Todo está tejido en la sutil danza entre el caos y el orden; fluidez y estructura coexisten en equilibro, desbordándose y conteniéndose mutuamente, Cielo y Tierra se unen en un mismo espacio-tiempo. En ese vaivén donde los límites se desafían, el proceso creativo de la artista se revela como un espejo de la existencia misma; y así, como el Tao, que es al mismo tiempo luz y sombra, emerge marcando el comienzo de un viaje de introspección.
Agustina nos propone ser testigos de un proceso, de su propio proceso, y quizás también, de quien inicia un camino de búsqueda hacia el intento de descifrar o comprender, aunque sea inevitablemente parcial, la complejidad propia de la existencia.
Bajo una gran influencia de la estética japonesa, la filosofía taoísta y tras largas conversaciones sostenidas con el I Ching, las piezas aquí reunidas buscan revelar lo esencial del mundo y lo sustancial de cada elemento. En estos paisajes, las nubes parecen habitar la montaña, como si se anidaran en su interior, mientras que el agua se agita sobre ella.
Son escenas rítmicas, complejas e intrigantes que la artista configura invocando a una naturaleza salvaje que, aunque siga sus propios principios, se estructura bajo el orden que ella sugiere.
Chaufan, como alquimista y maga de su obra, utiliza el lápiz para proponer un sistema a través de la diagramación de cuadrículas. En cada cuadrado, pareciera que explora el diálogo entre el hacer, rígido e impenetrable y la fluidez natural del universo. De esta forma, trabaja creando espacios con la intención de organizar el caos casi como si se tratara de un conjuro mágico.
Lo cautivante de esta fragmentación, es que además le brinda a las piezas un carácter mutable y lúdico, puesto que no tienen una única forma determinada de ser, sino que encarna múltiples configuraciones posibles. Según como se disponga su diagramación y como uno se encomiende al destino, será su forma final.
Así, la dialéctica presentada en la sala, deja de ser una mera intención estética o solo un juego visual, sino que se convierte en un reflejo de esa búsqueda de sentido. Donde cada obra —estructurada a través del cuadrado como símbolo y unidad de creación— actúa como una historia en sí misma dentro de una narrativa más vasta.
Al final del pasillo, posada sobre un terciopelo negro, aparece una pieza que parece marcar un giro en la atmósfera y se manifiesta como un susurro que pide atención. El oráculo ha hablado por última vez: este es un espacio de recogimiento, un punto final. Aquí, fragmentos dorados brillan como trazos de luz en la oscuridad, reina la calma y el vacío lo llena todo. No es solo el cierre de un ciclo, sino la promesa de un retorno.
El conjuro, entonces, no se presenta como un acto improvisado ni azaroso. Es un proceso en continuo movimiento, una manera de habitar la conciencia. Agustina Chaufan, en diálogo con su propia transformación, reescribe a su antojo la realidad que desea contemplar y nos invita a habitarla con ella.
(Texto por Eugenia Amodio Buenos Aires, octubre 2024)