A diferencia del narrador del cuento Swimming Lessons, del escritor indo-canadiense Rohinton Mistry (Bombay, 1952), yo no necesitaba ningún tipo de instrucción porque lo básico, si por ello entendemos lograr mantenerse a flote y con dos o tres movimientos elementales de cabeza, brazos y piernas avanzar, o por lo menos no ahogarse, ya lo había aprendido durante mi infancia. Que supiéramos nadar era fundamental para mi padre, que siempre nos remarcaba la importancia del ejercicio y la conveniencia de estar bien preparado para cualquier eventualidad que pudiera surgir en el agua, porque –él estaba convencido– en algunos años no íbamos a querer perdernos la posibilidad de ir con nuestros amigos al río o a la playa, y mucho menos con alguna chica, en caso de que hubiera mejor suerte. Lo cierto es que, como sucede con otras cosas que se aprenden en esos primeros años de formación, la técnica del nado no se olvida. Pude comprobarlo esa misma tarde, cuando aproximadamente 15 años después de la última vez que había nadado, me presenté, al igual que el protagonista del cuento, en un polideportivo de Madrid con un bono que me habilitaba a usar la pileta diez veces (digo pileta y no piscina porque en tanto nadador rioplatense es el significante más natural para mí, y porque si nos atenemos exclusivamente a la primera definición que nos ofrece la prescriptiva autoridad lingüística local, encontramos algo de lo que esa tarde yo había ido a buscar: el agua bendita).
En el vestuario, algunas personas hablan de la crisis y de la lotería de Navidad, que también es inminente. Alguien me pregunta si tengo un euro para el armario y mi lacónica respuesta (“no, no tengo”) basta para que esa persona me diga que en un mes es su boda y que su futura esposa también es argentina. Antes de salir hacia el natatorio, me anoto en la mano la serie de ejercicios que espero poder hacer en la sesión de hoy.
300 metros de nado suave y relajado. El versátil iceberg de Hemingway también se puede aplicar a los cuatro estilos del nado. Lo que se ve por encima de la superficie del agua no es sino una mínima parte de lo que hace el cuerpo para desplazarse. Cómo salen los brazos desde abajo, la altura a la que se elevan y la distancia que mantienen con respecto a la cabeza y el agua son clave, al igual que la posición de la mano cuando vuelve a entrar. Pero lo que sucede por debajo es la usina del nado, sin eso no hay movimiento, no hay nada.
Me acerco a uno de los chicos con camiseta del lugar para saber si es posible agarrar una tabla y un pull buoy, necesarios ambos para la rutina del día. Sin mucha simpatía me responde que no hay problema pero que en caso de necesitarse para alguna de las clases lo tendría que devolver. El clima opresivo de una pileta climatizada. Un par de horas encerrado allí sin poder entrar en contacto con el agua debe contribuir a la pérdida del don de gentes.
10 x 50 m (15’’). Aurea mediocritas. Lo difícil es lograr el equilibrio de las extremidades. Las piernas se hunden porque el movimiento de patada no es correcto, y provoca más resistencia del agua, con el consiguiente desgaste y menor avance.
Se va por la derecha y se vuelve por la izquierda. Todos alineados procurando no tocar al que viene por el otro lado. Un intento de civismo en el agua que rápidamente se ve frustrado porque, como en la vida fuera de ella, la coordinación y el entendimiento entre dos o más personas es una empresa imposible, una misión inútil. Lejos de la sincronización del cardumen, se ve una mano ansiosa que roza un pie rezagado, alguien nadando espalda que pierde su línea de referencia e interrumpe el progreso de un pechista, un hombre mayor que decide caminar los últimos cinco metros y arruina el sprint de una nadadora joven, un tecnosexual que se demora tocando los botones de su recién adquirido mp3 sumergible en el borde e impide que el nadador pro pueda dar la vuelta correctamente, y niños que pronto se aburren del ejercicio y decretan que lo mejor es lanzarse sistemáticamente de bomba, delimitando aún más las posibilidades del nado real.
5 x 100 m (20’’). Todo el mundo corriendo de un lado para el otro, subiendo y bajando, pidiendo más y más. Todos alterados, todos con cara de culo. Hay que parar un poco y pensar un poco más. Aunque sea pensar, ya que en los tiempos que corren está tan mal considerado parar. Los googlistas ortodoxos del trabajo creen que todo se puede realizar con la velocidad con la que busca su dios. No se dan cuenta de que es el que más se equivoca de todos. ¿Acaso él sí pudo con Finnengans Wake? Mañana mismo hago un copy-paste del texto en Google Translate. Que explote todo. No me importa nada. Estoy al lado de la salida de emergencia de la oficina.
Pasadas las tres de la tarde del viernes, la pileta queda casi desierta. Ya no hay nenes molestando y los adultos se fueron a dormir la siesta o a tomar unas cañas. La ducha no elimina el olor a cloro de la piel, que quedará impregnado por varias horas más. Subo por Martínez Sagrario y entro en un negocio de comida argentina que abrió hace poco en el barrio. Espero la milanesa napolitana analizando con el encargado la última fecha del torneo Apertura. Con el paquete caliente en mano, vuelvo pensando en el cuento de Mistry. Sin paisaje níveo, ni hielo que deteriore los libros que voy acumulando en la repisa, ni barrera idiomática, todo suena mucho más sencillo. Sin embargo, la dificultad no pasa por ahí o por no saber nadar; el problema, el verdadero desafío, sigue siendo poder mirar debajo del agua con los ojos abiertos (“The world outside the water I have seen a lot of, it is now time to see what is inside”). No hace falta alejarse ni medio metro del lugar de origen de uno para experimentarlo.
300 metros de nado suave y relajado. Bochini es al fútbol argentino lo que Borges a la literatura universal. Ricardo Enrique hizo goleador a cualquier delantero con camiseta roja que jugase delante de él; Jorge Luis nos descubrió a montones de escritores entonces desconocidos o ninguneados que hoy forman parte del canon literario. Nunca se vanagloriaron por ello, no corresponde a los grandes maestros. Como mi papá, que jamás se jactó de haberme enseñado a nadar. Hoy lo llamo y le cuento que nadé 1.600 metros.