7 de julio: escuela de civismo
Comenzaron los Sanfermines de 2015 con una fuerte campaña de concienciación contra el acoso sexual en las aglomeraciones, tumultos, montoneras y demás roces y trituraciones que conlleva esta fiesta. De tal modo se sumaba el Consistorio pamplonés a las numerosas campañas y ordenamientos municipales que por doquier florecen para difusión de lo que en lejanos tiempos fue llamado “civismo”; normativas que debido a su severidad han sido muy criticadas pero con las cuales no dejo de estar críticamente de acuerdo, ya que, por regla general, quien mea en puerta ajena no lo hace en la suya, así que la pretendida necesidad de la micción resulta ser disfraz de la hipocresía y la mala leche, tan simplona en su afán de negativa ejemplaridad.
Frente a estos malos hábitos humanos, siempre he puesto como ejemplo a los nobles morlacos del encierro, todo un modelo de corrección y profesionalidad; fíjense si no en cómo sosiegan admirablemente el natural envite de sus tripas mientras persiguen a los mozos —y mozas, cada vez más— sin duda contra natura, porque ya se sabe que el bóvido es animal poco continente y muy dado a la deposición repentina, además de voluminosa, tamaño pan de hogaza king size. Por ello me he sentido muy decepcionado en este primer encierro sanferminero ante el bochornoso comportamiento de dos astados. Y así lo denuncio públicamente.
Uno de ellos ha tomado la curva de Mercaderes por la derecha, contraviniendo todas las buenas costumbres de la carrera —y aún de la naturaleza— y fastidiando los selfies y demás inquietudes artísticas del tropel de infiltrados reunidos en ese flanco dela calle, creyéndose los muy simples a buen recaudo. Y de modo simultáneo a tan desconsiderada conducta, uno de sus hermanos, el gigante que abría manada a la entrada de Estafeta ha lanzado a un corredor contra una tubería, desagüe o similar sujeto a una pared, rompiendo el conducto con el golpe, y sin poder disimular la satisfacción por el estrago con excusas del tipo de “ha sido un accidente, yo solo perseguía al hombre”.
Fuentes bien informadas confirman que en los toriles se ha formado un tribunal de honor; que los dos infractores han sido condenados a veinte varazos y que podrán apelar al Supremo Consejo Bóvido Legislativo antes de que finalice la semana... Cuando ya no habrá jueces ni juzgados, por imperativos del programa taurino. De cualquier modo, la memoria de estos dos cornúpetas quedará inscrita en los anales negros de la fiesta, como la de aquellos toros que con su vil comportamiento se rebajaron a la categoría de humanos. ¡Menudo baldón!
8 de julio: pesimismo antropológico
No pienso hablar en esta nota sanferminera de las hipotecas subprime o la burbuja inmobiliaria, artificios diabólicos que rompieron el saco de prosperidad de las cuentas públicas que maternalmente prohijaron las deudas de unos pocos de sus hijos, por cierto los más acaudalados (¿quién dijo que el amor filial es el más bello de los sentimientos humanos?). No, evitaré torturarme así en estas felices fiestas, pero resulta evidente que la naturaleza humana tiende a la jactancia, la acaparación, el abuso y el derroche, y que estas cuatro taras, productos erróneos de nuestra conformación genética, también se ejemplifican con fidelidad en los encierros de Pamplona, y con más acritud si cabe los días en que el pamplonés comenta “Hoy hay poca gente”, cuando la densidad humana en el recorrido de la carrera no supera las cinco cabezas humanas por metro cuadrado, sin contar las de los bóvidos.
Jornadas como la de hoy son felices para el corredor de raza, entre los cuales no faltan los exhibicionistas, porque si contarlo es tan satisfactorio como hacerlo (y en este punto no me refiero precisamente al encierro), que te vean resulta tan gratificante como verse allí abajo (en este caso sí que hablo de correr los toros). Y si la tupida y polícroma cola es la galanura del faisán, cabe pensar que la hombrada del encierro es el entorchado de macho del buen pamplonica. He ahí la jactancia.
