Continúo ahora mi reflexión sobre aspectos extra-económicos de la vida que inciden poderosamente en la economía sin ser parte de los cálculos de los economistas clásicos, y paso ahora a una reflexión sobre el tema del “comercialismo”, entendido como lo que ocurre cuando una exaltación del interés en la compra o en la venta de productos o servicios llega a contaminar aspectos de la vida que sentimos que podrían tener lugar al margen de consideraciones comerciales. Si esta explicación resultara demasiado abstracta, sirva de ilustración el caso del arte, que constituye en los mejores casos el fruto de una vocación y que aún en el caso de tantos artistas que han dependido de su arte para ganarse su sustento podemos comprender como algo cuyo sentido y valor real es independiente de la comercialización. Tanto es así que sentimos que sea un distintivo del gran arte el no prostituirse al mercado y que cuando escuchamos, por ejemplo en cierto tipo de Jazz, el intento de brillar a través de una seducción de su público, decimos desdeñosamente que solo se trata de “jazz comercial”.

Y ¿qué decir de las semillas? Durante milenios los occidentales nos hemos alimentado del pan, elaborado con la harina de un trigo que nuestros remotos antepasados supieron producir a través de siglos por hibridación a partir de granos naturales de poco valor alimenticio. Pero el trigo que nos ha llegado desde Irak y sus inmediaciones (el legendario Edén del mito bíblico) y que ha alimentado a gran parte del mundo a través de su historia está siendo substituido últimamente por trigo genéticamente modificado sobre el cual tiene una patente una empresa privada, y que no sólo desplaza al trigo tradicional al ser plantado sino que requiere de la compra de nuevas semillas por los hacendados después de cada cosecha. Pero no se trata de que simplemente ciertas personas hagan dinero con el nuevo trigo, sino que nuestro orden económico ha permitido la injusticia de que se obligue a los campesinos de Irak a dejar su trigo milenario para comprar el trigo patentado que ahora se les ofrece. También en la India por la misma razón se han suicidado miles de campesinos endeudados, poniendo muy en evidencia que la “comercialización de la vida” no solo es cosa de ponerle precio y venderla, sino que alterarla de tal manera que las prioridades naturales de la vida misma son sustituidas por las prioridades de los negocios. Y ¿no es esta supeditación de todos los valores y aspectos de la vida a los negocios una de las cosas más trágicas del mundo contemporáneo?

Pero ¿no implica este aparente hechizo que redunda en el olvido del bien por la persecución de bienes quiméricos si no fuese por un desplazamiento del valor de las cosas y de las personas al dinero mismo?

Naturalmente, todo lo que tiene un auténtico valor adquiere en nuestra sociedad intensamente comercial un precio, y también es cierto que el precio de las obras de arte llega a depender más de la propaganda, de la conformidad con los expertos y de la corrupción de éstos al servicio del negocio del arte que del mérito artístico propiamente tal; pero como escribía Antonio Machado, a quien a menudo cito: “solo un necio confunde valor y precio”.

Pese a tal afirmación, sin embargo, en una sociedad tan altamente comercial como la nuestra pudiera decirse que las mayorías confunden el precio de las cosas con su valor intrínseco, como si la necedad de no saber distinguir el valor real del valor aparente se hubiese generalizado. Y por ello podemos pensar que el asunto fundamental que subyace a la comercialización aparente sea un tipo de mentalidad para el cual las apariencias son la medida de todas las cosas, y para el cual, por lo tanto, no sólo las personas valen por su apariencia, prestigio y status —dictados por la opinión pública— sino que todo se vuelve superficial a través de una especie de olvido o ceguera respecto a lo que pudiéramos llamar el “espíritu” de las personas y de todas las cosas.

Todos conocemos a un tipo de persona para el cual esto es así, y en la historia de la psicología fue Erich Fromm quien le dio un nombre al hablar de una “orientación mercantil” de la personalidad. No se trata simplemente de personas con un espíritu comercial, sino que, mas sutil y ampliamente, personas que, sin saberlo siquiera, van por la vida vendiendo una imagen idealizada de si mismas que enmascara la expresión de su verdadero sentir y de sus verdaderos pensamientos; personas que se convierten en la imagen que venden —lo que equivale a hablar de la falsedad, o la falsificación.

