Con el comienzo del curso escolar, se ponen de nuevo sobre la mesa (o el pupitre) aquellos temas que se fueron de vacaciones durante los meses estivales. Con el fin de la preocupación por los rayos UVA y los últimos viajes en AVE, vuelven la ESO, la LOMCE y el fantasma (o poltergeist) del TDAH o trastorno de hiperactividad con déficit de atención.
La vuelta al cole de estas viejas conocidas siglas, habituales en las aulas desde los 60, llega de la mano de las de la LOMCE. La popularmente conocida como ley Wert, introduce entre sus novedades el reconocimiento legal de las necesidades educativas de los menores con TDAH.
Hiperactividad, impulsividad y dificultad para mantener la atención en el tiempo, son las tres características definitorias del trastorno, aunque no tienen por qué darse a la vez. Así lo explica Carmen Moreno, especialista de la Unidad de Adolescentes del Departamento de Psiquiatría del Hospital Universitario Gregorio Marañón, trayéndonos a la mente aquellos compañeros de clase que “había que atar a la silla”, capaces de estar en la luna en la mañana más soleada.
En España, entre el 5 y el 6% de los menores de 18 años y el 4% de los adultos españoles son diagnosticados con TDAH. Esta distinción no es baladí pues, hasta 2013, la presencia de este trastorno solo se asumía en niños. A partir de esta fecha, y con la nueva edición del DSM, la quinta, se considera que este trastorno no desaparece con la edad, como el acné, y se acepta su presencia en adolescentes y adultos.
El DSM, la publicación realizada por la Asociación Americana de Psiquiatría que nos dice qué trastornos psiquiátricos hay, y qué criterios rigen su diagnóstico, ha permitido que un 10% de niños estadounidenses haya sido diagnosticado con TDAH. Un porcentaje nada desdeñable que nos hace agradecer la más tranquila cuna española de nuestros jóvenes y no tan jóvenes.
El tratamiento subsiguiente consiste en terapia y, en no pocas ocasiones, en pastillas a base de metilfenidato, (sustancia que inhibe el transporte de dopamina y bloquea su recaptación y la de la norepinefrina, cuyo déficit, así como el del nivel de serotonina, es considerado la causa según algunos especialistas). Como por arte de magia, los niños malos se convierten en buenos; el lobo feroz se transforma en Bamby.
Pero si analizamos el caso francés, observaremos con sorpresa que el porcentaje de diagnosticados se reduce aún más: tan solo un 0,5 % . ¿La causa? Muchos menos padres franceses se llevan las manos a la cabeza, y muchos más se las llevan a la cocina. En el país galo, los psiquiatras se rigen por sus propios criterios de diagnóstico y consideran que las causas del TDAH son más bien psicosociales y situacionales. De tal manera que el tratamiento se centra en la terapia familiar. Esto se traduce en muchos sujetos cuyos problemas de comportamiento no llegan a ser suficientes para cubrir el canon americano.
Asimismo, según los especialistas franceses algunos colorantes y conservantes alimenticios podrían producir alteraciones conductuales cuya manifestación encajaría en los criterios del DSM-V. De ahí que el control de la dieta y la imposición de rutinas y normas por parte de los padres parecen actuar como adelgazantes del porcentaje de casos diagnosticados.
Ante tal diferencia de criterios diagnósticos y alimenticios, cabe hacerse ciertas preguntas. Si tenemos en cuenta que Estados Unidos es uno de los países con un índice de obesidad infantil más elevado, ¿puede deberse esta correlación entre obesidad y TDAH a la alimentación? Y, si en el mismo país, se considera que la causa principal es de índole neurológica, mientras que en Francia es ambiental, ¿es que los niños estadounidenses y los franceses nacen con cerebros distintos?
Tratando de resolver estas incógnitas, recordamos que en 2009 el periódico británico The Guardian informó de que, tras un estudio realizado por la Universidad de Southampton, la Agencia para Seguridad de los Alimentos del Reino Unido había pedido a las industrias de alimentación que dejaran de utilizar estos colorantes, presentes principalmente en caramelos y dulces. Asimismo, las investigaciones alertaban de que en combinación con el conservante benzoato de sodio, presente en refrescos con gas como Coca Cola Light o Fanta, estos colorantes aumentaban la hiperactividad en niños. País por cierto en el que tan solo un 1% de los niños son diagnosticados con TDAH.