Prosigamos con tan peculiar repaso de lacras antropológicas. En los días de poco público —porque ya hay casi tanto mirón dentro del recorrido como fuera del mismo, ¡y eso que lo televisan!— como este 8 de julio de 2015, el corredor de pedigrí sale de casa descansado, limpico y convencido de que será su mejor ocasión para coger toro y marcarse una carrera espectacular. Una vez prestos a la tarea, los mozos se lanzan sobre las astas de los morlacos cual protagonistas de un suicidio colectivo, en busca del puesto de mayor relumbrón en la carrera, ávidos de gloria (la codicia). Pero al igual que la economía, ciencia de la administración de los bienes escasos, el encierro conlleva sus limitaciones, por ser recorrido de espacios y tiempos parvos, en los que hay que luchar a brazo partido, casi a dentelladas, por ganar y mantener incluso fuera de toda cordura esa posición de escaparate (el abuso); un esfuerzo egoísta en el que languidecen las siempre finitas fuerzas humanas (el derroche) y que acaba con el corredor ora postrado en tierra ora relegado a la montonera de los flancos de la calle. Porque la ambición es un espejismo que convierte la fugacidad de los momentos que enhebran la vida en la mentira de la eternidad, y solo un par de cornadas como las recibidas esta mañana por un mozo australiano —y lo empitonó un cabestro, ¡qué poca épica!— son capaces de devolverte al ruedo de las coordenadas euclidianas.
9 de julio: el encierro de Damasco
Por mucho que sea engalanado, el símbolo remite a la idea y todo cetro es un palo, descendiente del garrote que los antepasados de los actuales reyes emplearon para ganar sus prebendas por la (poca) Gracia de Dios. Del mismo modo, no eran geómetras mis maestros de primaria, pero todos llevaban regla —y la blandían,¡pardiez!— lo mismo que el policía luce porra. Y en el encierro de San Fermín, los pastores esgrimen largas varas de función elocuente (estas, sí), con las que fustigan a los corredores que infringen las normas de relación con el toro; sin embargo, su furia conserva un poso de racionalidad fatalista que los encumbra por encima de otros administradores de la violencia institucional. De ahí que el saludo al pastor se haya convertido en un ritual más entre los previos al encierro, como los tres cantos al santo o los estiramientos de última hora y dudosa funcionalidad segundos antes de que el cohete anuncie la salida de la manada.
Encaramado a la valla de madera, el pastor ve pasar a los corredores que buscan su lugar propicio como el halcón mesetario otea su territorio de caza desde lo alto del poste telefónico; o al modo de esas figuras sobre pedestal donde el Imperio romano sentó la presencia de Dios y demás divinidades chaparras del politeísmo católico. Unos se paran a mirarlo con curiosidad, como quien consulta rápidamente la guía de aves para saber qué tipo de pajarraco es ese; otros le rinden el tributo de su respeto mediante el apretón de manos, conformes con su autoridad patriarcal, tan severa como justa y siempre inapelable, al modo del Creador bíblico.
Supongo que el Dios de mis antepasados corre tras los pecadores como el pastor tras los cornúpetas, castigando por doquier a los infractores de su doctrina, y puede que extienda su divina punición a los animales díscolos, como hace el pastor con los toros que se dan la vuelta o vierten su ira sobre un corredor caído. Porque los bóvidos también tienen su alma, aunque no sé si de segunda o tercera división, y un cachito de libre albedrío debe corresponderles igualmente.
Fíjense en el altivo morlaco que se destacó, solitario, en el encierro de hoy: fue azote de bípedos hasta que su propia unción salvaje le hizo caer en la curva de Mercaderes. A partir de ahí, contrito por sus malas acciones (y también por el golpe recibido), se convirtió en dócil adelantado de sus hermanos, conduciéndolos hasta el redil en paz y armonía con los numerosos credos que se daban cita entre la muchedumbre de corredores. El San Pablo de los toros. El encierro de Damasco.