Así pues, hablar de un espíritu comercial no es simplemente hablar de un deseo de comerciar con la vida, sino de un proceso de falsificación a través del cual se le termina quitando valor a la vida en tanto que se le transfiere tal valor al oro o a los bits elecrónicos, que en el fondo no son sino símbolos de un estado de cuentas o de una deuda transferible[1].

Aparte de que le conviene a quien quiere vender bien la propaganda, que al exaltar el valor de lo que se vende y ocultar sus defectos, constituye una falsificación, el mismo deseo de convertir las cosas (o ideales) en dinero es el resultado de una implícita falsificación según la cual el dinero vale más que todas las cosas. Por ello Alan Watts (que fue algo así como el héroe cultural de California en los años 60) solía aconsejarle a los jóvenes que tomaran conciencia de lo que querían hacer con sus vidas para luego proceder a hacerlo, sin tomar en cuenta la necesidad de ganar dinero, que condena a las personas a dedicarse a un proceso automático en vista de cuya lógica interna terminarían dando sus vidas para que sus hijos también puedan ganar dinero, y así sucesivamente a través de las generaciones.

Seguramente no habría llegado la economía a ser tan importante en nuestra vida si no hubiese sido por una especie de ilusión demoníaca de que el dinero vale más que la vida misma, y que más debemos interesarnos por los bienes que por el bien.

Podríamos decir que es este desplazamiento de nuestro interés desde la vida misma y sus valores intrínsecos al valor de mercado lo que constituye el corazón del capitalismo industrial y su eco en el consumismo, pero podemos también decir que el cuerpo del comercialismo está en la venta de nosotros mismos, de nuestras energías y de nuestro trabajo al mercado laboral.

¿Tenemos alternativa? Aunque colectivamente no mientras seamos parte de una “economía de mercado” en que son las personas adineradas las que están en condiciones de ofrecerle trabajo a los que solo tienen sus propias energías y talentos, en estos tiempos de desocupación y salarios insuficientes ya no son solo los recolectores de café en el África los que se suicidan, sino que números crecientes de personas en Europa, en Oriente y hasta en los EEUU. Podemos decir que es este un aspecto que la crisis actual de la sociedad capitalista, pero conviene no equivocarse en pensar que el problema se reduzca a la producción, el desempleo o las finanzas cuando lo que se está volviendo cuestionable es el mismo concepto de que nuestro trabajo y nuestras vidas se puedan considerar mercancías.

Lo ha querido así la misma mentalidad de los que en el siglo pasado vendían o compraban esclavos arguyendo que los negros africanos podían ser tratados como objetos, que se vendían y compraban por no ser personas. Solo que ahora nuestros esclavizadores quieren convencernos (a través de los economistas) que son únicamente “las leyes del mercado” las que nos tienen en esta situación. Y aunque nadie nos diga que somos objetos, basta con que seamos tratados como tales para que ello nos deshumanice.

Además del engaño (y autoengaño) que entraña la confusión del valor de uso con el valor de mercado (o entre valor y precio), y además del engaño que implican el ocultamiento del poder y el ocultamiento de la corrupción (principalmente del mismo poder), otras falsedades específicas se asocian a nuestra vida económica, como notablemente la doctrina neoliberal de que no hay mejor garantía de la democracia que “los mercados libres”—es decir, la supuesta ausencia de intervención de una regulación estatal sobre el comercio. Ha sido notable, además, el intento de engaño filosófico a través del cual se ha querido degradar el concepto de libertad como una “libertad de comprar y vender”, sirviéndose del prestigio de la palabra “libertad” como propaganda para un comercio agresivo que poco ha convenido a los pueblos que debieron aceptarlo en vista de la globalización. Llegó a alcanzar la fe en el libre mercado un prestigio cercano al de los dogmas religiosos en vista de la herejía que llegó a constituir cuestionarlo, pero hoy se ha derrumbado casi esa fe ante la crisis financiera y económica, así como ante la crisis ideológica a que tal errónea concepción ha llevado. Y no es difícil encontrar en el ámbito de la vida económica otras creencias falsas que parecen derivar su vigencia de lo que conviene al poder, como por ejemplo, el que en nuestra sociedad consumista (originada en el deseo de los productores de vender y en su eficiente seducción e los compradores a través de los medios de comunicación), funciona el consumismo como si hubiese en el público un sentir de que la próxima compra constituirá un paso hacia su felicidad. Y así como el placer mismo, sin constituir más que una satisfacción transitoria, puede volverse un vicio para aquellos que, confundiéndose, lo perciben como una puerta hacia la felicidad, también el acto de comprar algo puede servir como un cierto antídoto a la depresión, o a la pérdida del sentido de la vida; a tal punto que podría a veces llegar a decirse que el comprador siente implícitamente, por absurdo que parezca: “compro, luego existo”.

