Según proponía en el artículo anterior, trataré de examinar los problemas de nuestra vida económica a la luz del contraste entre la mente patriarcal y la mente sana, concibiendo la mente sana como una en que el pensar, el sentir y el querer funcionan de manera armónica y a la mente patriarcal como una en la que un exagerado énfasis racional conlleva tanto el subdesarrollo de la capacidad amorosa (materna) como la implícita criminalización de nuestros deseos naturales (infantiles).

Ante todo, consideremos el hecho de que en la condición patriarcal se trabaja para ganar dinero e, indirectamente, para satisfacer las necesidades o deseos, tanto propios como de la propia familia; para “ganarse el pan de cada día”, como se dice; para sobrevivir. Pero no solo se trabaja para sobrevivir y ayudar a otros en su supervivencia, sino para comprar toda suerte de cachivaches y aparatos, así como para acumular dinero; y si atendemos a este deseo de acumular, seguramente descubriremos que nos motiva a ello una inseguridad respecto a nuestra capacidad futura de supervivencia en un mundo poco predecible, en el que el mismo valor del dinero es inestable. Pero es más: no solo se trabaja en el mundo contemporáneo para ganar dinero, sino que se “invierte”: se compran acciones a través de las cuales se vuelve uno en parte propietario de una industria o negocio. O se presta dinero a cambio de interés, o se participa de alguna de las muchas maneras que se han inventado para hacer dinero con solo mover el propio dinero, transportándolo de una a otra zona geográfica u horaria, apostando sobre las tendencias del mercado, etc. Y si nos preguntamos qué ha movido a los grandes especuladores —como, por ejemplo al legendario barón de Rothschild—, se vuelve obvio que no se trata ya del “ganarse el pan de cada día” sino que de algo que más se parece al poder que al comer o al placer.

Pero vacilo en decir que la fortuna de Rothschild se haya hecho como parte de una búsqueda del poder —por más que en vista de su poder se lo haya comparado a su contemporáneo Napoleón y haya tenido gabinetes de estado a su servicio—. Digo que lo movió algo “que se parece al poder” por la sospecha de que, así como el dinero parece poder comprarlo todo (y por ello nos ha hechizado de tal manera que parece dominar en el mundo más que ninguna otra cosa o ideal), tal vez sea un error pensar que el deseo de ganancias siempre sirva a algo ulterior a sí mismo. Por irracional que ello sea, pareciera que lo que comenzó siendo un medio termina convirtiéndose en un fin. Como dice el banquero al final del film el Capital de Costa Gavras, “no se trata de codicia, sino de ganar”.

Pero no es el caso que solo los grandes especuladores busquen en el dinero algo que va más allá de su propia supervivencia y del cuidado de la propia familia. ¿No es el caso que ya el simple trabajador que apenas consigue sobrevivir ya anhela lo mismo?

Aquellos cuyo trabajo es ayudar a otros a conocerse a si mismos para así reducir su sufrimiento saben que a diferencia de las necesidades verdaderas, como las de satisfacer el hambre y la sed, que son fáciles de saciar, nuestras “necesidades neuróticas” (como la ambición, el sadismo o la sed de prestigio), sustentadas por carencias infantiles, son insaciables. Solo que coexisten en nuestra mente las necesidades sanas y simples y las necesidades neuróticas, que han venido a complicarlas; y así como nos sentimos movidos a satisfacer intermitentemente el hambre, nos sentimos también movidos a satisfacer la inquietud de tener hambre algún día (en este mundo en que la gente se queda de pronto sin trabajo, sin dinero o sin casa); y entre quienes se ven ante la oportunidad de enriquecerse inmensamente ¿cuántos no descubrirán una pasión insaciable?

Y es que la vida es en parte instinto animal saludable y fácil de saciar, pero también en gran parte existencia fantasmal insaciable, y ello porque en nuestra condición patriarcal hay mucho en torno en nuestro ambiente socio-cultural que se opone a nuestra vida verdadera, y además nosotros mismos nos hemos vuelto en contra de nuestros impulsos naturales. Y así como podemos imaginar que lo que fue antaño el impulso predatorio natural de seres que sobreviven a través de la caza se convirtió a través del tiempo y del hambre en un impulso predatorio exagerado, complicado por una fuerte sed de dominio y de posesión, podemos comprender que el fantasma de la escasez y del hambre posible sigue incitándonos a la barbarie que usualmente idealizamos como nuestra condición “civilizada”.