10 de julio: colorido
El cine en blanco y negro siempre me ha causado una grata sensación de intimidad; baraja luz y tinieblas con una belleza plástica inalcanzable para su hermano a color, y tiene un pulso figurativo más ajustado a la vibración de las grandes pasiones que para bien o para mal sacuden a los humanos. Luce, además, el encanto de lo clásico; de lo que merece ser admirado por su ancianidad ilustre. Pero quien haya visto imágenes filmadas de los encierros de San Fermín de antes de la Guerra Civil, a pesar de su siempre venerable claroscuro pensará en una fiesta deslucida, en cuyo encierro —le extrañará sobremanera— apenas corría un puñado de mozos con sus ropas de las jornadas de faena. Muchos participantes se iban a trabajar tras la carrera, al celebrarse esta en horario apto para gente menestral (las siete de la mañana), aliviados por la emoción del lastre de la resaca.
En la década de 1980, cuando el encierro de Pamplona entró en todos los hogares de la mano de la televisión para convertirse en cita mediática, el paisanaje ya había cambiado su indumentaria obrera por los colores más que oficiosos de los Sanfermines, el blanco y el rojo, y se corría más tarde, a las ocho, para propiciar que no pocos pudieran darle breve tregua al alcohol. El traje de festejos, como todo uniforme, confería certificados de autenticidad a quien lo llevara... Al menos, mientras se distinguía por su ropaje al local del foráneo. Actualmente, cuando la muchedumbre en general se disfraza de pamplonica, también hay distintivos para quien en cierta manera es bueno (buen sanferminero, al menos, y siempre será una suposición) y quien por muchos motivos parece malo (entiéndase guiri o pies negros insuflado de vandalismo, practicante de las más zafias variedades de los malos modales): otorga esa nota de alcurnia la pulcra fidelidad al dúo estelar de colores, libres de la compañía de morados de sangría o vino, o de otros tonos inclasificables de ponzoñosas mezclas, aunque algunos los tomen como medallas.
Y hablando de colorido, precioso era el de los cinco toros de resoles cárdenos de esta mañana, nobles brutos que han corrido con mesura, llegando al toril briosos pero sin soltar cornada, ignorantes de que ni el esfuerzo ni la buena voluntad les salvarían de su sino.
11 de julio: mirones
La altura es metáfora de preeminencia, poder, perfección. “Gloria a Dios en las Alturas”, se reza. Los cámaras de televisión otean las cabezas de la fiesta desde sus tribunas de metal, generalmente en busca de las mujeres —solo las más garridas— que se expondrán ante los toros. Y los balcones que jalonan por lo alto el recorrido de la carrera son como los altares del Dios del encierro. Allí se agolpa el patriciado de los mirones, los más favorecidos por la fortuna, para disfrutar de vistas panorámicas dignas de ser inmortalizadas por la cámara o el pincel. Sin embargo, ¡qué quieren que les diga!, desde lo alto no se huele el aura de los toros —impresionante su aroma de guerra—ni se aprecia esculpida la tensión en las facciones del corredor, así que esos privilegiados vienen a ser como el dios de Voltaire, que todo lo ve pero se mantiene impávido en su etérea dimensión, o como los grandes magos de la macroeconomía, capaces de ajustar la más enrevesada de la cuentas pero inútiles para entender la vida callada de las hormigas que día a día almacenan las migas con las que ellos ejercitan su clarividencia infundada.
Como el mirón es una especie universal, también aparece a ras de suelo, pisando el asfalto. Así la masa expectante, además de molesta para el genuino corredor, que no arranca nunca al paso de los toros y abarrota los flancos del encierro, confiando en que su inmovilidad —eso dicen—no llame la atención de la bestia. La cual, por cierto, puede salir mirona igualmente, como esos morlacos “que se fijan” y suelen tachonar la breve gesta matutina de embestidas, pánico y cornadas; pobres animales denostados por falta de “nobleza” cuando no hacen sino obedecer al rasgo por el que fueron seleccionados por sus criadores (en vez de criar cuervos, el toro de lidia es criado por cuervos que se lucran con su muerte).