Resumiendo: si en el tiempo de las grandes civilizaciones clásicas el mundo parecía interesarse vivamente en el bien y hoy en día se interesa más en “los bienes”, es razonable pensar que para que así lo sea debe de haber mediado un engaño. Pero tal vez el engaño principal del espíritu comercial sea la pretensión de la economía de que su contabilidad y sus ecuaciones sean suficientes para explicar la realidad económica, y es posible imaginar que el simple desengaño constituya un factor importante en la reorientación de la vida económica colectiva hacia nuestro bien común.

Evidentemente, la aplicación de nuestra supuesta ciencia económica ha sido maligna por su descuido tanto del bien de las mayorías como por su efecto depredador sobre nuestro medio-ambiente; y ello hasta tal punto como para que se pueda afirmar que no tenemos un modus vivendi sostenible. Y el quid de este engaño ha consistido, como muy bien lo ha analizado Federico Aguilera[2], en la presunción de que funciona la economía como un sistema cerrado —siendo que en la naturaleza todos los procesos se dan en sistemas abiertos.

Podemos prescindir en nuestros análisis económicos del impacto humano de las transacciones comerciales, pero solo desconociendo las consecuencias catastróficas que ya se están haciendo manifiestas para el público sin siquiera recurrir a Wikileaks. Pero este engaño a través del cual un conjunto de afirmaciones racionales se propone como válido y eficiente sin consideración de sus resultados, como en las polémicas de la teología y de los escolásticos antes de que surgieran la ciencia y el empirismo, puede concebirse a su vez como parte de un engaño más abarcador, por el que pretendemos que nuestro intelecto racional e instrumental sea más válido que el intelecto que asienta en la otra mitad (derecha) de nuestro cerebro, cuya función no es racional sino intuitiva, y que nos permite ver las cosas en su contexto.

Iain McGilchrist, quien ha ofrecido la síntesis más completa de lo que se ha llegado a saber de nuestro hemisferios cerebrales, ha argüido[3] que hemos prácticamente perdido contacto con las informaciones de nuestro hemisferio derecho en vista del cientificismo creciente de nuestra cultura tecnológica y ha comparado el fenómeno con una impostura arrogante de nuestro hemisferio “siniestro”, que originalmente fue solo un servidor de nuestra mente sabia al que correspondía ocuparse de los detalles. En otras palabras: nuestra mente instrumental, enorgullecida (en vista de su poder sobre el medio ambiente) de su ignorancia respecto a su propia ceguera y de su indiferencia a su ausencia de valores, se ha proclamado dueña de la verdad, y con ello ha legitimado su propia hegemonía.

Desde tal punto de vista, naturalmente, no deberíamos aspirar tanto a una más exacta ciencia económica como a una síntesis entre comprensión y filantropía, como en el caso de la medicina, en que por lo menos se supone que se encuentran las ciencias con el arte y la voluntad de curar.

Notas

[1] El primer paso en esta transformación del dinero en valor ha sido recientemente analizado por Felix Martin en su libro Money, quien atribuye a tal percepción errónea la crisis del 2008.
[2] Federico Aguilera Klinck. "Sobre la deshumanización de la economía y de los economistas", en Para una rehumanización de la economía y la sociedad (coordinado por Aguilera)—Mediterráneo Económico 23.
[3] Iain McGilchrist. *The Master and His Emissary: The Divided Brain and the Making of the Western World *. Yale University Press. 2009