La primera vez que lo escuché nombrar fue al leer en el diario la descripción del primer descenso de guías peruanos en un río chileno que ya iba adquiriendo reputación mundial. Dos cañones clase V, máximo grado de dificultad, nombrados Ñireco y Royal Flash, respectivamente, garantizaban el fluir de adrenalina.

Corría el verano del 88, yo ya había incursionado en distintos ríos y soñaba con dedicarme a tiempo completo a domar sus aguas. Sabía que debía quemar etapas, prácticas constantes y los mejores maestros indicaban que iba por buen camino. Ese mismo año, después de trabajar en dos secciones del Urubamba, tuve mi primera excursión en el Alto Urubamba, llevando clientes europeos por la selva cusqueña. Ese fue un ascenso, el rápido Jijunay fue el primer nivel IV que logré conquistar.

Fico, alias el Kamikaze, protagonista en el artículo periodístico, y yo cultivamos amistad. Él ya había demostrado su pericia al descender rápidos en el Perú. Ahora cuenta con una clientela más selecta, ya que alternaba con hombres de negocios, políticos o gente adinerada en busca de adrenalina, como anécdota. Un hermano del presidente chileno ya había navegado con él.

Era mi primera incursión internacional al sur de Chile, y después de remar un mes el Trancura, un clase III divertido, decidí ir a probar suerte en un río para el que que aún no estaba calificado para remar. Laborando como asistente era lo más cercano al río que anhelaba conquistar.

Manejaba el carro de apoyo, armaba carpas, colectaba leña y asistía en la cocina o el bar por 30 dólares diarios. Los guías ganaban 120 y es allí donde yo quería llegar. No era un asunto de dinero, era una pasión que me hacía entrar en febril ebullición.

Retorné al verano siguiente a trabajar en Pucón y luego viajé al Bío Bío, a recorrerlo otra vez. Tuve oportunidad de remar algunos rápidos, pero seguía en plan de aprendizaje. Volví al Cusco y corrimos el Apurímac, con Fico, sin bote de apoyo o seguridad, algo que rayaba con la imprudencia, mientras tanto seguía acumulando “horas de vuelo”.

El terrorismo había ahuyentado los pocos turistas que visitaban el Perú y Fico se fue a vivir a Costa Rica. Tuve la oportunidad de remar el Apurímac con clientes en dos oportunidades ese año y no me fue tan mal. Me volteé una vez, sin consecuencias negativas. Retorné al año siguiente al Bío Bío para mi debut. Estaba más cuajado y me sentía listo para demostrar mi valía. Trabajé seis grupos ese año, y tuve una volteada. Si un guía te dice que nunca se ha volteado, no es su gran pericia, es solo falta de experiencia.

Algunos de los clientes que más recuerdo fueron una pareja de estadounidenses con dos hijos menores, de 12 y 14 años. En el cañón de Ñireco nos detuvimos en un scouting, es decir, una exploración en uno de los rápidos más difíciles de correr. Caminamos al margen derecho y tuvimos la oportunidad de observar dos botes entrando al rápido. El primero tuvo la mala suerte de caer en un enorme hueco que hizo que un lado del bote se fuera levantando y al caer todos al agua finalmente se volteara. Ante nuestra atónita mirada vimos a gente nadar para descubrir que uno de ellos desapareció bajo el agua. Estaba tan impresionado que esperé el desenlace.

Un tronco cruzado a lo largo del río nos hizo descubrir que existía una trampa mortal. Era mi turno y esta experiencia me había puesto muy nervioso. Les dije a los clientes que yo bajaría solo, tenía los remos centrales y podía lograr el cometido. Me sorprendió descubrir que ellos también querían descender a pesar del gran peligro y tuve que aceptar su elección, pero cuando los escuché decir que los hijos también correrían, me molesté brevemente con ellos. ¿No se han dado cuenta lo que ha ocurrido en nuestras narices? Ustedes deberían proteger a sus hijos y evitar arriesgarlos. Confiamos en ti, José, fue la respuesta que me dejó sin argumentos. No quedó otra opción que caminar en silencio hacia el bote y fiarme que todo iba a estar bien. Cosa que sucedió. El cuerpo permaneció varios días bajo el agua, hasta que pudo ser rescatado por buzos.

El hotel de los corazones rotos fue el nombre impuesto al mejor campamento, y era donde una familia mapuche nos cobraba por instalar nuestras carpas. Termas de agua caliente y árboles de avellanos completaban un idílico lugar. Victorino era el patriarca y le gustaba embriagarse con nuestro surtido bar. Chanchos que destapaban los coolers y ovejas pastando por doquier son parte de mis recuerdos.

Siete años duró mi experiencia en este río y si no fuera porque se construyó una represa y ahora los rápidos yacen bajo una laguna artificial, tal vez no hubieran sido solamente treinta y tres los descensos en este espectacular cañón. Sigo remando a pesar de contar con edad suficiente para jubilarme. Han transcurrido más de treinta años desde esta historia.