He afirmado que los tres componentes que integran la estructura de la mente sana y se asocian respectivamente al deseo, al amor y al saber (o a lo instintivo, lo afectivo y lo cognitivo) pueden también comprenderse como sub-personalidades —infantil, materna y paterna respectivamente— que integran nuestra psique, y he propuesto que en la condición patriarcal de la sociedad y del individuo la vida instintiva ha sido aplastada, frustrada, explotada y satanizada. Esto se ha hecho muy presente en lo relativo a la sexualidad, en vista de la obvia estructura represiva de la civilización y también de las perversiones resultantes de la prohibición; pero ¿no se puede decir también de nuestro instinto de conservación que (tal vez como resultado de las grandes hambrunas de nuestros ancestros y una larga historia de pobreza masiva) se ha ido transformando en voracidad, sed de dominio y excesiva competencia por bienes escasos, todo lo que a su vez reproduce una economía de escasez?

En el contexto de estas disquisiciones, me parece significativa la influencia que tuvo en la cultura el argumento de Adam Smith y de Mandeville acerca de la virtud de nuestros “intereses”. Ciertamente la posteridad ha querido exagerar la “parábola de las abejas”, poniendo su argumento al servicio de la explotación, pero me parece que en lo esencial el postulado de que los vicios privados se vuelven virtudes colectivas a través de la “mano invisible” del mercado ha servido para desculpabilizar a nuestros antepasados respecto a la bondad de sus intereses propios en una cultura implícitamente medieval en la que imperaba el implícito ethos cristiano popular que (a pesar de su precepto explícito) solo permitía en la práctica el desprendimiento generoso, pero implícitamente ha prohibido el amor de las personas por si mismas.

Obviamente, el tan problemático espíritu conquistador y hegemónico que ha mantenido al mundo en guerra (y al que bien pudiéramos caracterizar como la Gran Bestia del cristianismo apocalíptico) ha acarreado la frustración traumática del simple hambre animal; pero también lo recíproco es válido: la falta de empatía respecto a la felicidad de los niños en la cultura autoritaria y la prohibición o frustración exagerada del placer instintivo que ello ha traído consigo ha alimentado la exaltación del espíritu depredador.

Pero la degradación de la conciencia humana no solo ha conllevado la represión del mundo instintivo, sino que también ha incluido un eclipse del aspecto materno, solidario o empático de nuestra psique—y este eclipse del amor a su vez ha acarreado para nosotros otras complicaciones, como señala Riane Eisler al proponer una “economía del cuidado”[1].

Cuando Adam Smith publicó su libro acerca de la simpatía y los sentimientos morales, el famoso Dr. Johnson observó cínicamente que seguramente serían estos comparables a los de una yegua que se compadece por el aborto de una vaca, y ello me parece una buena indicación de la medida del individualismo egoísta del siglo de las luces. Hoy en día por lo menos vivimos en un mundo más cosmopolita y, aunque imagino que sean demasiado optimistas quienes pretenden que nos vamos haciendo una “civilización empática”, el solo hecho de que al hacernos más cosmopolitas se haya ampliado el horizonte de nuestra cultura ha llevado a que la visión simplista del homo economicus (movido simplemente por sus intereses y por el cálculo) ha llegado a parecernos una aberración circunscrita a la cultura profesional de los economistas.

El principal argumento para pensar de que sea posible una economía fundada sobre el amor es que esta ha existido entre los pueblos que solemos llamar “primitivos” por su condición pre-patriarcal. Ya se trate de culturas de Samoa estudiadas por Margaret Mead o de los indígenas Sioux conocidos por Jefferson, el grado de colaboración entre vecinos a la hora de construir sus casas o cosechar sus campos haría pensar en un tipo de ser humano diferente, no solo del supuesto homo economicus, sino que del hombre moderno típico. Y es más: la vieja observación de Levy-Brühl de que los pueblos pre-civilizados hablan de “nosotros” más que de “yo” (que lo llevó a la idea de una “participación mística” de los primitivos), que se interpretó en su tiempo como indicación de un escaso desarrollo del “yo”, se nos aparece en nuestro tiempo más bien como expresión del hecho de que en tales pueblos el deterioro de la consciencia que hemos sufrido los integrantes de la sociedad patriarcal no ha llegado a privarlos del sentido de identidad colectiva: un “nosotros” o “sentido de la humanidad” más significativa que su identidad individual.

