No puede entenderse nuestra vida sin la arquitectura. En su interior desarrollamos buena parte de nuestra actividad. Dentro de ella se despliegan nuestras relaciones sociales esenciales, especialmente las íntimas. Cuando decimos, por ejemplo, «en casa los domingos hacíamos…», estamos hablando de lo que solíamos realizar en familia ese día de la semana.

La infancia de la artista Louise Bourgeois (París, 1911 – Nueva York, 2010) no fue fácil, y dicha etapa vital es lo que determina en gran medida nuestra personalidad. Su institutriz, que vivía con ellos, era al mismo tiempo la amante del padre. Una relación que su madre sobrellevaría como pudo asumiendo un papel por una parte secundario pero, por otra, protagonista, al intentar reparar las heridas que sin duda se abrieron. No en vano, ese es uno de los significados de las famosas realizaciones con forma de araña de la escultora: la madre que, tejiendo, protege y sana (el negocio familiar era la restauración de tapices). Por ello, porque se trataba de una casa, de una familia en tensión, la arquitectura en Bourgeois suele ser metáfora de opresión, enclaustramiento, sometimiento. Es el caso de sus cuadros de Femme Maison de los años cuarenta, donde el cuerpo femenino aparece como un híbrido de casa; y es que hasta hace muy poco, las mujeres se vieron prácticamente identificadas con el cuidado del hogar, no sólo de las labores domésticas, como limpiar, cocinar, planchar, etcétera. También formaba parte de su rol esencial la crianza de los hijos y complacencia hacia el marido. «Amas de casa». Dos décadas después ideó ciertas esculturas que remiten a las guaridas o madrigueras de los animales, acaso para señalar de forma más honda toda esta reducción psíquica de la mujer como seno, es decir, su capacidad de dar vida y protección.

Pero sin duda es en sus instalaciones (habitaciones, pasajes, celdas o células como esta) donde este sentido alegórico de la arquitectura se hace más palpable. Así que presentamos en este lugar (antiguo monasterio) esta celda tan diferente a las celdas masculinas de los antiguos monjes cartujos… Se trata de una estructura confeccionada con materiales preexistentes, puertas de naves industriales de Nueva York, la ciudad donde Bourgeois encontró la paz y desarrolló con su marido una vida muy distinta a la que conoció de niña. Se llamaba Robert Goldwater (1907-1973), era historiador del arte y estaba especializado en arte africano.

Si bien, como se apuntaba, esta configuració n desarrolla un espacio opresivo por reducido, que nos evoca incluso, por la existencia de la sierra industrial, a una mazmorra o escenario de tortura, existen algunos elementos que pueden transmitir sensaciones contrarias. La celda tiende a cierta verticalidad, la cual en Bourgeois alude a esa calma antes mencionada, a la aceptación del pasado y a la liberación de haberlo dejado atrás. Lo mismo ocurre con el reverso —que permanece oculto— de la tosca sábana; un forro de raso celeste, color que puede asimilarse a ciertos cielos de la ciudad de los rascacielos (estructuras verticales donde las haya), el paisaje que disfrutó la autora. Estos mensajes, digamos positivos, se refuerzan con la frase repetida, como un mantra o «castigo» escolar, escrita con aguja e hilo (reparación) en su lengua materna: «te amo».

¿Pero a quién ama Louise? Sólo podemos afirmar que se trata de un hombre, pues claramente es un cuerpo masculino, a pesar de estar «histérico» (histeria viene de útero). Un varón decapitado… ¿la figura paterna?, ¿alguien que sencillamente no desea revelar? En cualquier caso, lo más probable es que Bourgeois haya esculpido su psique más profunda, la de una niña liberada bajo el cielo celeste de Nueva York, mostrándonos su propia libido.

(Texto por Bosco Gallardo Quirós, comisario)