Tendría unos doce años cuando empecé a preguntarles a mis papás por qué Dios no les permitía comulgar. ¿Qué le pasa a Dios? Me costaba entender por qué en la misa de cada domingo, al momento de la comunión, ellos se quedaban en su sitio y bajaban la cabeza mientras Paula y yo recibíamos la hostia tras una fila larga. Muy larga, de verdad. Tan larga que el coro debía cantar dos veces la misma larga canción.
Me preguntaba qué teníamos los de esa romería que no tuvieran mis papás. Es que era mucha gente y muy diversa: hombres, mujeres y niños de todos los colores, minusválidos, enfermos mentales, pordioseros, vecinos borrachos, vecinas chismosas, ladrones, asesinos y hasta políticos. Todos. Incluso yo, que nunca me he confesado, estaba ahí saltándome el reglamento.
Cuando tuve edad suficiente para saber que mis papás, aunque casados legalmente “vivían en pecado” para la Iglesia Católica, sentía culpa y pasaba cada vez menos a recibir la comunión. Luego, tal vez por la rebeldía gratuita que trae la adolescencia decidí no volver a comulgar y, más tarde, tal vez por la arrogancia del veinteañero, me rehusé a volver a misa. Pudo ser eso, pero hoy siento que siempre hubo esa cuenta pendiente con Dios, con sus representantes en la tierra, con aquella fila de comulgantes y con los misterios de la fe.
Hoy mis papás se casan y volverán a comulgar. Han pasado más de treinta años desde la última vez. De nada sirvió que yo les rogara que lo hicieran con tranquilidad porque se lo merecían, “porque si es verdad que Dios lo ve todo no tendría problema en brindarles a ellos, seres humanos de bien, un poquito de su cuerpo y de su sangre”. Yo, que no profeso su fe, traté varias veces y con cada uno pero no pude convencerlos.
Mi papá era muy joven cuando se casó por primera vez, por eso era difícil que funcionara, pero igual le dieron el sacramento. Puede ser que para la Iglesia sean más importantes esos años previos a las ya más de tres décadas de amor leal e inquebrantable. Tal vez no es suficiente que hayan sido trabajadores y ciudadanos íntegros, humildes, honestos y generosos. De pronto no basta con el ejemplo de ser una pareja libre de vicios, violencia e infidelidades.
Ni que vayan a misa cada domingo o sus hijos a colegios y universidades católicos. Tampoco sirvió que Clara haya dedicado la mitad de su vida a trabajar por la infancia de los desprotegidos aunque la suya no fue la mejor. O que Jorge, que de niño quiso ser sacerdote, haya aprovechado su jubilación para enseñar a orar y a interpretar la Biblia a través de talleres sin ánimo de lucro. Como mis papás debe haber miles de parejas más, pero a veces el amor no es suficiente, el amor episcopal.
Tuvieron que pasar varios años para que sucediera, para celebrar este día. También tres Papas, decenas de citaciones a testigos, declaraciones y firmas de hijos, hermanos y cuñados. Y fotocopias y sobres sellados que cruzaron el Atlántico desde y hacia Roma. Y sacerdotes, mensajeros, notarios, abogados, consejeros y secretarios. Y más declaraciones por si las dudas. Y como todo cuesta dinero, también dinero. Hasta hace unos meses fue un secreto entre Benedicto XVI, mi papá y yo. Hace ya tres años1 me lo confió: “me quiero casar con tu mamá”.
Espero un día tener la edad suficiente para entender cosas que aún no entiendo a mis 28 años, pero qué se le va a hacer, así funcionan los trámites de Dios en la Tierra. No quiero pensar que existe una burocracia espiritual o algo parecido, pero siento que hemos tenido poco espacio para proponerle una relación personal a Dios libre de intermediarios. Sin tantos obispos para cuestionar sus métodos, para proponerle tratos, sin concilios para resolver dudas, sin tures guiados para visitar a su hijo y sin monótonos rosarios para encomendarse a su madre. Y claro, sin jueces con jurisdicción en el amor. Por eso mis papás no habían podido comulgar, por eso yo nunca me confesé y abandoné la religión, por eso las parejas gay se vuelven budistas o anglicanas.
Quiero pensar que no siempre será así, que Dios detesta las diligencias, los prejuicios, las letanías y los despachos, pero por si las dudas, para estar seguro, fui a misa la semana pasada después de diez años. Mis papás lo saben y quise que lo supieran. Allí le hablé a ese Dios de muchas cosas que solo él y yo sabemos. Mientras veía la misma fila eterna para comulgar aproveché para desvanecerme en la butaca y hablarle directamente. Sobre todo hablé de mis papás, le dije que se los encomendaba porque se lo merecían, y que estaba muy emocionado por ellos aunque no pudiera estar ahí.
Le agradecí por hacer que esta vez haya funcionado la maquinaria que puso en la tierra, y me despedí dejándole claro que aunque mis papás ahora tengan su bendición y vivan más tranquilos y felices, yo aún tengo las mismas preguntas de aquel niño de doce años.
1) Los imagino tan hermosos que debo apretar los labios y los ojos para no llorar. Pero hay que llorar igual, porque poco se llora de felicidad. Los imagino saliendo de la capillita tomados de la mano, como esa tarde fresca cuando atravesaron la Catedral de la Ciudad de la Plata. Caminaban indiferentes hacia un enorme mosaico dibujado en el asfalto de la plaza que decía “30 años”. Iban solos, y en su treinta aniversario: perfectos. Hermosos. La foto de su vida, de la mía acaso.