Pude sentirlo vivamente algunos meses atrás durante un encuentro con un hombre de gran cultura, fundador de la Universidad de la Tierra en Oaxaca —Gustavo Esteva— que puede decirse el principal heredero intelectual de Iván Illych. “El yo no existe”, afirmó en cierto momento, y me pregunté si había estado leyendo budismo, Nietzsche o algún post-moderno, pero prosiguió: “yo soy Zapoteca, y nosotros los Zapotecas pensamos así, y decimos nosotros".

El aspecto empático de nuestra mente es intrínseco a la estructura de nuestro sistema nervioso, y hoy en día se habla de “neuronas-espejo” que le permiten a un bebé saber cómo se siente su madre y qué calidad de atención le está brindando. Más ampliamente, desde los estudios de MacLain sabemos que las estructuras de nuestro cerebro medio han constituído una herencia de nuestros antepasados mamíferos (a diferencia de nuestro neo-cortex propiamente humano y nuestro cerebro primitivo reptiliano), y que fue con los mamíferos que hizo su aparición —junto a la maternidad— el amor materno, con su reconocimiento (esencialmente empático) de la cría como un “otro yo”, al que se trata como a si mismo.

Así como podemos decir que la esencia del amor materno es justamente esa capacidad de ver en el otro un “tu” más que un simple “otro”; lo que llamamos “amor” en la vida humana es la extensión de este mismo privilegio más allá de nuestros hijos —a nuestra familia, nuestros vecinos, nuestro pueblo, nación, la humanidad entera y hasta nuestro ecosistema—. Solo que es poca nuestra capacidad de reconocer un “tu” aún en los hijos y en las personas a quienes decimos querer bien, y me parece que tenía razón Martin Buber al afirmar que si sólo lográsemos entablar con los demás relaciones de yo-tu (en vez de relaciones despersonalizadas de yo-ello o yo-cosa) sanaría el mundo.

Y también sanaría el mundo, seguramente, si recuperásemos el sano interés por el bien común que reclamaba Rousseau y que caracteriza a los Bodhisatvas o santos budistas. Pues ¿como puede el mundo cambiar para mejor sin una voluntad colectiva nacida de una motivación cualitativamente diferente a aquella de los intereses personales privados?

Sin embargo, apenas cabe en nuestra cultura psicológica tal altruismo, y si alguien lo exhibe, corre el riesgo de ser estigmatizado como un iluso o un mesiánico. Así lo quiere el pensamiento sistémico, como si las autoridades políticas se protegieran de la complicación que les representaría el que su especialidad fuese invadida por un interés generalizado en cosas como el gobierno y la economía.

Es perfectamente coherente, sin embargo, que el espíritu violento y devorador de esa Gran Bestia que es el espíritu patriarcal voraz haya alejado de nuestro pequeño mundo al espíritu de la Gran Madre, cuya compasión no toleraría su brutalidad, y que no solo haya amordazado culturalmente al sexo femenino, sino que invadido las mentes de las personas de tal manera que en cada una de ellas el cerebro materno haya quedado eclipsado, quedando de la natural capacidad de amar solo la nostalgia del amor.

El problema de la sed de amor es que, a diferencia del amor mismo (es decir, la expresión de nuestro potencial amoroso) ella perpetúa la insatisfacción. No solo somos felices cuando amamos e infelices cuando esperamos ser queridos, sino que mientras más anhelamos el amor, más difícil se nos hace encontrarlo. Y sucede que la condición humana ordinaria es una de dependencia exagerada del amor en que las personas, para mitigar su sufrimiento crónico, llegan a falsificarse en la esperanza de encontrar así más fácilmente el afecto o aprecio de los demás. Y así como seducimos al pretender ser lo que no somos, respondemos a las solicitaciones de amor ajenas falsificando nuestra vida emocional. En otras palabras, compramos amor y lo vendemos, y a través de tales operaciones nos prostituimos, sin siquiera sospecharlo, pues se trata de una práctica casi universal. Pero no me refiero con la palabra ‘amor’ solo al sentimiento romántico del amor de pareja, sino que a una enorme gama de experiencias que van del gustar al aprecio, a la simpatía y a la protección, sin excluir la importante necesidad de sentirse aceptado por el entorno social, que implícitamente se paga a través de la conformidad o mimetismo.

Resumiendo, parecería que así como el arquetipo de la masculinidad degradada en el mundo patriarcal es la Gran Bestia, el arquetipo de la maternidad degradada es ese personaje que nos muestra Juan de Patmos junto a ella en su Apocalipsis: la Gran Ramera.

Referencias

[1]Eisler, Riane: The Real Wealth of Nations.