En el encierro de hoy, un cornúpeta ha rizado el rizo de los mirones y al ver el panorama ofrecido por la realidad exterior ha preferido volverse a casa (el corral). Más tarde habrá recibido los reproches de sus hermanos, tildado de cobarde por quienes desconocen que sobre la puerta del toril de la plaza puede leerse la misma sentencia que presidía la entrada del infierno de Dante: "Abandonad toda esperanza, aquellos que entréis aquí".
12 de julio: cuestión de alcurnia
En el encierro de hoy corrían toros de la ganadería de un aristócrata (si es auténtico el título que pregona). Con ocasión de la Reconquista (así llamada), el patriciado español se repartió en vastos lotes algo así como dos tercios de la superficie peninsular, y dedicó buena parte de sus predios a fines manifiestamente opuestos al interés general, que al fin y al cabo era su enemigo. Fue así como proliferaron los cotos de caza mayor y, más recientemente, las manadas de toros bravos, destinadas a mantener el espectáculo de la tauromaquia. Mas he ahí que esta lid, la “fiesta nacional”, sin aportar nada al progreso moral de las costumbres ni a la prosperidad material del común, se convirtió en punto de encuentro físico y espiritual de nobles y villanos, roce que de otro modo se antojaba imposible y que incluso alcanzó la coyunda, pues se han dado enlaces matrimoniales entre aristócratas y plebeyos (toreros, por supuesto). Será que la condición de matador de los segundos recuerda a los primeros la forma tan poco edificante con que sus antepasados atesoraron fama y riquezas.
La nobleza de los toros también es patrimonio sanguíneo, aunque los cromosomas tengan poco o nada que ver con la sangre azul; a diferencia de la humana, la del bóvido es siempre roja (no lo digo yo, está científicamente comprobado). Los morlacos lucen sus imponentes armas —tiembla el cristiano ante la media luna de sus astas como hacía siglos atrás cuando divisaba las insignias de la Sublime Puerta— del mismo modo que hace la nobleza en sus escudos y panoplias. Y por cierto, en la manada también hay alcurnias mezcladas, pues los bravos que marchan a la batalla se juntan con los cabestros, cornúpetas de segundo orden también conocidos como mansos aunque repartan leña a espuertas durante el transcurso del encierro: del medio centenar de personas que como promedio necesitan asistencia sanitaria tras la carrera, por lo menos la mitad de ellos han sido víctimas de la titánica corpulencia de estos bueyes capados y estajanovistas, que por haber nacido con rasgos poco agraciados fueron condenados a una larga vida de carreras escoltando a los héroes de la película. Pero vuelven cada día al corral, lo que no es poco, mientras otros mueren sin saber por qué.
13 de julio: por si acaso
Escribió en sus Ensayos el gran humanista francés Michel de Montaigne (1533-1592) que el miedo provoca las conductas más inexplicables del ser humano, y aun las más ridículas. Entre los ejemplos citados para argumentar su aserto figuraba el comportamiento de los soldados romanos derrotados en la batalla de Cannas (216 a.C.) por el cartaginés Aníbal. Cuando todas las esperanzas de victoria les habían abandonado, y por temor a la crueldad de los guerreros púnicos, los latinos arremetieron con ímpetu inesperado contra las líneas enemigas y lograron desbaratarlas, tras lo cual echaron a correr hacia su ciudad... ¡Qué actitud tan absurda!, se lamentaba Montaigne: ¡de mantenerse en el campo de batalla, los romanos hubieran vencido a los asombrados cartagineses! Son las estupideces del miedo.
