Es una idea casi asumida que lo que llamamos Occidente se encuentra en declive relativo. De un Occidente invencible y una Europa controlando la mayor parte de Asia o África en 1914, queda hoy una configuración “deseuropeizada” en un tablero global profundamente cambiado. China y otras potencias han contribuido a diseñar un escenario multipolar, con nuevas correlaciones de fuerza en todo el espectro del poder. El centro de gravedad geopolítica se trasladó hacia la zona asiática, al igual que antes del surgimiento de Europa en los albores del siglo XVI, mientras la demografía occidental que ocupaba un tercio de la población total a principios del siglo XX hoy representa apenas un 12% de la plebeya mundial.

La percepción de este declive relativo sigue siendo contradictoria y borrosa, particularmente al interior de la esfera occidental. El predominio de los herederos de Europa fue sin precedentes durante el último siglo y tendió a opacar cualquier degradación de su potencia en las percepciones. Esto viene reforzado por el hecho de que históricamente el Oeste fue regularmente atravesado por cismas o líneas divisorias en su interior. Una de las consecuencias tangibles de esto es que en el “viejo” mundo, las élites viven hoy muchas veces en un estado de mayor desacople con su sociedad y una suerte de nostalgia por un antiguo esplendor. El reciente triunfo electoral de Donald Trump en los Estados Unidos da muestra de eso. Por un lado, revela el afán de la Nación estadounidense de volver a ocupar un rol activo en el marco de una globalización más competitiva y compleja. Por otro, expresa el despertar político de una sociedad norteamericana tambaleada por la nueva realidad geopolítica y por años de desindustrialización y autoflagelo institucional.

En los hechos, esta evolución general no es separable de una verdadera guerra híbrida librada por los rivales internos y geoestratégicos del Oeste, en pos de debilitar el orden global sellado después de 1945 e instalar la idea de su declive definitivo. El conflicto ruso-ucraniano es uno de los puntos focales donde este orden está confrontado sobre todo militarmente, pero también geoeconómica e informacionalmente. Pero de igual o incluso mayor importancia que la dimensión militar, varias dinámicas de guerra por el ámbito social, o political warfare en el léxico anglosajón, han participado en la fracturación de este orden en el marco de una conflictividad extendida, particularmente en el campo inmaterial, del mismo modo que la alianza occidental lo ha venido practicando contra sus adversarios y contra sus propios aliados. Dicho de otra manera, se ha venido reconfigurando la confrontación entre un Occidente heterogéneo y sus rivales en materia de political warfare, con implicaciones muy concretas en la evolución geopolítica que observamos en el tiempo.

La matriz de combate comunista y sus mutaciones

La matriz comunista ha ocupado y sigue ocupando un lugar singular en este marco. Nacida con Carlos Marx a finales del siglo XIX, el comunismo se inspiró de una escuela de pensamiento fundada en el gnosticismo, el hermetismo y la dialéctica sociológica, con la influencia de Rousseau, Hegel y Kant, y otros elementos anteriores que no podremos abordar en detalles aquí. Marx fue su mejor sintetizador y plasmó una primera versión del marxismo en la perspectiva combativa del materialismo histórico que todos conocemos.

El gnosticismo, muy esquemáticamente, es una alteración del modo de pensar que puede conducir, siempre según el fin perseguido, a atacar tres pilares de cualquier sociedad: su fe, su razón y su orden legal. Plantea un modo de comprensión superadora de la manera en que se mira el mundo e induce otro camino para insertarse en él como ser humano y como sociedad. Mientras la concepción del progreso moderno plantea adecuar mejor la vida humana a la realidad existente, el gnosticismo revierte la ecuación, dirigiendo la mirada hacia un mundo utópico que no existe y que además tiene todas las probabilidades de no poder existir. Por eso Marx ha sido visto como el inventor de un nuevo “opio” de los pueblos, es decir como uno de los fabricantes de una nueva fe y razón susceptibles de enrolar las masas por fuera de sus raíces religiosas y culturales tradicionales.

El historiador Arnold Toynbee lo comenta en estos términos en su libro Manking and Mother Earth:

El marxismo, como el budismo, es teóricamente ateo. Pero, al igual que el darwinismo, el marxismo proporciona un sustituto de Yahvé, el dios del judaísmo, del cristianismo y del islam. El sustituto de Darwin es la Naturaleza, cuya acción selectiva es entendida como modo de favorecer a ciertas razas. El sustituto de Yahvé para Marx es la “necesidad histórica” y su “pueblo elegido” es el proletariado industrial.

La primera versión del comunismo apuntó a la destrucción del capitalismo mediante la toma del poder y de los medios de producción. En China, la experiencia combinada del confucianismo, del leninismo y del maoismo permitió incorporar la metodología de vanguardia y de la dialéctica, sumándole una modalidad de guerra revolucionaria que logró revertir exitosamente una situación semi-colonial iniciada desde 1840 con las Guerras del Opio. En la misma óptica, Mao Zedong alcanzó a subvertir la cultura tradicional designando a los “Cuatro Viejos” de China (las costumbres, la cultura, los hábitos y las ideas) como elementos para ser borrados. Con el Gran Salto hacia Adelante en 1961, fracasa en lo cultural, lo económico y la paz interna, de modo semejante al proceso seguido por la Unión Soviética hasta 1990.

Ya en los años 1920 y 1930, el neomarxismo había formulado su desplazamiento de la economía al campo de la cultura. Max Horkheimer, Georg Lukács y Antonio Gramsci formalizaron una segunda matriz comunista a raíz precisamente de su choque contra la solidez cultural de la esfera occidental (instituciones, religión, valores). La mirada estratégica trataba entonces de subvertir y fisurar esta base, en particular desde la Iglesia, la cultura y la educación.

