Entre a México por la frontera terrestre del norte de Guatemala. Y ya desde los primeros días, la figura de Catalina la española se hizo presente con los comentarios que hacían algunos lugareños y extranjeros que me encontraba por el camino. Hablaban de una mujer de unos 60 años que vivía en un pueblo de las montañas de Oaxaca, San José del Pacífico, que es conocido en todo el país porque allí crecen unas setas alucinógenas que se conocen como hongos de derrumbe. Muchos chilangos (los mexicanos del DF) y gente de otros lugares se acercan hasta San José para hospedarse en su pequeño hotel y pasar una temporada en las montañas.
Llevaba como un mes viajando hacia el norte cuando llegué a Real de Catorce, una localidad que se levanta en las montañas cercanas a San Luis de Potosí y a la que sólo se puede acceder por un túnel pobremente iluminado de un par de kilómetros. El 90% de los extranjeros que llegan a Real lo hacen por una sola razón: para hablar con Dios. A los pies de esas montañas se extiende un desierto infinito donde abundan los descendientes de los indios huicholes, los coyotes y un cactus que ha sido utilizado durante siglos y generaciones en ceremonias místicas, el peyote.
El día que bajé hacia ese desierto, coincidí en el destartalado 4x4 con una pareja de chicos jóvenes. “No creo que pasen de los 20”, pensé. Estuve un rato mirándolos y elucubrando sobre su nacionalidad. Después de unos minutos, me subí al techo del vehículo para disfrutar de la brisa y de las vistas. El chico me acompañó. Nico, 21 años, chileno. La primera pregunta que me hizo fue al menos inquietante:
-¿Has oído hablar de Catalina La española?
-Demasiadas veces, contesté.
-Vale, pues lo que te voy a contar ahora es la historia más increíble que me ha sucedido en mi vida –me dijo sonriendo, sin apartar la mirada-, y yo no creo en brujas ni en cosas por el estilo. Hace un mes estuvimos Daniela y yo en su lugar y, después de una semana, Catalina se llevó a mi chica a dar un paseo y le dijo que estaba embarazada. ‘No puede ser’, le dijo Daniela. ‘Sí, vas a tener una niña’, respondió con seguridad Catalina. Dani me lo contó y cuando nos fuimos de San José y llegamos a Oaxaca compramos un predíctor que nos confirmó que íbamos a ser padres.
-Así que finalmente tendré que ir a conocerla, le dije.
-Deberías, nosotros volveremos a DF en poco y luego vamos al tiro para allá.
Pasé un par de días con los chilenos en un lugar llamado Wadley, el pueblo fantasma. Volví a ver después de muchos años al señor Tomás, a su perro Napoleón, a Natividad, el jefe de los indios huicholes, y al que dicen que es el tren más largo del mundo, el que cruza el desierto camino de los Estados Unidos. Nico y yo también vimos dos arco iris que un día se dibujaron en el cielo al mismo tiempo, pero esa es otra historia.
Volvimos a la capital y, tal como habíamos planeado, llegamos a San José del Pacífico.
La casa-pensión de Catalina está en lo alto de una colina y con los años se ha ido llenando de personajes llegados desde diferentes lugares de América. Un tipo que luchó con la guerrilla en El Salvador y que pinta cuadros miniatura con las uñas. Un gringo que huyó de EEUU cuando estaba a punto de ingresar en alguna cárcel del sur. Una mulata a la que no le gustan demasiado las preguntas. Todos comparten muchos vicios y una sola afición: el ajedrez. Juegan desde las 12 de la mañana hasta la madrugada. Tampoco hay mucho que hacer. Durante las dos semanas que pasé allí, jamás vi perder una sola partida a Catalina.
Cuando, después de acomodarnos en una habitación, los chicos llamaron a Catalina para decirle que sus predicciones eran ciertas y que esperaban una criatura, ella los miró como preguntando: “¿no habréis venido hasta aquí para decirme lo que ya sabía?”.
Fueron días tranquilos, doing nothing, quizá un paseo, alguien cocinaba, si Catalina comentaba alguna cosa sorprendente y le preguntabas, su respuesta era demoledora: “eso me lo dijeron los hongos”. De vez en cuando llegaba alguien para quedarse unos días. Entre partida y partida, Catalina iba deslizando su historia. Nació en Andalucía, cuando su hija cumplió los 25 decidió abandonar su tierra, se trasladó a Roma, luego a México, país en el que decidió quedarse porque allí “nadie se sorprendía cuando decía que veía vírgenes y muertos”.
Como todo, los días en San José llegaron a su fin. Me despedí de los chilenos, de Catalina y de los parroquianos de su casa, algunos de los cuales apenas desviaron la mirada del tablero para despedirse. Nico y Daniela continuaron su viaje por Centroamérica, llegaron a Colombia, tomaron un avión hacia Chile y, lo que es más importante, decidieron que a su hija -a esas alturas ya no tenían ninguna duda de que sería niña- la llamarían Guadalupe, en honor a la Virgen más reverenciada de México.