Pronto me arrepentí de haberle dicho que no a Panamá, el mulato de pelo blanco que, por 75 dólares, me ofrecía un camarote en un barco de carga para llegar en 18 horas de Cartagena de Indias en Colombia a Colón en su país. “Nah -pensé-, si lo hago por mi cuenta seguro que gastaré menos dinero y será más divertido”. Y es que en la zona fronteriza entre estos dos países -una de las más peligrosas e incomunicadas del mundo- se extiende la selva de Darién, una jungla tupida y sin carreteras transitables en la que viven los indios emberes y grupos de guerrilleros y narcotraficantes. Así pues, llegué hasta la, en otro tiempo, militarizada ciudad de Turbo, y allí tuve que pagar los 40.000 pesos (unos 15 euros) que costaba el billete de la lancha rápida que va hasta el fronterizo pueblo de Capurganá. Fue horrible: ¿alguien se imagina montar tres horas en una montaña rusa? Los previsores colombianos me cedieron los asientos delanteros, que compartía con una pareja de chicos de Medellín a los que la policía había requisado tres navajas multiusos y una bolsita de marihuana en el control de equipajes. La primera hora estuvo bien. Dando saltos con un bote rápido, volando en alta mar. Corría el aire. El parcero de Medellín exclamaba “está salada” cuando una ola le rompía la cara o daba gritos a lo David Hasselford en El coche fantástico cada vez que caíamos. Minutos después lo que gritaba eran frases del tipo: “¡Que se me sale el cerebro!”, “¿Dónde está el botiquín?” o “¡Se me descuelga el corazón!”. Detrás de nosotros viajaba una pareja de japoneses. La chica estiraba los brazos para apoyarlos en el asiento delantero mientras inclinaba la cabeza hacia el suelo. Sus vecinos le preguntaban, con sorna, que si iba rezando. Durante la tercera hora se acabó definitivamente el cachondeo y los 27 pasajeros cruzábamos miradas interrogativas: “Pero, ¿cuándo llegamos?”. Pero llegamos.
En Capurganá, las autoridades migratorias colombianas me sellaron el pasaporte. Y, junto con los dos japoneses y un tailandés para el que la vida se resumía en la expresión “rico, rico” y que repetía “chiquitita” cuando quería decir “cerquita”, otra barca nos dejó empapados en Puerto Obaldía, ya en territorio panameño.
Puerto Obaldía es un pueblo fantasma que vive aislado entra la selva y el mar y que solo tiene electricidad de las 6 de la tarde a las 11 de la noche. Las continuas incursiones de la guerrilla y los narcos hicieron que tres cuartos de sus otrora 2.000 habitantes emigraran a la capital. “Lo importante no es lo que tenemos, sino lo que hacemos con lo que tenemos”, rezaba el cartel en la oficina de la policía en el que nos revisaron los equipajes. Me alojé en el único establecimiento que podría recibir el nombre de hostal. Lo regentaba Primitiva, la pluriempleada del pueblo -tenía también la agencia de viajes-, una mujer que no encontrabas ni cuando la querías pagar. En la acera de la calle principal, cinco o seis negras, gordas y rodeadas de niños, jugaban al bingo. Los numerosos militares paseaban o hacían ejercicio en el elemental gimnasio que tenían al aire libre. De allí solo se puede salir de dos formas: con un carísimo bote que te lleva a unas islas cercanas donde viven los indios kuna o pagando los 57 dólares que cuesta un asiento en la avioneta que llega (o no) los miércoles y los domingos. La pista de aterrizaje es un estrecho camino ligeramente pavimentado y lleno de baches donde una persona de coeficiente intelectual medio no dejaría a su hijo ni a montar en triciclo. Comienza a 5 metros del mar y termina, solo 125 metros después, en las primeras inclinaciones de una montaña.
