Persona de 45 años: “Te lo mando por correo electrónico. Y por favor, pásame el documento en un USB”.
Persona de 22 años: “¡¿Qué?! ¿¡Todavía usas esas antigüedades!?”.
La comunicación, según una definición canónica del diccionario de la Real Academia de Lengua Española, es la “acción consciente de intercambiar información entre dos o más participantes con el fin de transmitir o recibir información u opiniones distintas”. Dicho intercambio se da a través de un código simbólico al que llamamos lenguaje. El mismo puede ser oral, escrito, gestual. Existe una inmensa variedad de lenguas en el mundo: alrededor de 7 mil; más allá de las diferencias entre ellas, todas tienen una característica común: sirven para comunicar.
La ciencia lingüística establece varias funciones del lenguaje: informativa, expresiva, apelativa, poética, metalingüística, fática. Desde el psicoanálisis —asunto que no nos interesa especialmente aquí, pero no puede dejar de mencionarse— puede decirse que siempre hay un más allá de la “acción consciente” (el lapsus, por ejemplo), por lo que siempre existe una posibilidad de equívoco en la comunicación: uno (el emisor) sabe lo que dijo, pero no se sabe lo que el otro (el receptor) entendió. Además de la “acción consciente”, se puede filtrar un deseo inconsciente.
De acuerdo con la concepción aristotélico-tomista —la reinante en esto que llamamos Occidente—, el lenguaje es un medio, un instrumento para transmitir información, siempre en forma consciente. Según esta concepción, la realidad está allí, dada de una vez (el dios de la tradición cristiana la puso, Jehová, que no nos miente) y el ser humano la capta por medio de sus sentidos (nihil est in intellectus quod prius non fuerit in sensu, decían los escolásticos: nada hay en la razón que primero no haya estado en los sentidos). Luego, siempre dentro de esta cosmovisión, el lenguaje nos permitiría comunicar esa “verdad”. En tal sentido, la verdad es la “adecuación” de lo que digo con la realidad material.
Las ciencias sociales —para el caso la lingüística, la semiótica, el psicoanálisis— nos muestran que el proceso es algo mucho más complejo, y en un todo diferente. Por un lado, no hay garantías divinas en juego, y por otro, el lenguaje no es una mera herramienta que sirve para expresarnos. Por el contrario, el lenguaje nos constituye. Más que hablar, somos hablados. “Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla”, dirá Lacan en referencia a cómo nos estructuramos como sujetos.
En otro contexto, para el caso: en el ámbito del pensamiento social, pero evidenciando siempre la alienación de que somos producto, Marx enseña: “La ideología dominante es la ideología de la clase dominante”. Dicho de otro modo: el esclavo piensa con la cabeza del amo. Lo que creemos, pensamos, opinamos, sabemos… en términos político-ideológicos, es siempre el discurso de la dominación, que el dominado repite sin poder reflexionar al respecto: “El pobre es pobre porque no quiere trabajar”.
No inventamos lo que decimos: lo repetimos. El discurso social, el discurso familiar, el discurso que viene de otro, nos conforma, nos moldea, dándonos nuestra identidad. “Solo no eres nadie; es preciso que otro te nombre”, nos alertaba un dramaturgo de la calidad de Bertolt Brecht. Ahora bien: ¿cómo es que se da ese proceso comunicativo? ¿Decide algo el sujeto o, en todo caso, recibe insumos que lo hacen ser lo que es? Esta parece ser la situación real: la comunicación nos moldea.
¿Por qué decir todo esto? Porque cada vez más nuestro mundo contemporáneo está modelado por una hipercomunicación que nos invade por todos lados; “comunicación de masas”, se la ha llamado; de ahí: “medios masivos de comunicación”. Los mensajes que recibimos a diario (prensa escrita, radio, televisión, cine, infografía de la más variada, internet, vallas publicitarias, estímulos subliminales, etc.) no dan mucho lugar, o ningún lugar, a la reflexión crítica. No somos nosotros, los mortales de a pie, quienes direccionamos esos mensajes: más bien, los sufrimos, los consumimos alegremente, los repetimos y accionamos en respuesta a ellos. Son enormes poderes globales los que van decidiendo qué debemos pensar, y por tanto hacer o dejar de hacer.
