Felipe Orlando, pintor cubano nacido en 1911, no obstante ser un artista de renombre en otros países, cuya nacionalidad se disputan varios de ellos, resulta un artista poco difundido y estudiado en Cuba. Discípulo de Víctor Manuel y uno de los grandes protagonistas de la vanguardia cubana, Felipe Orlando fue lo que hoy denominamos un artista viajero.
Junto con sus continuos traslados por el continente americano y europeo, su producción recorrió también diferentes modos de expresión artística, en un estilo que nunca fue único o absoluto, sino que continuamente se inventaba a sí mismo.
Las influencias en su producción son múltiples, pues los límites geográficos o culturales no fueron un obstáculo para que en sus obras confluyeran diversas influencias o tradiciones, sin importar su origen. De allí que estén presentes en sus cuadros los preceptos que guiaron la vanguardia de la plástica cubana, el espíritu de la pintura mexicana y la abstracción europea y norteamericana.
En sus primeros años, Felipe Orlando asume la tradición plástica de la vanguardia cubana de los años treinta y cuarenta. Su pintura figurativa acusa un espíritu primitivo, donde las tonalidades son bajas y predominan los colores grises y azules un tanto apagados. Las figuras parecen estar atrapados en un instante que se vuelve infinito y constante, melancólico y atemporal. En obras como Mujer y paisaje (1934) o Retrato de Concha (1940) su estética se vincula a los cubanos Víctor Manuel, Arístides Fernández y Antonio Gattorno, entre otros.
La pieza La casa de las carolinas (1943) inaugura un nuevo período estilístico en la pintura de Felipe Orlando. A partir de aquí, el pintor conforma una estética personal y característica. Permanecen los temas de interiores y el protagonismo de los personajes femeninos, pero los enfoques plásticos se tornan más agresivos. Los empastes son más gruesos, la tonalidad cromática aumenta y los colores se combinan contrastados. Las figuras pierden la univocidad de lo figurativo y el rojo se apodera de la gama cromática.
El fauvismo late fuertemente en piezas como La pianista (ca. 1945) e Interior (1945) en el empleo de colores agresivos y en la perspectiva polifocal del espacio. No obstante, estos cuadros descubren un lirismo intimista y contenido, dado nuevamente por la atemporalidad del momento apresado, los gestos tranquilos de sus figuras y la disposición orgánica de los elementos del cuadro.
En la década del 50 su pintura transita hacia una fase diferente, en la cual el lirismo da paso al gesto expresionista casi surrealista. Su traslado a México influye decisivamente en este cambio. Lo imaginario se adueña de sus cuadros, aun cuando no podemos hablar de un absoluto surrealismo, sino de puntos de contactos evidentes con la pintura mexicana de lo fantástico. Los temas de interiores se convierten en conjugaciones insólitas de elementos en espacios neutros e indefinidos, los empastes retornan a la superficie plana del lienzo, experimenta con las transparencias y veladuras del óleo, pero permanece la fiereza del color, los cromas contrastados y el predominio del rojo.
En 1965 el pintor se establece en España y su pintura, nuevamente, da un giro. Felipe Orlando se sumerge, a inicios de la década de los setenta, en las posibilidades del lenguaje abstracto, norma que extenderá a su producción de los años ochenta. Con un enfoque cercano al informalismo y la abstracción lírica se aleja de los motivos de interiores de su etapa figurativa y amplía su abanico temático. En estas obras comienza a utilizar la técnica del collage, que de alguna manera había ensayado en obras anteriores. El color funciona como el elemento sustancial y estructural del lienzo, en recreaciones de universos y formas genéricas que parten de la explotación de las variedades cromáticas y tonales de los colores. En A Gibara (1980), por ejemplo, predomina el dorado que remite a un espacio de ensueño; en Homenaje a Roberto Diago (1977) prevalece el juego con los tonos del azul marino y en Homenaje a Jacques Roumain (1985) la intensidad del rojo sangre.
La producción de Felipe Orlando se caracteriza, pues, por el predominio del tema como motivo, con cierta vacuidad o tranquilidad lírica, sin grandes complejidades semánticas. Sus piezas son serenas y, a un mismo tiempo, estimulantes y sugerentes en su experimentación formal. Su técnica se encuentra en un punto medio entre la suavidad de las formas y la proyección provocativa de los colores, empastes y veladuras. Su estilo fue un proceso que nunca cesó y que continuamente buscó actualizarse y renovarse.
Felipe Orlando, conocido luego como ciudadano del mundo, fue uno de los pintores más novedosos, auténticos y cosmopolitas del panorama artístico cubano. No por gusto, en el año 2011, el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana presentó una gran muestra retrospectiva de su obra, para dar a conocer en el ámbito cubano una figura que injustamente ha caído en el olvido de la crítica y la historiografía del país.