Otro efecto del miedo es la devoción. Llama la atención que en estos tiempos tan secularizados —de eso se duele la Iglesia— los momentos previos al encierro se conviertan en una suerte de profesión de fe pública, con muchos corredores besando estampitas, rezando y/o persignándose transidos de frenética insistencia, como si martilleasen la mente de Dios para recabar su atención privilegiada. Cabe pensar que la mayoría de ellos solo se acuerdan de la divinidad cuando barruntan el peligro de esos morlacos de conducta impredecible, por si acaso, mientras que el resto de sus días viran el pensamiento hacia latitudes más terrenales y despreocupadas. Lo que no sé, porque no soy teólogo, es si tan interesado ataque de pietismo merece la simpatía divina. Un tanto hipócrita es el gesto, ¿no les parece?
Y dicen que quien canta su miedo espanta. Con sus tres cánticos ante la hornacina de San Fermín, el corredor se siente protegido por el patrono de sus fatigas y hermanado a la tropa de sus homólogos. Porque su mejor defensa ante el toro no solo consiste en el favor celestial, ni en la agilidad y los reflejos sin más; buena parte de sus posibilidades de salir indemne del encierro dependen de la masa humana que envuelve y distrae a la bestia con variopintos estímulos, del mismo modo que la cebra confía su supervivencia al caleidoscopio formado por las grupas atigradas de la manada, que confunde la visión del predador, incapacitado para detenerse a observar con pausa y criterio esa suerte de Pollock en desbandada que la naturaleza le ofrece. La historia no se escribió nunca sin la muchedumbre, por mucho que la firmen los héroes.
14 de julio: fugacidad
La vida de la mayoría de las personas se parece al recorrido del encierro. Una y otro empiezan con un tramo en el que todo es novedad, pues nunca se sabe con qué aires se presentará el Miura de la existencia, y como empezamos a correr cual tábula rasa, hay que apretar fuerte para aprender todos los saberes, hábitos y trucos que exigirá el resto de la carrera. No resulta ligero el esfuerzo, para todos rápido y cuesta arriba, y, por supuesto, más o menos agotador en unos casos u otros. También, por desgracia, habrá quien no corone esta primera pendiente de sobresaltos y alegrías.
Ya conocidas las mañas de esa vida fiera que nos persigue con la sempiterna amenaza de sus astas, pero que también incita a la carrera con promesas de gloria futura (y vana como todas las glorias, aunque todavía no lo sepa el corredor), se alcanza el tramo más largo del encierro, de trazado rectilíneo en su mayor parte pero jalonado por alguna que otra curva proclive al descalabramiento, donde Fortuna y habilidades deben aliarse para que el mozo no salga malparado en uno de esos sustos embozados tras el manto de la costumbre, la confianza o el jolgorio. Sin embargo, esta es la zona más apta para el corredor que se halla en plenitud de fuerzas; donde puede medirse con mayor gozo al morlaco del destino, aunque no todos los días salga indemne de alguna que otra caída o coscorrón.
A continuación, el corredor cae de bruces en el descenso al callejón, cuya abertura parece angosta pero en la cual han cabido y cabrán todas las generaciones habidas y por haber, incluso en los momentos en que circunstancias extremas amontonan gente en su umbral como quien apila sacos de grano en un almacén o convierte los prados en cementerios de guerra. Esta bajada es más traicionera que veloz, más violenta que exigente. Para sorpresa propia y ajena, muchos corredores que aún se creen rápidos y lozanos pagan su tributo final en este asfalto, antes de alcanzar la arena.
Por fin, la plaza. Esa gran geometría que designa la nada donde van finalmente a parar bestias y humanos (no pocos de ellos, más bestias aún que las antedichas). Y se acabó. Dos minutos y medio, tres y pico, algo más quizá... La fugacidad es hermana de la desolación, y el mismo sentimiento de vacío sobrecoge al anciano cuando hace arqueo de sus días y se descubre embargado de nostalgia, abrumado por el recuerdo de los años en que corría el encierro de los Sanfermines. Pero la fiesta seguirá sin él, y sin nosotros, y más tarde sin aquellos que la celebrarán danzando sobre nuestros nombres olvidados.