Si nos montásemos en un coche en la Nueva York de los años 50, conducido por Dean Moriarty, protagonista de la novela En el Camino, de Jack Kerouac, sabríamos desde que nos sentásemos en el asiento del copiloto que estaríamos huyendo. Viajaríamos hacia el ansiado oeste, atravesando montañas, ríos, desiertos, perseguidos por nosotros mismos, con la eterna convicción de que no podemos escaparnos de lo que somos. Aunque esa espada de Damocles nos persiga kilómetro a kilómetro, continuamente la iríamos dejando atrás, siempre y cuando no parásemos a plantearnos hacia dónde vamos. Dean Moriarty nos guiaría con su habilidosa conducción al conocimiento más profundo de nuestro ser. Desmontaríamos de un plumazo aquellas leyes que nos dicen que somos simple química, porque sentiríamos mucho más que lo que una investigación científica pudiese explicar. Seríamos nosotros mismos, al fin y al cabo.
Con toda esa vida desparramándose por los costados del párrafo anterior, en el lado opuesto, una mantis religiosa permanece en las escaleras del hospital, temerosa de que cualquier movimiento signifique el fin de su inexplicable vida. Las escaleras de un hospital están siempre agitadas. Aún más en este. Correrías de jóvenes universitarios, pies cansados de médicos con vastos años de experiencia, familiares preocupados o enfermos aturdidos. Todos suben y bajan estas largas escaleras, vía principal ya que esperar el ascensor resulta farragoso y desesperante. En el peldaño que lleva al último piso, este ejemplar de Mantis Religiosa habita desde hace unos días. Alargada, elegante, parece haber encontrado un hogar pavoroso para ella. Me sorprendió verla un día y todavía más encontrarla hoy en la misma posición. No se había movido, o al menos eso parecía. En mis suposiciones biológicas, imaginé que estaría con miedo y fuera de su hábitat. Quizá había caído desde la ventana, impulsada por el viento que había soplado días antes. Busqué en Internet y supe que las Mantis Religiosas solo viven un año de media y que acostumbran a vivir solitariamente excepto en la época del apareamiento. Misoginia de manual. Pero allí está, en el peor lugar posible, rodeada de zapatos que retumban con estruendo a escasos centímetros de su frágil cuerpo. Aunque se encuentra en un hospital, ante las pocas posibilidades de sobrevivir a un pisotón, no parece probable que la atiendan en el sanatorio. Además está a merced de cualquier juego de niños o de la despiadada demostración de fuerza de un humano. Una situación nada agradable y poco auguradora para sus intereses, desde luego.
Las pateras que se lanzan hacia el progreso en las costas del Mar Mediterráneo embarcan a mantis religiosas. O eso me pareció mientras leía las quejas sobre el tratamiento mediático internacional al naufragio o a los atentados de Boko Haram en Nigeria, observando al aturdido insecto. La demencia individualista que se establece como paradigma de toda explicación a cualquier suceso que ocurra envuelve también las reclamaciones más coherentes. La exigencia de quienes quedamos devastados al enterarnos de noticias como la del naufragio y muerte de 950 personas frente a nuestras costas se basa, peligrosamente, en comparar el valor de los muertos de un color y los de otro. Por lo que acaba dándose la razón a quienes creen que las personas son números, y que su valía depende del beneficio que produzcan. El ataque a un problema de gran profundidad y gravedad con un análisis tan superficial supone aceptar las reglas del juego propuestas por los mismos que provocan ese problema. Y ese es el mayor éxito, para los intereses de este capitalismo filosófico que desde la economía ha conseguido en los últimos años, y aprovechando la falta de rival desde la caída del muro de Berlín, extenderse sin piedad al razonamiento de cualquier hecho. Por eso, inconscientemente categorizamos. Y si se les etiqueta de inmigrantes, en realidad son mantis religiosas. Que no tienen derecho a huir, a pesar de que alrededor todo sea caos, porque simplemente no son humanos, por su escasa valía cuantitativa.
El caos, además, es provocado, porque para quedarnos con algunos datos representativos, Xavier Aldecoa, periodista experto en temas africanos, informa, por ejemplo, que Mali sólo aporta 3.800 empleos nacionales en las 9 minas de oro del país que están en manos extranjeras. O que el uranio de Níger ilumina Francia mientras los nigerinos están a oscuras, y que cuando el presidente de ese país trató de negociar con China contratos sobre el uranio nacional, se produjo un golpe de Estado que devastó el país. O que Somalia fue tablero de juego de la Guerra Fría para después acabar destruida y olvidada, a merced de sequías o piratas. Y así muchos más países a los que inconscientemente les negamos incluso la posibilidad de que un Dean Moriarty pueda recogerlos en su coche y les dé la oportunidad de dejarlo todo para encontrarse con ellos mismos.
Desde el paternalismo y la visión materialista de las personas, nunca encontraremos más soluciones que las de aportar dinero e inversiones vacuas para que no se nos mueran enfrente de nuestros balcones de segundas residencias. No existe inyección de penicilina para curar este mal, pero más lejos estaremos de solucionarlo si quienes de verdad sufrimos por estas tragedias, nos dejamos llevar por los grandes números y los titulares fáciles. Es necesario conocer la historia de estas personas para ponerle nombres y apellidos a los cadáveres. Quizá estén y estemos muriendo con ellos por encontrar un futuro mejor. O tal vez lo hagan por algo mucho más profundo como hacernos ver que no son mantis religiosas, destinadas divinamente a quedarse donde están, y que también tienen derecho a huir rumbo a la libertad del imaginario oeste.