Ganar o perder las elecciones en una democracia es lo más normal del mundo y no debería asombrar a nadie. El triunfo indiscutible de Donald Trump, tanto en el colegio electoral, en la gran mayoría de los estados y además en el porcentaje de los votos ciudadanos, ya no es un hecho tan simple.
No solo porque Trump tiene una condena judicial, tiene abiertas otras cuatro causas y fue el instigador del asalto al Congreso cuando perdió las anteriores elecciones, sino porque es la expresión de una profunda crisis de la democracia en uno de los países donde nació hace 248 años. Y lo más alarmante es que ni siquiera nos sorprende.
La democracia en los EE.UU. afronta una gran crisis y esa sociedad cada día da muestras de graves síntomas de muerte cerebral, pero aún en su previsibilidad, este nuevo triunfo de Trump es un síntoma tan agudo que asusta.
La democracia no está en una crisis terminal solo en los Estados Unidos, es una pandemia en todo el mundo y en particular en Europa, otra de sus cunas. El triunfo de Trump es el síntoma más agudo de esta enfermedad y se ha reinstalado en la principal potencia mundial.
Dos candidatas demócratas han logrado embellecer y hacer presentable la figura de un personaje moralmente grotesco y a veces hasta ridículo, porque no comprendieron lo fundamental: que Trump expresa la parte enferma de la sociedad norteamericana, la que está profundamente insatisfecha y acepta que su candidato esté afuera de los vínculos morales y políticos y que incluso enturbie el famoso Sueño Americano y agreda la democracia y la libertad.
Es la derrota de la inteligencia, de la clase media culta que ha sido la base del progreso de ese país durante décadas y la ha sustituido por los sectores sociales más frustrados y enojados a los que la democracia, la justicia, la moral pública les importa bastante poco.
Es la victoria de los sectores más feroces del fanatismo religioso, de los que han logrado qué en varios estados de la Unión, se puede ir a la cárcel por enseñar en una escuela la teoría evolucionista con base científica y se permita solo la interpretación bíblica o que entre los guardias del Gran Cañón del Colorado no se mencione que su antigüedad es de 5 o 6 millones de años, porque podría ofender a los religiosos fanáticos. En otro plano, su satán preferido, Irán, que también va regularmente a las urnas, elige un ayatola que tiene sumergido el país en el medioevo y en el fanatismo y que ni siquiera es capaz de comprender que su inferioridad tecnológica en relación a Israel, otro país cada día más dominado por el fanatismo genocida, no aconseja atacarlo con misiles y bombas que nunca llegan a destino y que recibirán una respuesta incontenible.
La base de esta crisis es muy profunda y es global, mientras se sigan ampliando todos los días las diferencias entre los más escandalosamente ricos y los más vergonzosamente pobres, la democracia seguirá en esta pendiente. No es un ciclo, es una nueva etapa histórica.
La pobreza más brutal y elemental nunca puede ser la base de la democracia, me refiero a la imposibilidad de comer, de curarse, de educarse, de tener acceso a la cultura para miles de millones de seres humanos. Esas enormes masas abandonas son pasibles de ser chantajeadas, coaccionadas, usadas como masa de maniobra para torpedear las democracias y para debilitar el propio concepto del progreso, del desarrollo, del avance histórico.
Ahora los emigrados en los Estados Unidos, tiemblan y rezan, aunque otro presidente de los EE.UU. Barak Obama, los expulsó masivamente, superando las cifras del mandato de Trump y su prometido muro de todos los lamentos para millones de latinoamericanos. Y esos mismos emigrados, ahora legalizados en Florida y en los estados del sur le dieron una cómoda mayoría a Trump.
En materia de política internacional cambiará poco, seguirá apoyando el genocidio de Israel y otras guerras y su centro seguirá siendo el choque con China y el peligro de que el dólar deje de ser la bandera y el ariete del dominio mundial.
Trump ya lo demostró, odia a Europa y lo seguirá demostrando, apoyándose en los países del viejo continente gobernados por la ultra derecha, como Hungría, Polonia, Italia, Rumania, Chequia, Bulgaria y los que sean conquistados por el nuevo credo.
Entre tantas certezas, queda por ver que hará con la guerra Ucrania y Rusia y ya en otro extremo ya sabemos que América Latina no es una de sus prioridades. Y daría para alegrarse.
El problema, la grave crisis de la democracia, no está en sus formas, en las urnas decadentes, sino en problemas mucho más profundos, en la cultura, que no es la que propone Trump y sus seguidores en el mundo, la del individuo que se impone a la sociedad, a la colectividad.
Es exactamente lo contrario es el individuo que construye certezas y futuro en la relación con los otros y alimenta la confianza en la democracia y en la libertad, en sus valores más humanos y básicos.
La izquierda, el progresismo posiblemente aprenda un poco más que el remedio a esta crisis no son los regímenes antidemocráticos y fallidos que se proclaman de izquierda, sino una nueva elaboración teórica, cultural y épica sobre la democracia y el progreso.
Y los demócratas en los Estados Unidos deberán ajustar tanto su aparato político en todo el territorio, como su relato, su capacidad de hablarle a la gente, del pan y de la leche, del trabajo y la salud y de la paz en el mundo y prepararse para una dura batalla cultural.