En los años 1960 y 1970, Hélder Câmara y Paulo Freire dieron forma a un tercer marxismo en América del Sur con una radicalización plasmada en la teología de la liberación, la cual dará forma más adelante a la teoría crítica de la educación que se propagará en todo el sistema educativo occidental. Esta corriente entra en resonancia con el postmodernismo de Marcuse, Lyotard, Baudrillard, Deleuze o Foucault, postulando que el conocimiento se construye más en función del poder que a partir de los modos de aproximarse de la realidad existente.

Durante estas mismas décadas, el marxismo castrista optaba por la lucha armada pseudo-revolucionaria en Sudamérica, mientras los neomarxistas de otros lugares venían perdiendo apoyo y empezaban a infiltrar a las universidades y las instituciones al margen de la acción violenta. Más tarde en 1990, con el fracaso efectivo de la lucha armada y la caída de la Unión Soviética, el castrismo lanzó una agenda político-cultural adoptando la nueva partición de combate de la izquierda internacional.

En los años 1970, la rivalidad entre Rusia y los Estados Unidos empujó a estos últimos a acompañar la transformación de China de la mano de Deng Xiaoping. Aunque pueda sorprender, el trío Henry Kissinger, Richard Nixon y David Rockefeller selló un modelo de capitalismo combinando teoría política comunista y corporativismo fascistoide con una proyección global. Del lado occidental, echaron las bases de un marco de gobernanza global a raíz de los Objetivos de Desarrollo (SDGs), la Agenda 2030, el clima y el Net Zero, las pautas ESG, etc., con el objetivo de hacer decrecer el Oeste, concebido entonces como un enemigo a someter a esta nueva orden bipolar.

La estrategia Cloward-Piven1, concebida para socavar a los Estados Unidos desde dentro, sobrecargando sus recursos y generando conflictos internos, incluso mediante la inmigración ilegal masiva, formó parte y sigue formando parte de esta dinámica. En China, Deng Xiaoping fusionó varias culturas de combate (marxismo, maoismo, capitalismo, fascismo), haciendo su ingreso en el capitalismo desde un modelo corporativo cartelizado, controlado por el Partido Comunista chino y exento de las restricciones impuestas al Oeste.

El propósito de este proyecto “comunista-fascista”, llevado adelante en colusión paradojal con China, es hacer de Washington y Pekín las dos superpotencias mundiales y usar la trampa de Tucídides como amenaza estratégica para cancelar cualquier pretensión de potencia. Plantea nada menos que empobrecer a los países occidentales, controlar su energía, su agua, su demografía y su alimentación, erosionar las soberanías nacionales, así como también sentar las bases de un gobierno global. Esta nueva fase de la matriz de combate comunista, todavía mal percibida, es hoy la más peligrosa y la que tiene más impacto geoestratégico, si bien no tiene por ahora frentes militares abiertos.

En las décadas de los 1980 y 1990, la nueva izquierda empezó a interiorizar el postmodernismo. Georges Soros formalizó su método de la “reflexividad” como medio de generación de conflicto en el terreno de las percepciones, recurriendo también al método dialéctico hegeliano. Este método se exportó luego a China y consolidó la nueva fase que mencionamos. En 1989, nace la interseccionalidad y el multiculturalismo como fusión entre el maoismo cultural, el enfoque identitario y la epistemología constructivista crítica. El wokismo se cristaliza en este semillero. Con la elección de Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los 1980, las izquierdas pusieron el rumbo en la “reconstrucción de la cultura”, rechazando toda postura de verdad objetiva, mientras los socialistas fabianos en los Estados Unidos lograban penetrar y debilitar la administración de Reagan.

De los años 2000 hasta la fecha, estas ideas continuaron mutando y se amplificaron mediante la emergencia de la sociedad de la información. Se formaron la teoría crítica racial, la teoría post-colonial, el wokismo, todos aprovechando las principales debilidades del Occidente, mucho menos económicas e institucionales que sociales, raciales e identitarias. Esta matriz ocupa hoy la mayor parte del Partido Demócrata en los Estados Unidos y las formaciones socialistas, de centro-derecha o derecha en Europa. En la arena política, no se guía por el eje clásico izquierda-derecha, sino en un nuevo eje tiranía-libertad que entrelaza formaciones de izquierda o derecha según los contextos.

Para no concluir

Existen otras matrices de combate que apuntan también al bloque occidental, entre ellas el islam combativo, el eurasianismo y la cuarta teoría política (Rusia) o la comunidad global de destino de China. Son elementos de un nuevo panorama conflictivo que veremos en próximos capítulos. Abonan a un estado de guerra sistémica, ejercida preferentemente en el terreno inmaterial de las percepciones, de las creencias y del conocimiento, entramando según los casos frentes militares, geoeconómicos y políticos. Constituyen un ciclo de guerra de quinta generación, tal como lo señalan varios analistas militares, a los cuales pocos aparatos estratégicos están preparados.

Heredero de Atenas, Roma, y Jerusalén, Occidente es una matriz cultural cuyos pilares son la razón, la fe y la ley, plasmados en el reconocimiento del sujeto, la democracia y el Estado de derecho. La trama operativa en la cual pivota esta matriz de combate logró formar un modus operandi para atacar a estos pilares según una lógica subversiva. Otras culturas de combate se inspiraron de ella. Siempre sorprende que Occidente no haya aprendido a sortear los enemigos salidos de sus propias entrañas.

Notas

1 Para ampliar sobre la estrategia Cloward-Piven, acceda al siguiente enlace.