I. Las ópticas del Norte y del Sur

Para comenzar, de entrada pareciera casi imposible agregar algo nuevo a las tan traídas y llevadas ideas y a los conceptos de la democracia. No es así respecto a la praxis, a su ejercicio concreto y cotidiano. Contrapoder. Contra el poder establecido. ¿A quién tomar como sujeto central de la praxis democrática? ¿A los individuos o a las comunidades?

En casi todas las universidades occidentales se revisan los textos de Robert Dahl y de Richard Held, para no hablar de los “clásicos” griegos y romanos, o de la Ilustración y, finalmente, de los Siglos XX y XXI. Pero lo que poco o nada se menciona en las Academias y en los grandes medios es la experiencia política de las democracias socialistas (Hermes, H. Benitez; Socialismo y Democrácia; Polis; 2006). Uno se pregunta: “¿Será mejor vivir bajo los regímenes ‘autoritarios’ y más igualitarios de Rusia (antes la URSS), China, Cuba y Vietnam, o bajo las ‘poliarquías’ explotadoras, consumistas y enejenantes de Europa y Estados Unidos?” Tal vez sea un problema objetivo y de conciencia de clases.

Quedan desde luego por conocerse y estudiarse más a fondo las muchas formas de autogobierno de pueblos y comunidades “primitivas” y “tradicionales”, cuyas prácticas de participación social vuelven a ser objeto de investigación etnológica y antropológica en los ámbitos de la organización política y de la democracia. Solo para recordar uno de tantos ejemplos, mencionemos el caso de Oaxaca, en México, donde la mayor parte (417) de sus 570 municipios se rigen por “usos y costumbres” mucho más participativas y “democráticas” que las partidistas y electorales. La óptica de muchos países del Norte y del Sur, de las metrópolis y de las periferias, llega a ser muy divergente.

Democracia, como sabemos, etimológicamente significa “poder del pueblo”. Muchos hablan de democracia, pero pocos saben lo que es. En el mundo de la modernidad se nace y se vive en sociedades más y menos “democráticas”. Todo depende, claro, del color del cristal con que se mire. O mejor aún, de la organización política real de la sociedad en la que uno habita. Nuestra pregunta aquí es: ¿qué tan conscientes, críticos y autocríticos somos, o podemos ser, del régimen político en el que vivimos? ¿Somos demócratas?

II. El caso de Chile

Para un debate racional y razonable sobre toda esta amplia y sugestiva temática, he aquí partes de algunas ideas de interés y actualidad de Ariel Dorfman, a propósito de la muy castigada democracia chilena tras el bárbaro asesinato de Salvador Allende hace medio siglo, reseñado en su momento por el New York Times:

Durante 50 años he estado de luto por la muerte del presidente Salvador Allende de Chile, quien fue derrocado en un golpe de estado la mañana del 11 de septiembre de 1973. Durante 50 años, he llorado su muerte y las muchas muertes que siguieron: la ejecución y desaparición de mis amigos y tantas mujeres y hombres desconocidos con quienes marché por las calles de Santiago en defensa del Sr. Allende y su intento sin precedentes de construir una sociedad socialista sin derramamiento de sangre.

Puedo señalar el momento en que me di cuenta de que nuestra revolución pacífica había fracasado. Fue temprano en la mañana del golpe en la capital de la nación, cuando escuché el anuncio de que una junta dirigida por el general Augusto Pinochet estaba ahora en control de Chile. Más tarde esa noche, acurrucado en una casa de seguridad, ya siendo perseguido por los nuevos gobernantes de Chile, escuché en una transmisión de radio que el Sr. Allende había sido encontrado muerto en La Moneda, el palacio presidencial y sede del gobierno, después de que las fuerzas armadas lo bombardearon y lo atacaron con tanques y tropas.

Mi primera reacción fue de temor. Miedo a lo que podría pasarme a mí, a mi familia y amigos, miedo a lo que estaba a punto de sucederle a mi país. Y luego fui vencido por un dolor que nunca se ha levantado del todo de mi corazón. Se nos había dado una oportunidad única y luminosa de cambiar la historia: un gobierno de izquierda elegido democráticamente en América Latina que iba a ser una inspiración para el mundo. Y luego lo habíamos arruinado.

El General Pinochet no sólo puso fin a nuestros sueños; marcó el comienzo de una era de brutales violaciones de los derechos humanos. Durante su gobierno militar, de 1973 a 1990, más de 40.000 personas fueron sometidas a tortura física y psicológica. Cientos de miles de chilenos —opositores políticos, críticos independientes o civiles inocentes sospechosos de tener vínculos con ellos— fueron encarcelados, asesinados, perseguidos o exiliados. Más de mil hombres y mujeres siguen entre los desaparecidos, sin funerales ni tumbas. Cómo recuerda nuestra nación, 50 años después, el trauma histórico de nuestro pasado común no podría ser más importante de lo que es ahora, cuando la tentación de un gobierno autoritario está aumentando una vez más entre los chilenos, como lo es, por supuesto, en todo el mundo. Muchos conservadores en Chile hoy argumentan que el golpe de 1973 fue una corrección necesaria. Detrás de su justificación se esconde una peligrosa nostalgia por un hombre fuerte que supuestamente se ocupará de los problemas de nuestro tiempo imponiendo orden, aplastando la disidencia y restaurando algún tipo de identidad nacional mítica.

Hoy, cuando alrededor del 70 por ciento de la población ni siquiera había nacido en el momento del golpe militar, es fundamental que las personas tanto en Chile como en el resto del mundo recuerden las terribles consecuencias de recurrir a la violencia para resolver nuestros dilemas y caer en la división en lugar de luchar por la solidaridad.

