En una casuca de un pueblo de Cantabria, una bebé de ojazos sesudos llora y su pecho silba. La vida que nadie ha deseado se agita, jadea y suda. Su madre la observa y calla. A caricias de jumento, ¡tiento!1, murmura la abuela materna, a quien no tenga pan para mayo ni hierba para abril, no le habría su madre de parir1, repite. Tose y se revuelve, la vida inconveniente, mordiendo el aire que le falta. Consuelo, la bautiza el cura y no consuela. Buscan sirvienta, se entera pronto la recién parida y parte. En la casuca queda la bebé de los ojazos sesudos, tosiendo. No muy lejos de allí, en un palacio de dintel blasonado, Julia levanta hasta las piedras porque oye el llanto de un bebé que no logra encontrar.
Consuelo camina pronto y aprende a abrir la puerta en busca del aire que le falta. Un carruaje se detiene frente a la casuca. ¿Es cierto que tengo una nieta?, pregunta Julia y en los ojazos sesudos encuentra la respuesta. Con usted estará mejor, afirma la abuela materna, pone a la niña en brazos de la abuela paterna y acierta.
Desnutrición y asma, opina el médico, comida y aire puro, ordena. Las primeras noches en el palacio, la niña despierta asustada. Julia se tiende a su lado y le cuenta historias de vientres parlantes, dragones sureños y marinos valientes. Consuelo vuela en un globo y conoce a un sultán… ¡más!, pide, y su amor por los libros nace. Sus huesitos dejan de ser visibles y el palacio, de ser ajeno y atemorizante. ¿Para que le llenen de miedos la mollera? No, responde Julia cuando le preguntan por qué la niña no va a misa, cuando ella sea adulta, decidirá. Mi abuela era agnóstica, contó Consuelo mil años después. No sabe de plegarias, santos ni demonios, pero de la mano de Julia y su tocayo, Verne, conoce el centro de la tierra, la espalda de la luna, las tripas de los mares y las enaguas de los hielos de la Antártida. Un día, lee un periódico, aunque nadie le ha enseñado a leer. Otro día, lee un libro en francés, aunque nadie le ha enseñado francés.
Consuelo estudió para ser maestra. Cuando se graduó, convirtió la enseñanza en cuentos fantásticos y diversión útil. ¡Pasan el día riendo y jugando, eso no es educación!, se escandalizaron las gentes de la montaña y se quejaron de la obligatoriedad de la escuela, ¡es un abuso!, ¡los niños deben trabajar! La naturaleza humana apretó el corazón de Consuelo y tuvo que escribirlo, sus genes se lo ordenaron y obedeció. El director de un periódico de Santander recibió una colaboración firmada con un seudónimo. Era buena y la publicó sin saber que era de una sobrina suya. Cuánto sentimiento, cuánta verdad, se conmovió la ciudad y una escritora nació.
¿Por qué no vienes con nosotros?, le propuso una de sus tías peruanas y Consuelo se embarcó rumbo a América, para cambiar de aires. Bajo el sol furibundo de Arequipa, compartió la decepción de los viajeros de estreno: la humanidad es igual en todas partes. En la vieja Arequipa bien querida, recibió el mejor regalo de su vida: una máquina de escribir Remington verde. Con ella, colaboró con más estilo con periódicos a ambos lados del océano.
Un artículo sobre Buenos Aires en un periódico español sacudió su afán de peregrinaciones y Consuelo se despidió de la familia. Llegó a Argentina con veintiocho años, un baúl, un bolso y una Remington verde. Poco después, tenía Buenos Aires en el bolsillo. “La mocita española conquista laureles para sí y para todos…”, escribió su tío, el Director que había publicado sus primeros escritos. Consuelo dirigía una revista, colaboraba con la prensa y hasta escribía su propio libro cuando supo las noticias: la República estaba volviendo a España. Regresó a su patria. Se instaló en Madrid, escribió para los periódicos y trabajó por los derechos ciudadanos que las mujeres acababan de estrenar.