La verdad —esa “adecuación del pensamiento y la cosa” que rige nuestra occidental visión del mundo, tal como decían los escolásticos— empieza a cuestionarse a partir de los nuevos modelos comunicacionales que van rigiendo nuestra cotidianeidad. La verdad ya no tiene que ver con la realidad, sino que, merced a la parafernalia tecnológica en que vivimos, es una construcción que raya en el orden de lo ficticio. No solo que las verdades se muestran relativas, sino que comienzan a esfumarse. No hay verdad en sentido estricto, sino que, en todo caso y según se nos informa ahora con toda la pompa, superamos la verdad. Ahora hay posverdad, así como hay una realidad aumentada (¿se puede “aumentar” la realidad?).
¿Qué es eso de “posverdad”? Tal como nos informa Fernando Broncano:
La industria y manufactura de los mensajes que producen reacciones emocionales que son independientes de su relación con la realidad. (…) Una forma sistémica y manufacturada de la circulación de la información en los medios de comunicación.
Dicho de otro modo: estamos ante la indiferencia por la realidad, la desinformación llevada a su grado extremo, el reino del adormecimiento y la sugestión hipnótica.
Toda la interminable aparatología de los actuales medios de comunicación —pero crecientemente los digitales, ligados a internet y el consumo de mensajes audiovisuales con escasa o nula lectura— promueven hasta el hartazgo ese “esfumarse” de la realidad. Importa, fundamentalmente, el efecto emotivo que se consigue. Ahí está la televisión —reina de la comunicación unas décadas atrás, ahora en declive—, las redes sociales, los net centers, todos promoviendo una realidad falseada, deformada, manipulada a grados increíbles, pero presentada de tal modo que parece indubitable. Y además: muy atractiva: si tomo Coca-Cola ¿seré feliz? Seguramente no… pero se consumen millones de litros de esa innecesaria bebida cada día.
Van desapareciendo los criterios para saber qué es verdad y qué no; eso —al menos para los mega-poderes que nos manipulan— parece no importar. Por supuesto, esos poderes sí saben lo que quieren y lo que les importa.
Así lo pudo decir sin ningún tapujo uno de los ideólogos más conspicuos —y conservadores— de Estados Unidos, Zbigniew Brzezinsky:
En la sociedad tecnotrónica, el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos descoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón.
¿Qué les importa a esos grandes centros de poder? Que nada cambie, que todo se mantenga igual —con algún pequeño cambio cosmético gatopardista por allí como para entretenernos—, que la masa humana consuma sin protestar y no altere el orden establecido, de beneficio solo para una muy pequeña élite.
En ese orden de cosas, tenemos la omnímoda publicidad, las estrategias de mercadeo. “Una agencia de publicidad próspera manipula los motivos y deseos humanos y engendra una necesidad de bienes desconocidos o inclusive rechazados hasta entonces entre el público”, dijo un gurú del marketing como Ernest Dichter, el llamado “padre de la investigación motivacional”. Sin la más mínima vergüenza, esta manipulación de los deseos humanos se hace cada vez más a la alta escuela, sin dudas logrando sus objetivos (todo el mundo toma Coca-Cola). Se crean necesidades falsas, se manipulan emociones, se digita la vida de las grandes mayorías.
“Lo que hace grande a este país [Estados Unidos] es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda”, expresó sin ambages el gerente de la agencia publicitaria estadounidense BBDO, una de las más grandes del planeta. ¿Por qué la persona joven (de 22 años, miembro de lo que hoy se llama “generación Alfa”, los nativos digitales, que ven el mundo solo a través de una conexión a internet) puede reaccionar de esa forma ante alguien que habla de portentosos avances tecnológicos como fueron los productos que hace apenas 20 años eran fabulosos, y ahora —al menos para estos nativos digitales, acostumbrados al consumismo imparable de las modas— son casi piezas de museo? “Los resultados indican que la hipnosis contribuye a proporcionar honestas razones para la preferencia de marcas de fábrica”, concluye en una investigación la Advertising Research Foundation de Estados Unidos. ¿Hipnosis? Pero ¿cómo?... ¿Nos tienen hipnotizados?
Hipnosis, manipulación, fake news, holograma, posverdad: son todas aristas de un mismo proyecto civilizatorio: la comunicación mediática no está sirviendo para liberar al ser humano, sino para tornarlo más esclavo, más sumiso y manejable. ¿Podremos reaccionar? ¿No será hora de hacerlo?