Durante al menos 20 siglos, la filosofía y la religión han discutido si el sofista Protágoras tenía o no razón al afirmar que “el hombre es la medida de todas las cosas”; lo que no admite ninguna discusión, y en eso coincidirán desde los pensadores hasta los fontaneros, es que el taxista es la medida de todas las cosas urbanas. Para conocer una ciudad, lo primero que hay que hacer es darle plática al sufrido conductor que día tras día se gana la vida al volante de un taxi. La receta es infalible: se vaya adonde se vaya, los taxistas se las arreglan para encarnar el espíritu de las calles y rincones que recorren con voluntad indomable y pericia de corsario.
En Buenos Aires suelen ser escépticos y malhumorados, tal como dictan los versos no escritos en el ánimo de la capital del tango. En Rio de Janeiro y São Paulo parecería que solo les interesa batir récords mundiales de velocidad, coherentes con el vertiginoso pulso del país que dio tres grandes campeones de Fórmula 1. En Londres practican el subgénero cortés de la amabilidad distante, ejemplos arquetípicos de la legendaria diplomacia británica. Y en la Ciudad de México son impetuosos y aguerridos, obligados como están a la osadía permanente en una megalópolis caótica que triplica la cantidad de habitantes de Berlín. Un taxista chilango se mete sin chistar en los barrios más bravos del planeta, no pierde la calma ante el embotellamiento inevitable y es capaz de arremeter con un bolero justo cuando el tránsito de la hora pico -que ya son todas- obliga a admitir que (casi) todo está perdido. El taxista de la Ciudad de México es un working class hero sin el cual buena parte de las 20 millones de personas que diariamente circulan por aquí no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir. O al menos eso se creía, hasta que llegó Uber.
En el próximo mes de agosto, Uber cumplirá dos años de servicio en las principales ciudades del territorio mexicano, un aniversario que los taxistas de la capital parecen dispuestos a evitar caiga quien caiga y le pese a quien le pese. La primera batalla ocurrió el 25 de mayo pasado, cuando los choferes de taxi del Distrito Federal se manifestaron en el centro de la ciudad para protestar contra una competencia que no paga impuestos, interactúa las 24 horas del día en los smartphones de más de 250.000 usuarios y saca ventaja de un supuesto acto privado entre el cliente y el chofer.
La queja de los profesionales parece sensata; sus reacciones, no tanto. Desde horas después de la marcha de ese lunes 25 hasta varios días más tarde, videos de indignadísimos clientes de Uber amenazados por taxistas violentos se hicieron virales y revelaron la peor cara de quienes hasta ese momento eran aliados indispensables en la aventura de transportarse por la ciudad. En algunos de esos videos se podía ver claramente que los chóferes actuaban en grupos, muchas veces con la complicidad de la policía, para cerrar el paso de los trabajadores de Uber y amedrentar sin sutilezas ni metáforas tanto al conductor como al usuario. El reclamo, sin dudas legítimo, era que Uber crece y lucra al margen de la ley, pero a los taxistas profesionales no parecía preocuparles la contradicción entre exigir el respeto a la ley y transgredir una norma elemental como el libre tránsito.
Si el taxista es la medida de todas las cosas urbanas, habría motivos para pensar que el espíritu de las calles y rincones de la Ciudad de México no es el mismo desde el último 25 de mayo. Al working class hero del que depende la supervivencia de varios millones de personas le tocaron el bolsillo y la defensa con la que interviene en la vida pública para que se le restituya lo perdido está hecha a la medida de la rudeza que exige su oficio. Y después de ver de lo que es capaz, algo parece haberse roto en el pacto de confianza entre el taxista y su cliente, ese acuerdo tácito que permite tanto el funcionamiento de la ley de la oferta y la demanda como el delicado equilibrio de la convivencia en una ciudad que siempre parece a punto de estallar.
Por eso, quizás, cuando la otra noche salí de un cine de la colonia Del Valle y le pedí a un taxista que me llevara hasta el centro de Coyoacán, el chofer me hizo saber con un irónico bufido que ese trayecto de diez minutos era demasiado corto para sus parámetros. Lo haría, sí, pero al triple del precio que yo he pagado decenas de veces. Un par de noches antes, en Polanco, quise tomar un taxi justo cuando los asistentes a un concierto en el Auditorio Nacional inundaban las calles. El precio que me costaría, otra vez, triplicaba el valor habitual, quizás porque según la afiebrada imaginación del conductor yo venía de divertirme en un show al que, además y por cierto, ni siquiera había concurrido.
“Que los taxistas exijan la salida de Uber es como si las estaciones de radio se unieran contra Spotify o Deezer” escribió en su cuenta de Twitter Edgar González, conductor en Dixo TV. Los argumentos de los taxistas quizá sean legítimos, pero también valdría la pena discutir si el caso Uber exige una regulación especial para un servicio híbrido entre público y particular, si la modernización plantea nuevos modelos de negocio que la ley no puede negar y, sobre todo, si la aceptación de los usuarios no merece que esa voz sea escuchada por aquellos cuyo trabajo consiste precisamente en escuchar a la sociedad. Aquel 25 de mayo, el hashtag #UberSeQueda tuvo más de 40 millones de réplicas y se convirtió en trending topic mundial en Twitter. El desafío hoy consiste en recordar que, al igual que la twittósfera, la Ciudad de México es lo suficientemente grande como para que #unossequeden y #otrosnosevayan. Tal es, ni más ni menos, el espíritu que hace tan apasionante la vida cotidiana en una ciudad de gente impetuosa y aguerrida, obligada a la osadía permanente de aprender a convivir.