Hace ya muchos años que dejé de participar activamente en política. La causa no fue que yo hubiera perdido o cambiado mis valores en modo radical. Fue que en un momento descubrí que detrás de la motivación que lleva a muchos a participar en política se escondía y esconde la ambición y una sed de poder por el poder mismo. Los valores, los principios, eran en muchos casos completamente secundarios o marginales.
Bastaba observar la facilidad con que cambiaban de actitud y de ideas si las alianzas o los cálculos de poder exigían posiciones contrapuestas a las sostenidas hasta el día anterior. Se cambiaba así sin ninguna preocupación ni embarazo. Por otro lado, descubrí además que, para muchos, las decisiones tomadas en el juego político tenían implicaciones dramáticas. La política tenía un costo y la moneda con que se pagaba era a menudo la vida. Otro motivo detrás de la política fue y es el rencor, el deseo de venganza y de aniquilación física del adversario.
Afortunadamente, los márgenes de poder que alguna vez tuve fueron absolutamente insignificantes. Tuve una cierta influencia entre mis contactos directos, los estudiantes en la zona donde vivía. Creo haber convencido a más de uno a participar en nuestras “luchas” y he descubierto, posteriormente, que esa participación no fue gratis y tuvo costos altísimos. Algo que aún me duele profundamente. No puedo esconder que factores externos, como el golpe de estado de 1973 en Chile, rompieron la continuidad de mi vida y me aislaron totalmente de mis viejos compañeros. Después, durante los primeros años, lejos de mi país natal, la separación creció naturalmente. Entonces, tenía que pensar en sobrevivir, superar la crisis y adaptarme a una nueva realidad, que me mostró otra cara de la vida.
Durante mis estudios en la universidad, participé en una investigación que tenía como objeto describir las diferencias prácticas en las actividades didácticas de dos grupos con ideologías opuestas. Verbalmente, los separaba un mundo, eran completamente contrarios y sus valores eran, a decir menos, contrapuestos. Pero en la vida real actuaban en el mismo modo y no había una diferencia cuantificable o fácilmente perceptible entre ellos. Las diferencias eran más bien personales e independientes de toda ideología.
Estas observaciones, como otras experiencias personales, me llevaron a pensar que a nivel de interacción y relaciones sociales somos casi indistinguibles y es a nivel externo, verbal e ideológico, que asumimos posiciones antagónicas y esto significaba que las ideologías y valores políticos en muchos casos eran superficiales y sobrepuestos. Una persona de izquierdas no era moralmente mejor que una persona de derechas en la vida de todos los días. No era más generoso ni mejor padre o marido. Era simplemente diferente en sus posiciones políticas, sin que esto se reflejase necesariamente en su modo de ser, querer, trabajar, consumir y vivir.
Viviendo en el norte de Europa, las diferencias y tenciones sociales eran mínimas comparadas con la realidad latinoamericana. Esto influyó en mi modo de pensar y me hizo comprender que el desarrollo social entendido como bienestar social es alcanzable por varias vías y que no existe un solo camino para lograr una sociedad más justa y que este objetivo además excluye la violencia.
Éramos y somos todos humanos, cambiaban algunas preferencias, pero siempre humanos, Desde ese entonces entendí, que los problemas serios -como el ambiente, la educación, la salud, las relaciones sociales, los derechos de los ciudadanos, la democracia y la no-violencia- solamente se podían lograr usando métodos que cambiaran la actitud de las personas. Y estos métodos no podían prescindir del ejemplo cotidiano y del modo en que uno vive. Otras palabras clave fueron la solidaridad, la inclusión social y la justicia como bien en sí, que permite y ofrece constantemente nuevas posibilidades.
Descubrí así que existe una nueva dimensión en el cambio social que es independiente de la política tradicional que ambiciona el poder. Y esta alternativa concierne directamente el modo en que vivimos. Un monstruo social puede ser de izquierdas o de derechas y esto lo sabemos. El objetivo es rescatar la civilidad de nuestras sociedades, defender los derechos de cada individuo y mejorar los márgenes de libertad, tolerancia social y calidad de vida.
Pero esto no es política, o al menos una forma diferente de política. En ella, el cambio se inicia y termina en nosotros mismos y en lo que hacemos cada día. La política arraigada a la vida cotidiana es una realidad contrapuesta a la política por el poder. La primera es ética, comportamiento, solidaridad y ejemplo. La segunda es todo lo que conocemos y percibimos como política actual: ambición, manipulación, corrupción y lucha por el poder.