Es el invierno de mil novecientos treinta y nueve y Consuelo forma parte de La Retirada. Camina, ordena a sus pies, un paso detrás de otro, anda. La caravana doliente llora, jura y suplica; las tripas rugen y los dientes castañean. El éxodo va cargando lo que puede, hasta que deja de poder y el camino se llena de restos. ¿Sería capaz de tirar mi Remington verde?, se pregunta y nunca lo sabrá, porque hasta el infierno puede ser peor, y en Barcelona alguien se la robó. Los caballos, burros y mulas más desventurados de la tierra caen boqueando, doblados por el lastre, y ahí quedan. Anochece y los bombardeos siguen. Cruzan la frontera, donde el Mediterráneo y los Pirineos se encuentran, se parece al paisaje de Cantabria, piensa Consuelo, y duele. Francia se espanta ante la multitud, son rojos malditos, chusma infecta, violadores de monjitas, asesinos... ¿dónde vamos a meter a tantos?, y despliega sus tropas.
En el aturdimiento helado de los refugiados sin refugio, Consuelo pierde a sus amigas y las busca en vano entre miles de rostros de cejas y pestañas escarchadas. Los gendarmes arrean a los españoles, los vacunan y los meten a un tren con destino desconocido. Tose y se revuelve, la vida inconveniente, mordiendo el aire que le falta. Camina, ordena a sus pies cuando baja del tren, un paso detrás de otro, anda. No se propone salir corriendo, pero corre, un guardia maldice, la atrapa y la mete a otro tren repleto. Aire, pide en silencio y su pecho silba. Tose y se revuelve, la vida inconveniente, mordiendo el aire que le falta. Millones de horas después, las puertas del tren se abren ante un campo de “acogida” que no acoge. Piensa, ordena a su mente, una idea detrás de otra, piensa. Corre, ordena horas después a sus pies, una zancada detrás de otra, vuela. Llega a París. No tiene baúl, bolso ni Remington verde. No tiene nada.
Un matrimonio amigo la acoge y ella dicta clases de castellano para tener algo de dinero. A inicios de septiembre, la Alemania de Hitler invade Polonia. Gran Bretaña y Francia responden con una declaración de guerra. Menos de un año después, Hitler ocupa Francia y París se convierte en la sede de la administración militar alemana. La naturaleza humana se alista para congraciarse con los nuevos amos y delata a los refugiados escondidos. Consuelo y sus amigos se esconden con la ayuda de Picasso.
La persecución a los judíos comienza. En la cola para un bono que canjeará por un par de zapatos nuevos, los alemanes detienen a Consuelo. La creen judía, ella calla, pero alguien la señala, española, antifascista, masona y roja. La deportan. Llega a un campo de prisioneros, no hay campos para mujeres, pero hay mujeres en los campos. Ve rostros sucios y tristes, de otros deportados y de ilusos, los que volvieron creyendo que “quien no tuviera sangre en las manos sería bienvenido”. Oye un grito y es su nombre. Entre y espere, le ladra una voz hostil. Entra y espera, sin saber qué. Consuelo, escucha, y sí consuela, estás a salvo, mocita española.
La dictadura quiso matarla de hambre y prohibió que la maestra y escritora dictara clases y escribiera. Piensa, ordenó Consuelo a su mente, una idea detrás de otra, piensa. Se convirtió en la traductora más prolífica y prestigiosa de España, la primera que consiguió reconocimiento a los derechos de traducción.
Notas
1 Refranes antiguos de Cantabria.
2 Las frases en cursiva pertenecen a la propia Consuelo Berges.
El artículo incluye frases del penúltimo capítulo de En el nombre de Sixto, Editorial Los Cántabros, libro basado en la vida de la familia Gutiérrez Cueto (Consuelo Berges es nieta de Julia Gutiérrez Cueto).