Donde una vez hubo sangre, hoy una niña ríe mientras juega a la comba. Es la fuerza de la vida, que todo lo arrastra. Donde cayó un enorme misil, hoy se produce una agradable subasta de motocicletas para las personas de la zona. Hay algarabía, gentío, muchedumbre. Donde se escuchó el sollozo oprimido de un padre que veía como su hijo acaba de morir, como si el excesivo horror vivido no dejara fluir el llanto desconsolado; hoy allí se levanta una construcción sofisticada, humanizada y por tanto altiva, vigorosa y solemne, donde los funcionarios del Estado van y vienen. Fue un día como hoy. Con un Sol radiante, una temperatura fresca y agradable. Un hombre hace su desayuno en la calle, justo como veintidós años atrás. Unos niños jugaban en la calle, exactamente como otros lo hicieron aquel día, fatídico, que se ahogaba entre las balas de unos y otros. Hoy el Sol, desde su privilegiada posición, pone luz en historias cotidianas, en desamores, traiciones, alegrías. Aquel día era igual, pero las balas y los bombardeos acallaban las pasiones de los ciudadanos que no conseguían entender cómo aquel cielo limpio podía ser el telón de fondo del fin abrupto de la vida.
Si lo observas atentamente, si consigues colocar una pizca de imaginación en tus ojos, puedes ver a aquel hombre que esperaba la orden para disparar agachado y con una pistola, donde hoy está un bebé junto a su madre jugando despreocupadamente. Es cuestión de tiempo y espacio. Caminando, con los ojos bien abiertos, intentando no abrazarse a la miseria de la guerra, con una mirada crítica y al mismo tiempo que intente comprender cómo se puede llegar al mayor de los desenfrenos. Y escuchando historias.
Como aquella que me explica una mujer joven, de unos 25 años, cuyos ojos ya vieron mucho. “Hubo una época en la que mi tío, que pertenecía a un bando diferente al de mi familia, venía cada noche en busca de mi padre, de su hermano. Armado y con un séquito de compañeros. Mi padre había huido y cuando le contamos lo que ocurría se escondió hasta que todo se calmó. Entretanto, secuestraron a mi madre durante una semana. Querían la casa, nuestra casa, la casa de su hermano. Después mi tío huyó, porque los silbidos de las balas cambiaron de lado. Cuando mi tío volvió a la ciudad, la guerra había terminado, y los hermanos se encontraron. A mi tío le faltaba un brazo y una pierna. Ahora mi padre habla con él, pero ya no es lo mismo. Lo quiso asesinar”. Lo cuenta con un aire jovial, casi de desdén, con una sonrisa. Ella debía tener unos 6 años. La puerta de su casa, a la que llamaron cada noche, sigue intacta. Seguramente la abre el mismo pomo. Pero hoy solo entran niños que vuelven hambrientos después de jugar durante toda la mañana.
Otro paseo por la plácida ciudad lleva a una gasolinera insertada en una calle estrecha, donde las muchas motocicletas que hacen servicio de taxi se amontonan para rellenar combustible. Es el mismo lugar donde, hace menos tiempo del que pudiera uno creer, un hombre sintió con sus dedos índice y corazón que la vida había abandonado a un desgraciado que pasaba por el lugar errado en el momento inoportuno. Iría a intentar comprar algo de pan o buscar un lugar en el que refugiarse, o simplemente a caminar, qué se yo. Pero pasó, cayó la bomba y murió. Tan simple y tan real. Y hoy dos jóvenes con bata blanca y mochila en su espalda ríen a carcajadas mientras caminan y se van dejando huella el uno al otro. Todavía se puede sentir el sudor frío donde hoy solo fluye la sangre caliente y alborotada de los jóvenes estudiantes. Sangre que no se desparrama, como aquella de hace poco más de dos décadas.
Son las heridas de la guerra que quedan latentes, porque la vida se sigue construyendo alrededor de los mismos objetos, los mismos lugares y bajo el mismo Sol que un día presenció la terrible lucha entre hermanos. El ser humano consiguió su desarrollo en gran parte gracias a su capacidad para darse cuenta de que algo está errado. Por eso, pasear por Huambo, ciudad angoleña destruida por la guerra en los meses de enero, febrero y marzo de 1993, con cruentos enfrentamientos entre familiares, me parece un poco irreal. El hecho de que aquellos mismos cimientos fueran testigos de episodios tan macabros parece hacer a todos los que estamos en la calle copartícipes en que todo aquello no vuelva a ocurrir. Y deberíamos estar acostumbrados. Las ciudades que hoy florecen, se llenan de vida y apenas son sorprendidas con sucesos tenebrosos, un día fueron testigos de lo que sus habitantes son capaces de hacerse entre ellos. Por eso, las ciudades, como tratando de recordar a quienes se maltrataron penosamente y sin sentido, se quedan en el lugar en el que estaban. No son desechadas ni abandonadas. Como si una plaza, un parque o la simple celosía de una puerta pudieran avisarnos de que todo ya pasó allí.
Supongo, porque por suerte no he vivido una situación de terrible angustia, que cuando todo lo que te rodea es muerte, debe parecer que el mundo se va a acabar de un momento a otro. Pero ahí, encima, siempre estará el Sol,para recordarnos que muchas veces bajo su abrigo no fue así. Y que la vida sigue, por lo que somos irreemplazables autores de nuestro propio destino.