En su estupenda columna “La mexicana alegría”, Juan Villoro alerta sobre la insuperable capacidad de adaptación al estruendo de sus siempre ruidosos compatriotas. En el país donde las fiestas más prometedoras se llaman “reventones”, la diversión sólo es tal si evoca el estrépito y la resonancia de un bombazo. Pero conviene aclarar que el impacto auditivo de la mexicanidad trasciende las situaciones de euforia. La particularidad local consiste en imponer el gusto por el escándalo sonoro mucho más allá de las celebraciones, y sobre todo, permitir que irrumpa justo allí donde menos se lo espera.
Mientras escribo esto, en la amable soledad de mi estudio, escucho que a lo lejos resuenan las trompetas. Que yo sepa, hoy no es un día patrio, aunque las explosiones de algo que podrían ser fuegos artificiales parecen desmentirme. Mientras tanto, en los segundos que tardo en preguntarme qué será lo que se homenajea con tanto ruido, algo o alguien activa la sirena de un coche y el estruendo se mete en mi cerebro y ya no me deja pensar. ¿En qué estaba? Ah, en las trompetas. Pero ya no las escucho, es más fuerte la alarma de la policía.
Para entenderse con la cultura mexicana es necesario incorporar el omnipresente soundtrack callejero a la gimnasia mental, y como aconsejan los maestros budistas, “suspender el juicio”. Aquí, el estruendo no se considera un feroz cuchillazo en el corazón de la tranquilidad, sino un atributo de decoración sonora que enaltece el paisaje urbano. Un shock de energía comparable al picor del chile jalapeño, un monumento a la identidad local tan llamativo como los alegres colores con los que se pintan las casas. Hasta donde yo he visto, la música desafinada del “cilindrero” ["organillero"], los gritos de quienes anuncian los recorridos de los microbuses y los obsesivos pregones de los compradores de chatarra pueden resultarles molestos a quienes se ven obligados a padecerlos, pero en mis casi diez años de vida en el DF jamás escuché a alguien quejarse por lo que la ciudad le hace a los tímpanos de sus habitantes. Al contrario, a muchos les resulta simpático o, por lo menos, divertido. Y si en algún momento a uno también empieza a divertirle, quiere decir que ya no hay camino de regreso. Es la prueba definitiva de que el romance con la ciudad no ha hecho más que comenzar.
Como en todo gran romance, el amor con el DF puede mantenerse inalterable pero eso no significa que la convivencia no atraviese por momentos de mayor o menor comprensión mutua. Al menos eso me pareció sentir la semana pasada, muy poco después del final de mi clase semanal de yoga. El eco de la cálida voz de la profesora aún guiaba el ritmo de mi respiración, en la última de las asanas había conseguido la relajación total de mi cuerpo y con los ojos cerrados me concentré en agradecer el equilibrio que había alcanzado tras poco más de una hora de esfuerzo y búsqueda de lo mejor de mí. Pero ni siquiera había terminado de abrir los ojos cuando el estridente pitido del vendedor de camote inundó la sala y resquebrajó la delicada fragilidad de la calma zen. Como yo aún me encontraba en las proximidades del Nirvana, el estilete del ruido penetrante y agudísimo no logró materializar su amenaza para mi paz mental. Pero sí me recordó que la realidad aturde, y que para que no resulte ensordecedora hay que aceptarla con el buen humor y mejor ánimo que, por cierto, definen a los mexicanos.
“La euforia nacional tiene la peculiaridad de llegar a deshoras y cantando -explica Villoro-. El mariachi es un invento excelente para provocar euforia en latitudes donde no florece la conversación. Con una trompeta en la oreja, poco importa que tus amigos estén ahí como un círculo de piedras. La única obligación social del hombre que oye al mariachi es gritar '¡ajajay!' cada vez que alguien muere o sufre despecho en la canción”. Sin tener en cuenta sus palabras, invité a mi amigo Ricardo a la cantina La Coyoacana, un hermoso lugar de encuentro para amigos, turistas y todo aquel interesado en descubrir el alma mexicana en plena confraternización. Hacía más de un año que no veía a Ricardo y tenía muchas cosas para preguntarle, pero el volumen de la voz y los guitarrones de los mariachis nos ahorraron el diálogo. Tengo que decir, eso sí, que fue una de las noches más divertidas que pasé con él. Ahora que me doy cuenta, sería injusto si no le agradezco al ruido de la cantina que aún nos quede mucho por saber el uno del otro. A su manera, quién sabe si el estruendo permanente que surca el DF no es la escenografía sonora de su declaración de amistad.