Las paredes se alzan al ras del suelo; son caras de un cuerpo mayor que sostiene aquello que nos protege de la intemperie. También pueden funcionar como fronteras que dividen el adentro del afuera y acumular en sus capas el tiempo y guardar memorias de la vida pública, social y política de una comunidad. Muros nuevos e históricos, pequeños o robustos, cada superficie se presenta de frente y de perfil, y esa realidad no está exenta de misterios. Es posible que, súbitamente, una nueva dimensión se abra ante nosotros.

Invitado por el Museo Moderno a desarrollar un proyecto específico para repensar la fachada del edificio, el artista argentino Elian Chali (Córdoba, 1988) propone una pintura mural y, sorpresivamente, construye un nuevo espacio en el museo. Olas rojas, amarillas y verdes a lo largo de 330 metros cuadrados hacen aparecer un plano inesperado que, curiosamente, siempre estuvo allí. Con su construcción característica de imágenes geométricas, mínimos recursos de diseño y colores primarios, este gran artista proyecta nuevas luces sobre una superficie que hasta entonces estaba en sombras.

Chali se lanza a transformar edificios patrimoniales y se pregunta sobre su vitalidad y vigor. Su práctica recoge la tradición del arte urbano, como el grafitti, al que incorpora en su necesidad de expresar visualmente un cuestionamiento hacia la autoridad que detenta la narrativa histórica oficial, muchas veces encarnada en los muros de los edificios públicos. Sus obras se proponen interrumpir la linealidad del tiempo y modificar la estabilidad de la apariencia en aquellas construcciones que el devenir de la historia pareciera endurecer. Sin embargo, el artista lo hace con una visualidad inocente y festiva, de modo que su intervención política no asume el canon gráfico de la protesta. Su marca personalísima se desplaza por las ciudades con el fin de ofrecer experiencias de color a escala monumental, creando planos, reflejos y rebotes que envuelven por igual los cuerpos y las cosas. La enorme escala de sus trabajos manifiesta su impostergable necesidad de intervenir y problematizar los íconos urbanos y, con ellos, las voces dominantes de las ciudades. Chali tensiona esas relaciones de fuerza elastizando las narrativas arquitectónicas, en especial aquellas que organizan con rigidez –hasta la exclusión– nuestras experiencias comunitarias. Con Chali, el edificio del Museo Moderno cambia temporalmente su perfil más visible y, ante la inclemencia de los tiempos que corren, se abre al barrio de San Telmo extendiendo su rol social. El artista propone suavizar los límites, facilitar el encuentro y celebrar el juego. Acaso sea su manera de crear amparo.

En sus diversos frentes de acción, la calle, los muros, las instituciones y el activismo «disca» –que nuclea a identidades y corporalidades con diversidad funcional y/o discapacidad–, Chali disputa el poder que organiza lo sensible. En su avanzada ha elegido con audacia los recursos que amplifican su fuerza, su urgencia y sus convicciones. Como una marea de energía, los colores primarios estallan y hacen oscilar todo a su alrededor; la abstracción ablanda los planos y la geometría organiza el torrente. La obra de Chali desafía la gravedad de los tiempos actuales y nos recuerda que el arte desata una pulsión vital necesaria para recuperar la confianza entre las instituciones y las comunidades. Plano inesperado, en el Museo Moderno, es una invitación a imaginar ciudades vibrantes que puedan redistribuir más generosamente los modos de estar y de compartir el espacio público.

Bien. Ya tenemos muro;
hay que mirarlo, ahora,
imaginar la casa.

(Fabio Morábito)

(Curaduría: Carla Barbero)