Pasear por Pilsen, el barrio mexicano por excelencia de Chicago, siempre despierta los sentidos, ya que en él abundan los colores vibrantes, los compases musicales y los aromas deliciosos. Algunas noches entre el bullicio también se escucha canto y percusión que emanan de galerías o centros culturales.
Se trata del son jarocho, tradición musical que, trasplantada de Veracruz, ha arraigado y florece en esta ciudad del medio oeste norteamericano. con todo su ritmo y sus instrumentos tradicionales, zapateado y fandango. Se trata de la fiesta colectiva que une la comunidad en música y en espíritu.
La Música de Gaspar Yanga
En Veracruz, el son jarocho nace hace casi quinientos años en la fusión de melodías y ritmos africanos, indígenas y españoles. Surge el género a fines del siglo XVI en la misma época en la que, en ese mismo estado, el africano Gaspar Yanga, supuestamente miembro de la familia real de Gabón, funda un pueblo independiente de esclavos huidos.
En 1766, sigue siendo el son jarocho la música preferida de “mulatas y gente de raza quebrada”, según declara un fraile en su denuncia a la Santa Inquisición por bailarse con “ademanes, maneos, sarandeos contrarios todos a la honestidad y mal ejemplo de los que lo ven” (Sensemayá: la ruta del sol poniente, por Arturo Melgoza Paralizábal). Hoy día el son jarocho más conocido a nivel internacional es “La Bamba” , que en su título da testimonio de su africanidad.
Llega el son jarocho a la ‘ciudad de los vientos’
El interés en el son jarocho comienza a dar señales en Chicago a fines de la década de los ochenta, gracias en parte a conciertos seminales como el de la legendaria agrupación veracruzana Mono Blanco en 1987 en Old Town School of Folk Music, reconocida institución de docencia musical que además presenta series de conciertos.
Pocos años después, el naciente movimiento jarochicagoense recibe gran impulso gracias a la presencia de Víctor Pichardo, compositor, antiguo miembro del grupo de son mexicano fusión Zazhil y en 1993 co-fundador de Sones de México Ensemble Chicago. Pichardo, y a la larga sus hijos Yahví y Zacbé, también excelentes músicos, fortalecen el movimiento musical tradicional mexicano de la ciudad al incorporar el son jarocho a las raíces de mariachi y danza mexicana que ya existían.
En los años que siguen, se dan repetidos conciertos con grupos veracruzanos de renombre como Los Cojolites y Son de Madera y se programan encuentros de jaraneros con cierta regularidad, creando lazos entre las comunidades de amantes del jarocho de California, Nuevo México, Nueva York, Milwaukee y Madison.
Gran parte de la actividad se centra durante más de una década en la galería Colibrí de la calle 18, en el corazón del barrio mexicano, sede de un célebre fandango mensual durante alrededor de seis años. Al mismo tiempo, llegó a haber la posibilidad de construir aquí mismo los instrumentos principales del son jarocho gracias al músico y laudero Ricardo Salazar.
Un nuevo son desde el centro del país
Desde entonces, forjaron historia como pioneros del son jarocho de Chicago varios grupos locales, como Tarima Son y Son del Viento. Otras agrupaciones se han dedicado a los sones mexicanos en general, como Son Monarca, Los Pichardo y Sones de México, y aún otros grupos como Fandanguero también llegaron a crear fusiones de ritmos jarochos con cubanos y caribeños.
Hoy día, el colectivo de músicos de Sones de Mexico Ensemble de Chicago tiene ya dos décadas de existencia y no solo continúa su camino de explorar la vasta riqueza de los sones mexicanos, sino que han experimentado de manera innovadora “a la Chicago” en reconocidas colaboraciones con músicos locales. De estas últimas, cabe destacar las que se han realizado encontrando puntos comunes entre la afromexicanidad del son jarocho y la afroamericanidad del blues norteamericano en conciertos con el gran Billy Branch, maestro de la armónica y cantante de blues.
A la par, va surgiendo una nueva generación de soneros. Desde hace varios años, coordinado por Gina Gamboa Pacheco, activista y promotora cultural, un colectivo de jóvenes denominados “Jarochicanos” y al igual un grupo de niños hasta ocho años de edad llamados Son Chiquitos se reúnen con regularidad en el centro cultural Casa Aztlán. Ha formado parte importante de forjar una identidad latina en la ciudad, como comentó Stephanie Martínez, estudiante de la Universidad de Illinois y miembro de Jarochicanos, a quien le encanta el son jarocho porque “es manera de aprender de tu historia y cultura, y convivir con la comunidad”.
Los jóvenes “Jarochicanos” además participan con su música en actividades de justicia social, fieles a la trayectoria del son jarocho que ya desde sus inicios en épocas de rebeliones de esclavos nació con cierto espíritu revolucionario. Por ejemplo, activistas de Immokalee, quienes han sostenido largas luchas a favor de los derechos de los jornaleros en los campos del tomat,e frecuentemente van acompañados de músicos y jaraneros, y a estas y otras manifestaciones han asistido los Jarochicanos.
Además, los Jarochicanos han unido fuerzas con otros jóvenes percusionistas puertorriqueños de la ciudad, inclusive viajando a Veracruz el año pasado a participar en seminarios y talleres y aprender de maestros mexicanos cómo partir de sus raíces africanas comunes americanas para seguir evolucionando una nueva identidad musical al norte de la frontera.
Como comenta Juan Díes, co-fundador de Sones de México, en una entrevista donde analizaba las dos décadas de trayectoria del conjunto, todo este proceso va marcado por el espíritu del inmigrante, quien “tiene que mantener su conexión a sus propias conexiones, pero al mismo tiempo integra mucho de lo que ve y experimenta por acá, pero en el propio estilo de uno, sin olvidarse de las raíces”.
Y así vive y pervive esta música legendaria en nuestra ciudad: seguimos bailando en comunidad al compás de ritmos que escandalizaron a frailes, unieron hace quinientos años a comunidades indígenas, africanas y españolas y hoy aún contienen la posibilidad de ayudarnos a descubrir un nuevo mundo.