo XX empezó aquí y en este momento. No me cabe ya la menor duda. Fue él, tenía razón, inventó la modernidad fusionando a Oriente y Occidente, Hombre y Naturaleza, de un modo nuevo.
Frente a mí, el elemento central del ambiente; el hogar americano, pero reformulado aquí con la esencialidad y simbolismo que destila un tokonoma. No tengo palabras. Quiero acercarme y entrar en él. Dos asientos simétricos invitan a hacerlo y reposar. Pero llego y la sorpresa hace aparición de nuevo. No es un espacio estático, sino todo lo contrario, está lleno de intenciones, inteligencia y dinamismo. Es un artefacto (léase máquina) tridimensional.
Pues aun siendo el centro de la casa, está perforado virtual y realmente. Lateralmente, por encima de los asientos, dos huecos conectan este lugar con las habitaciones colindantes. Las vistas se cruzan y el espacio fluye. Y en sentido frontal, diseña un trampantojo mediante un espejo que duplica el ambiente creando la ilusión de que el núcleo de la casa se vacía, dejando pasar el espacio a su través. Luego vino la Casa Robie. Pero ya lo hizo aquí.
No he pasado de la primera estancia y ya me vuelto a enamorar de mi profesión, con más pasión si cabe. Querido Frank, te estoy eternamente agradecido. Pero, ¡oh, cielos!, pienso: ¿qué me va a regalar en la siguiente habitación? Si esto acaba de comenzar…
En próximos artículos continuaré analizando el espacio de F.Ll.Wright, poniendo en valor su carácter pionero y seminal para la historia de la arquitectura, incluso para la más actual, hoy.