Alrededor de esta fecha, el Parlamento Europeo aprobó una legislación que prohibía algunos colorantes y conservantes relacionados con trastornos de comportamiento como la hiperactividad. Desde entonces se obliga a advertir en las etiquetas de los productos alimenticios que contengan ciertos colorantes que pueden producir estos efectos adversos. Estos colorantes son E110, E 104, E122, E 129, E 102, E 124, para más información del consumidor inquieto.
En Estados Unidos, mientras tanto, se utilizan nueve colorantes potencialmente neurotóxicos en alimentación, sin que exista ninguna advertencia. La industria alimentaria avanza, añadiendo cada año nuevos químicos y colorantes a nuestros alimentos, tiñéndolos de nuevos colores que los hacen más atractivos, especialmente para los niños, pues “se come con los ojos”. Ojos cuyas miradas inquietas se perderán en las nubes de Babia irremediablemente.
Si existe supuestamente evidencia de la incidencia de estos colorantes en el trastorno, uno se pregunta por qué no se toman más medidas. ¿Se trata del gran poder de los gigantes alimenticios? Quizá otra industria titánica imponga su sombra a los primeros y responda a la segunda de nuestras cuestiones: las farmacéuticas.
Tal vez no sea casual que en EEUU, donde se defiende mayoritariamente la postura neurológica, suela haber detrás de las investigaciones una importante financiación de las farmacéuticas (Rusell Barkley, profesor en el Departamento de Psiquiatría y Pediatría en la Universidad de Carolina del Sur reconoció que el 25% de sus honorarios provenían de las mismas).
Respecto a quién tiene razón, cabe decir que actualmente existe un debate activo sobre el origen del trastorno. Están quienes consideran que es una invención, cuentos de (o para) niños (como Marino Pérez, catedrático de Psicopatología y Técnicas de Intervención de la Universidad de Oviedo), quienes afirman la existencia de una causalidad genética y biológica (como Javier San Sebastián, psiquiatra que trabaja con el apoyo de farmacéuticas como Janssen Cilag o Shire) y quienes lo consideran un “patrón de funcionamiento”, es decir, no niegan su existencia pero señalan que son muy pocos los casos en los que podemos hablar de una manifestación no mediada por factores psicosociales.
Como señala A. Lasa Zulueta, las más recientes investigaciones en el campo de la neurobiología confirman que los bebés nacen programados genéticamente para relacionarse, de tal forma que la influencia de esta relación con el entorno social, afectivo y corporal determina cómo se expresarán esas potencialidades innatas. Siguiendo a J. Manzano, el bebé nace “programado para ser reprogramado”.
Ante estas respuestas, surgen nuevas preguntas. ¿Ciertos colorantes y conservantes alimenticios son los que reprograman nuestros jóvenes cerebros? ¿Se encargan las farmacéuticas de re-reprogramarlos con sus pastillas?
Sin descartar el origen neurológico de algunos casos, cabe remontarse a ese año 2009 en el que saltaban a los titulares las declaraciones de Leon Esisenberg, descubridor del TDAH, que rezaban que “el TDAH es un ejemplo de enfermedad ficticia”.
En su última entrevista para el diario alemán Der Spiegel, meses antes de su muerte, señaló que se deberían analizar detalladamente las razones psicosociales que pueden conducir a problemas de conducta. “¿Hay peleas con los padres, la madre y el padre viven juntos, hay problemas en la familia? Estas preguntas son muy importantes, pero lleva mucho tiempo responderlas, es más rápido prescribir una píldora”.
Algo queda fuera de duda: los posibles efectos adversos que podemos leer en el prospecto de estas “píldoras”, entre los que encontramos complicaciones cardíacas y psiquiátricas, alteraciones del sueño, del apetito y del crecimiento. Sin olvidar que se puede desarrollar una tolerancia que haga necesario aumentar su dosis para mantener sus efectos, así como una dependencia psicológica.
Antes de que lleguemos a recetar una pastilla de Ritalin a nuestros niños, más vale probar con las recetas tradicionales. Las chuches como premio podrían ser su mayor castigo.