Ni los murciélagos son pájaros, ni las ballenas peces.
Y, sin embargo, todos respiran.
En uno de los muchos libros que han acompañado la escritura de este texto había entre sus páginas una hoja reutilizada a modo de marcador que señalaba un capítulo. Esa hoja, ahora reconvertida en otra cosa, contenía la palabra “transferencia” escrita en mayúsculas. En este caso era, sin duda, fruto del resultado de una operación de gestión económica, mecanizada y totalmente plana que sobrevivía ajena al significado que yo ahora le podía o le quería dar. Un significado adscrito a un proceso abierto como es el de la narrativa que acompaña a estas piezas y a su conjunción en un mismo espacio.
Una palabra que asomaba insistentemente para ser mirada y puede que para mirarnos en y a través de ella.
Resulta curioso que, en la frondosa selva de las definiciones, continúe operando un cierto orden simbólico de inclusiones y exclusiones que no hace más que demostrarnos que las fronteras entre las palabras y los gestos son cada vez más imprecisas. Es ahí, en ese territorio de la polisemia, cuando el lenguaje se transforma en un acto de reemplazo, en un elemento que no es sino la envoltura de los pensamientos y que se utiliza a través de estas palabras para mediar y dar sentido a algo. Convirtiendo, si es posible, a la palabra en gesto del cuerpo, aun siendo conscientes de que nos encontramos en un estado de mediación interminable.
A lo largo del tiempo, cualquier intento de definir los símbolos y los gestos se ha convertido en un acto un tanto descorazonador. Esto puede deberse a que el gesto es intuitivo y esquivo, mientras que los símbolos son escurridizos, recordándonos la naturaleza huidiza de las cosas. Porque en este presente eterno de dinámicas aceleradas en el que estamos colgadas, en suspensión, necesitamos enfocar nuestra mirada para atender a esa exuberancia que sigue existiendo en la realidad. Esa realidad abrumadora en la que, prácticamente, casi todo es susceptible de ser simbolizado y que sigue mostrando a tientas la ritualización que esconden los actos cotidianos, que sólo piden ser captados bajo otra simplicidad subyacente.
El acto ritual, por pequeño que sea, es causa y efecto. Atesora, como en una cápsula, un rico universo perceptivo de potencialidad mágica que permite la redefinición dramática de nuestras capacidades corpóreas y, con todo ello, hace desaparecer la identidad en un nuevo adentro y afuera que giran eternamente uno en torno al otro. El rito impregna al gesto y es entonces cuando el proceso manipulativo se puede trasladar de las ideas a los órganos, extendiéndose cual tentáculos que penetran en los músculos, contraen las articulaciones y habitan la respiración.
Nuestra respiración.
Las obras de M Reme Silvestre y Young-jug Tak cohabitan en este espacio durante un tiempo determinado, produciendo en quienes las atravesamos una nueva afección corporizada. Todas ellas encierran cada partícula de lo visible en una latencia inabarcable, haciéndonos copartícipes de una intimidad que parece en principio impenetrable y sugerente a la vez. Como sujetos, nos convertimos en algo así como cómplices de las piezas. Les damos sentido con nuestra presencia cuando el gesto se hace extensivo a la mirada, a nuestros cuerpos o a nuestro oxígeno y todo ello se amplía sin saberlo a quien lo recibe. Porque pertenecer a una multitud nos permite borrar la individualidad y es en esta relatividad contextual cuando llega la mezcla.
En esa suerte de rito de iniciación se atisba la mancha metafórica del alma, que necesita ser redimensionada bajo unos procesos creativos que nos presentan al mundo de forma precisa y sensual, maravillosamente accesibles en un terreno en el que todo posee una autenticidad particular. Y así, bajo una poderosa metonimia erótica, podemos degustar el miedo, la angustia o el placer siendo partícipes de la misma sincronicidad.
El ambiente está cargado de otra gravedad y todo matiz impregnado de significados que ya no están restringidos por las palabras, sino que muestran esos rasgos olvidados y constantes que mantenemos de una concepción mucho más primitiva. El mundo sigue siendo un lugar críptico, revelado ahora como una sucesión de niveles en el que al eliminar toda mistificación podemos continuar extendiendo nuestros apéndices. Apreciando que la materia es maravillosa aunque no tenga un propósito.
Como sujetos caminamos aislados y a la vez todos unidos entre sí, igualados en este espacio por las circunstancias. Somos extrañamente bellos en nuestro ensimismamiento.
Hemos inhalado fuego, sólo que aún no lo sabemos.
Seguimos ardiendo.
(Texto por Diana Guijarro)