“La Tecnología no nos ahorra tiempo, pero sí lo reparte de otra manera“
[Helmar Nahr 1931- actualidad]
Cerca de mi casa hay un cine al que me gusta ir. Suele estar medio vacío, es pequeño y relativamente nuevo, por lo que en el aire aún no flota ese agobiante olor a palomitas saladas que te hace la boca agua. Al estar tan cerca suelo comprar la entrada y llegar justo en el momento en el que se apagan las luces y comienzan los anuncios. Y cuando no, voy con amigos o familiares con los que conversar.
No obstante se ha dado el caso de que hoy iba sola y, al haber pasado por casa, había decidido venir con las manos en los bolsillos, libre de móvil, libro, música o entretenimiento de cualquier otro tipo. La sala estaba vacía salvo por la pareja esporádica o el cinéfilo jubilado. Me he dejado caer en mi butaca y, al mirar mi reloj me he dado cuenta de que había llegado con cinco minutos de tiempo antes de que empezase la película.
Momentáneamente descolocada, me he vuelto hacia el bolso que no llevaba para sacar libro o móvil y aprovechar estos minutos. Luego he vuelto a comparar la hora en entrada y reloj. Efectivamente, cinco minutos. La pregunta “¿y ahora qué hago?”, la primera en mi mente.
La respuesta, absurdamente sencilla: “Nada”. Solo observar el movimiento de las sombras en la pantalla, escuchar el suave crujido de una sala prácticamente vacía, la suave respiración de una habitación sumida en el silencio, pues este es uno de esos cines en los que no hay música entre sesiones. Nada. Solo una suave luz amarilla, la comodidad de la butaca y el silencio.
Me pregunto cuándo es la última vez que no he hecho nada y me doy cuenta de que no estoy segura. Naturalmente hay momentos –muchos, en realidad– en los que no estoy haciendo nada ‘de provecho’. En los que si alguien me preguntara “¿qué estarás haciendo?” la respuesta que daría es “nada”. Pero eso no es verdad. Siempre estoy haciendo cosas: navegando por internet, leyendo, escuchando música, escribiendo….
El movimiento –aunque sea solo de la mente– es constante. Incluso cuando estoy tumbada en la cama intentando dormir, la mente está en movimiento: ya sea planeando el día siguiente o pensando en lo que podría haber dicho a la compañera impertinente para ponerla en su sitio de una vez por todas.
Siempre hay que hacer algo, no sea que encontremos dos minutos que perder. ¿Quién tiene dos minutos para perder hoy en día? Ese es uno de los mayores desperdicios de nuestro tiempo. El tiempo es algo precioso de lo que tenemos muy poco y hay que exprimirlo hasta la última gota.
Si miramos a la gente en el metro: ¿cuántos no van con la nariz metida en un libro o en la pantalla de su móvil? ¿Cuántos no van con auriculares, sus dedos hablando animadamente con las pantallas? Cunado vamos por la calle: ¿cuánta gente camina despacio, disfrutando del sol? La gente corre de aquí para allá, porque hemos encontrado una forma de capitalizar el tiempo y, en nuestra sociedad, cualquier cosa capitalizada es preciosa.
Incluso ahora, mientras escribo estas palabras, estoy mirando el reloj, pendiente de cada segundo antes de arrancarme del teclado para ir a ser productiva de algún otro modo.
Pero las cosas van más allá. Porque las nuevas tecnologías no hacen más que ayudar a aprovechar hasta el último minuto: exprimir hasta el segundo más valioso. ¿Cuánta gente, viendo la tele está solo viendo la tele? ¿Cuántos móviles hay sobre las mesas de los grupos de amigos? Estamos trabajando, hablando por teléfono y leyendo emails. Viendo nuestras series y jugando al ‘Candy Crush’. Comiendo con la familia y whatsappeando con los amigos, caminando por la calle y apurando las últimas páginas del último best-seller. Tenemos un tiempo limitado antes de caer reventados en la cama y dormir lo menos posible antes de volver a la rueda, seguir empujando este mundo hacia delante.
¿Cuándo fue la última vez que un email tuvo que esperarse más de 24 horas antes de ser leído? Perdemos una llamada porque olvidamos llevar el móvil al cuarto de baño y parece que se vaya a acabar la especie humana cuando no hace ni 30 años perder una llamada de teléfono se respondía con un “ya llamará más tarde”.
La nuestra es una sociedad de inmediatez absoluta. No ha acabado de ocurrir que ya sabemos todo lo posible de cualquier novedad. Hemos creado una red de comunicación tan rápida e impresionante que parece que estemos a solo unos pasos de poseer una “mente de colmena” en la que todos sabemos inmediatamente lo que piensa cualquier otro miembro de nuestra sociedad.
¿Oigo a más de uno resoplando con incredulidad? "¡Eso es ciencia ficción!", os oigo decir. Pero ¿no es acaso la intención de todos los canales de noticias traer la información más cerca y más rápido? ¿No son la mayoría de posts de instagram fotos de las comidas que vuestros amigos están consumiendo en ese mismo momento? ¿Habéis entrado en un restaurante, descubierto que no había cobertura y sido atacados por súbitos sudores fríos? La pérdida de la inmediatez de la información es algo terrible porque significa que perdemos precioso tiempo recuperando la información que no hemos recibido ‘cuando tocaba.’
Y, aun así, esos cinco minutos que he perdido antes de que empezara la película han sido los más relajados y agradables que he tenido en toda la semana. Por un momento, he apartado de mi mente todas las preocupaciones y dificultades, concentrándome sin concentrarme en la suavidad de la butaca, la luz beige y el silencio. El mundo ha parecido detenerse a mi alrededor. Sin coches ni carreras ni ruidos. Y, en lo que se me ha antojado un eterno instante más tarde, las luces se han apagado, el mundo se ha llenado de sonido una vez más y ha empezado la película.