A los 20 minutos de llegar conocí a Rubén y Nórember. El primero es un arquitecto argentino que estaba viajando por Venezuela, Colombia y Panamá y que está afincado en Andorra desde 1976, cuando tuvo que salir de su país por miedo a la represión militar. “No tenía tiempo para la militancia, pero mi nombre y mi número de teléfono estaban en las agendas de compañeros detenidos. Así que me fui a España en barco”, me contó. Nórember viajaba desde su localidad natal en el sur de Colombia hasta la capital de Panamá para buscar trabajo. Era, digamos, una mezcla entre Cantinflás y el Norrrm de la inolvidable serie Cheers. Guasón, vividor y dicharachero, igual llegaba con los ojos llorosos después de hablar con su mujer y sus hijos, que le decía cuatro cosas a las quinceañeras que pasaban a su lado. Llevaban cinco días esperando el avión que los sacase de Puerto y la gente del pueblo ya les había bautizado como el Gordo y el Flaco. Apesadumbrados, me contaron que el día anterior estuvieron, de hecho, sentados en la avioneta dispuestos a despegar, pero que el capitán los levantó porque había una pareja de israelitas que llevaba más días esperando. Después de escuchar su historia me asaltó una duda: ¿Y si no pudiese salir del pueblo? ¿Y si me tuviera que quedar un mes?
La segunda mañana se levantó lluviosa y con un viento homicida que hacía de las calles del pueblo la localización perfecta para rodar un western tropical. Confraternicé con Pérez, el cabo primero que vigilaba el rústico muelle del inexistente puerto. Nórember nos contaba que su nombre se lo debía a su abuelo, un alemán que no había dejado en él ningún rastro físico. El nervioso tailandés con nombre de jeroglífico me preguntó: “What’s the plan?” (¿Cuál es el plan?) la enésima vez que pasaba cerca de donde estábamos sentados. La gente del pueblo era tan pobre que tenías que comprar los huevos para que te los friera la cocinera del único restaurante que había.
A sacarme de este letargo vino Andrés, un indio kuna que acababa de traer a un chico mexicano y a una brasileña y que nos ofrecía la posibilidad de llevarnos a su casa en la isla de Tubalau, donde los que quisiesen podrían tomar un avión al día siguiente, y los que no, podían incluso alquilar una pequeña isla desierta por unos 4 dólares diarios. Después de negociar un rato, quedamos en que iríamos los 6 (los japos, el tai, Edu, Norm y yo) a razón de 5 dólares por persona.
Cuando parecía que habíamos resuelto el crucigrama fue precisamente cuando empezaron los problemas. Y es que después de acudir tres veces a la oficina de migración panameña, por fin conseguí que me recibiera el agente de aduanas, el gran Osmond Hudson. Las cosas empezaron torcidas: en cuanto puse un pie en su pequeña habitación, me advirtió iracundo que no había prisa. Después revisó con atención mi pasaporte, me pidió la tarjeta de crédito (para entrar en el país te exigían 500 dólares en efectivo o poseer una tarjeta), el certificado de haber sido vacunado contra la fiebre amarilla -que también tenía- y para terminar, un billete de avión, tren, barco o autobús que demostrase que iba a salir del país antes de los 90 días que te permiten estar como turista, y que, naturalmente, no tenía. Me vi acorralado, y se me ocurrió lo que se demostró como una idea temeraria: decirle al señor Hudson que era periodista y que iba a hacer un reportaje sobre su país. Con las mismas se levantó y me espetó: “A mí usted no me insulta, estoy harto de periodistas prepotentes". Después explicó ufano que llevaba 36 años en su puesto y que por supuesto, “no entra usted en Panamá”.
Fue Rubén el que estuvo 15 minutos en la oficina para intentar convencerle. Después pasé yo: primero le miré arrepentido sin decir palabra y luego me disculpé. Todo para que este funcionario tan altivo y tan… funcionario, que estaba a “cuatro años de la jubilación”, culminase el sencillo acto de sellar un pasaporte. Al final, lo hizo. Más tarde me enteré que el tipo era experto en hacer regresar a Colombia a todo el que no cumple cualquiera de los requisitos que exige la ley panameña. Decía Ryszard Kapuscinski, el periodista polaco premio Príncipe de Asturias de las Letras, que el sentido de la vida está en cruzar fronteras... Aunque cueste, añado yo.