Algunos de los hijos no reconocidos de Europa se vuelven contra su patria adoptiva, que nunca supo ser patria, y matan a sus hermanos, porque jamás les volvieron la sonrisa, el saludo ni la mirada. Ellos buscan hoy, en sus raíces lejanas, una identidad que niega la identidad, que les ha sido negada. Los jóvenes yihadistas ya identificados son franceses, nacieron en Francia o en Bélgica y nunca se sintieron aceptados, siendo en su tierra natal, desgraciadamente, siempre parias.
No nos engañemos, ellos no eran inicialmente religiosos, sino más bien inadaptados, que nunca tuvieron la posibilidad de sentirse en casa. Sucede así también en Inglaterra y en Alemania, donde muchos de los hijos de los emigrantes perciben cada día el mismo mensaje negativo: aquí no tenéis raíces, esta no es vuestra patria.
Esta observación no justifica ninguna atrocidad, ningún delito, ningún atentado asesino e inhumano, pero nos ayuda a entender, en parte, de dónde viene tanto odio y tanta rabia. Algunos de los jóvenes que pueblan nuestras ciudades solo tienen la amarga experiencia de sentirse excluidos y de ver, de vez en vez, todas las puertas herméticamente cerradas.
Si os imagináis todas las conversaciones, todas las vivencias en la escuela, en el barrio con los vecinos, ante las autoridades, veréis una triste constaste, que cotidianamente se repetía y afirmaba: sois unos parias. Francia para ellos no ha sabido ser patria y ellos en Francia se han sentido marginados, estigmatizados, apátridas sin esperanza. Han sido enajenados, abandonados a sí mismos y percibidos como eternos extranjeros, ajenos a la cultura, a las tradiciones y a los grupos locales.
La guerra interna contra el yihadismo pasa también por esto: por ofrecer una posibilidad, un espacio, una comunidad y una casa a cada niño que crece, que se hace hombre, para que se sienta ciudadano, miembro integrado de una comunidad, que le ofrece un presente y un mañana.
Quizás hubiera sido posible un viernes 13 completamente diferente. Un viernes de fiesta con un Bataclan repleto de jóvenes bailando y cantando. Y, entre ellos, los tres kamikazes sin armas, sin explosivos y con una mirada sincera y una sonrisa en la cara. Lo digo con tristeza, reconociendo que hubiera sido imposible, porque entre los jóvenes existía un muro invisible que los separaba: por un lado los franceses aceptadamente franceses y por otros los franceses sin patria.
Las autoridades, los intelectuales, los educadores, la policía, los vecinos, todos en este momento tienen que hacerse la difícil pregunta: ¿cómo es posible o cómo fue posible, que al menos tres de los atacantes del viernes 13 hayan sido franceses nacidos en Francia? ¿Cómo es posible que nuestros enemigos vengan desde adentro, qué hayan nacido aquí entre nosotros y que a pesar de esto no se sientan en casa?
Las respuestas a estas trágicas preguntas son muchas, pero entre todas las posibles y legítimas respuestas, una se sobrepone a todas las otras: porque fuimos incapaces de hacerlos sentirse franceses o belgas con todos los derechos y todas las posibilidades que la mayoría de los jóvenes tienen y que ellos, en vez, no tuvieron, porque nadie nunca insistió y les hizo sentir a gritos que eran hijos legítimos de la misma patria y no ciudadanos anónimos de un “ghetto” invisible en la fría “banlieue” de una Paris olvidada.
Soy víctima
de todas las guerras,
soy cada ciudad
martirizada.
Soy el herido,
el ser mutilado,
el que profesa
la paz y la calma.
Soy el guerrero sin guerra,
el soldado sin armas.
Soy el que grita
y que muere
con cada muerto
y el que en sus manos lleva
desnuda el alma.