Sin embargo, lo que era una oportunidad radiante se había sentido como una amenaza para varios de nuestros compatriotas que vieron nuestra revolución como un asalto arrogante a sus identidades y tradiciones más profundas. Esto era especialmente cierto para aquellos que consideraban sus propiedades y privilegios como parte de un orden natural y eterno. Estos antiguos dueños de la riqueza de Chile, con el apoyo de la Casa Blanca del presidente Richard Nixon y la CIA, conspiraron para sabotear el gobierno de Allende. No hubo luto entre los ricos y poderosos esa noche del 11 de septiembre. Estaban celebrando que Chile se había salvado de lo que temían que se convirtiera en otra Cuba, un estado totalitario que los borraría del país que reclamaban como su feudo. El abismo que se abrió ese día entre las víctimas y los beneficiarios del golpe persiste, muchos años después de la restauración de la democracia en 1990.

A partir de entonces ha habido algunos progresos en la creación de un consenso nacional en el sentido de que las atrocidades de la dictadura nunca más deben ser toleradas. Pero en fecha reciente la derecha radical de Chile y más de un tercio de los chilenos han expresado su aprobación al régimen de Pinochet. Por lo tanto, no se ha llegado a un consenso sobre el golpe en sí, a pesar de los esfuerzos del actual presidente de Chile, Gabriel Boric. Boric, que tiene solo 37 años y es admirador de Allende, intentó que todos los partidos políticos firmaran una declaración conjunta que declaraba que bajo ninguna circunstancia se puede justificar un golpe militar. Los partidos de derecha se negaron a firmar la declaración.

El testimonio que hemos transcrito, de un intelectual chileno con toda la autoridad para levantar la voz y alertar sobre los nuevos peligros que se ciernen sobre su patria, es una clara e inequívoca llamada de atención. No solo para Chile, sino para toda nuestra América y una buena parte del mundo. Las derechas más radicales se disponen a volver a golpear. Y, frente al asalto de la violencia bruta, una vez más, solo queda la movilización general, decidida y oportuna de las bases sociales y populares más conscientes; de quienes luchan siempre, toda la vida, para cambiar el mundo y echar por tierra las vergonzosas injusticias y las más indignas desigualdades. Es tiempo de volver a actuar y gritar con el Allende de Dorman: “¡Aquí estamos¡ ¡Seguimos!”.

III. Red Global para Garantizar la Integridad Electoral

Aún en los ámbitos de las derechas democratizantes, desde una perspectiva claramente liberal o neoliberal, la Red Global para Garantizar la Integridad Electoral lanzó un nuevo informe donde describe los principios clave para llevar a cabo reformas electorales que se alineen con las mejores prácticas globales y fomenten la confianza entre las partes interesadas. Lanzada en 2023, la GNSEI reúne a más de 30 organizaciones y redes comprometidas con la promoción de la integridad electoral (Informe completo).

La creciente ola de desigualdad política y económica, corrupción, polarización política y autoritarismo, plantea inmensos desafíos para garantizar las normas democráticas y los derechos humanos en todo el mundo. Además, esta ha complejizado el entorno global de las elecciones. Estos desafíos sistémicos han provocado un marcado descenso de la satisfacción con la democracia y han exacerbado las barreras para las personas marginadas, las cuales pueden aprovecharse para debilitar las instituciones democráticas y socavar la confianza en las elecciones. Estas amenazas se ven magnificadas por la rápida evolución de las tecnologías, las repercusiones políticas del cambio climático, los conflictos a gran escala y las respuestas antidemocráticas a las emergencias nacionales.

Desarrollados a través de más de 50 consultas con diversas partes interesadas en todo el mundo, los “Principios” tienen como objetivo generar una comprensión compartida y confianza en los procesos de reformas electorales, que en última instancia conduzcan a elecciones más democráticas. Los Principios están diseñados para adaptarse a los contextos de cada país.

Los Principios clave incluyen:

  • Principio 1. La creación de consenso político es fundamental para cualquier proceso de reforma electoral.
  • Principio 2. Los procesos de reforma electoral deben ser transparentes.
  • Principio 3. Los procesos de reforma electoral deben ser inclusivos.
  • Principio 4. Los procesos de reforma electoral deben basarse en evidencia y una visión a largo plazo.
  • Principio 5. Plazos y recursos adecuados para un proceso de reforma electoral viable y democrático.
  • Principio 6. Las estructuras de rendición de cuentas claras son esenciales para los procesos de reforma electoral.

¿Quién podría oponerse legítimamente a estos Principios? Una democracia significativa jamás será posible si no se celebran elecciones creíbles. Si son auténticas, plenamente inclusivas, transparentes, creíbles y periódicas, resolverán pacíficamente las luchas por el poder, ofrecerán un entorno seguro para expresar diversas opiniones políticas y establecerán la legitimidad de los gobiernos. Muchos países han avanzado considerablemente en la celebración de elecciones más democráticas. En las últimas décadas, muchos organismos electorales han reforzado su capacidad, resiliencia y profesionalismo, y la sociedad civil ha adoptado un rol más significativo para impulsar unas elecciones transparentes e inclusivas. Los esfuerzos fiables de observación electoral ciudadana (nacional) e internacional se han extendido por todo el mundo.

Las democracias contemporáneas requieren e implican mayor apertura y participación social, individual y colectivamente, a partir de condicionantes y principios como los arriba enunciados. Solo de esa manera podrán construirse bases para conformar verdaderas y genuinas estructuras políticas progresivas.