Cada cierto tiempo hace falta lo que los yanquis llaman un decoy, -leurre en francés, señuelo en castellano-, o sea un chamullo para desviar la atención del respetable público, facilitando así la masiva sodomización de la Humanidad. No te hagas al lado, tú también ofreces tu pinche posterior a la concupiscencia, lascivia e insaciable libido imperial. Pasa que ya estás acostumbrado y no te das cuenta.
Hubo elecciones en Venezuela y había que aprovechar el tema para hacer olvidar Gaza, Ucrania, el criminal bloqueo a Cuba, las sanciones económicas a más de un tercio de la población planetaria, los bombardeos a los vecinos de Israel (Cisjordania, Líbano, Siria, etc.), los asesinatos en tierra extranjera de los dirigentes palestinos (eso NO ES terrorismo), los bombardeos a embajadas adversarias en capitales foráneas, la guerra comercial contra Rusia y China, el proteccionismo cotidiano mientras se entona el salmo librecambista y otras payasadas menores.
Había que enviar “observadores” desde el reino de la límpida libertad democrática, o invitarles desde la sospechosa satrapía bolivariana. No fuera cosa de descubrir algún fraude, uno nunca sabe.
¿Fraude? Eso mismo, como el que denunció en EEUU un cierto Donald Trump, que accesoriamente en ese momento fungía de presidente del Imperio.
“¡Me robaron la elección!”, proclamó, e invitó a sus partidarios a salir a las calles (exactamente como ahora en Caracas) a hacerse justicia por sus propias manos.
¿Y los “observadores”?
¡¿Cuáles “observadores”?!
Los que seguramente enviaron Rusia, China, Brasil, África del Sur, Etiopía, Malí, Eritrea, Francia y la Unión Europea, con el propósito de asegurarse de que no hubiese fraude... Esos “observadores” que de seguro se preparan a enviar otra vez a los EEUU para supervisar las muy transparentes elecciones yanquis.
Aclaro que a mí no me gusta Trump. Tampoco me gusta el senil e hipócrita Biden, ese que mantuvo en prisión a Julián Assange durante cinco años. El mismo Assange que fue perseguido durante décadas... por ejercer su profesión de periodista: la libertad de información... ¿conoces?
Por eso escribí una parida resumiendo las elecciones yanquis: se trata de escoger entre la peste y el cólera.
En eso estaba pensando cuando recibí un mensaje de un muy apreciado amigo: “No me gusta Maduro”, me dijo.
A Blinken tampoco le gusta. Blinken, el payaso que va a Israel a asegurarle a Netanyahu que seguirá recibiendo armas para liquidar a la población palestina de Gaza y de todas partes.
Ni a Boric, el presidente chileno que no abre la boca para referirse a los inocentes que ponen en “prisión preventiva” en Santiago, sin proceso y sin condena, mientras el millonario pedófilo Eduardo Macaya que abusó de media docena de niñitas, condenado por la Justicia (?) sigue en libertad. El mismo Boric que viaja a medio Oriente a buscar inversionistas entre los jeques árabes famosos por sus principios democráticos.
A mí no me gusta Kamala Harris, que de la noche a la mañana les provocó una erección priápica a los electores demócratas.
Ni me gusta el loco Milei. Ni me gusta Dina Boluarte, presidente del Perú, y no es sólo por su nombre de pila.
Ni me gusta Daniel Noboa, que oficia de presidente ecuatoriano, y hace invadir por la fuerza las embajadas extranjeras.
Detesto a Giorgia Meloni, primer ministro italiano y transitoriamente presidente de la Unión Europea porque es una fascista declarada. Y a Ursula von der Leyen, de recia raigambre nazi por su familia, presidente de la Comisión Europea que es el vergonzante simulacro de gobierno de la Unión Europea.
Tampoco me gusta Macron, ni su gobierno en plan “La jaula de las locas” pero sin los geniales Ugo Tognazzi y Michel Serrault.
Ni me gusta el rey de Marruecos, notre ami, quien, en su augusta generosidad acaba de amnistiar una docena de presos políticos a propósito de los cuales nadie dijo nada.
En su día no me gustó el pedacito de mierda llamado Guaidó. Ni su clon Leopoldo López. Como no me gusta el cómico Zelensky, ex presidente de Ucrania apuntalado por el complejo militaro-industrial USA.
A Roberto Pizarro no le gusta Daniel Ortega, mandamás de Nicaragua, ni su Rosario Murillo de inspiradora esposa, acerca de los cuales escribió una nota difundida por Politika: para nuestra sorpresa, recibimos algunos mensajes de entusiastas partidarios del par.
Todo esto te lo cuento porque cuando se trata de países rascas, de países al pedo, de lo que los mismos yanquis llamaron failed states, pauvres et miserables projets de pays à-la-mords-moi-le-noeud (proyectos de países pobres y miserables que me muerden el nudo), bostas del rear garden, o sea bostas del patio trasero, el lugar en el que se sitúa el orto de Washington, cuando se trata de la lie de l'Humanité, -digo-, una condición imperativa de sus mandatarios o candidatos a, el requisito imprescindible, la cualidad sine-qua-non... es gustarle al State Department, a la CIA y a la White House (dicho sea de paso De Gaulle no les gustaba, por eso intentaron cargárselo...).
Si no me gustan a mí, ¿qué puedo hacer?
No puedo organizar un golpe de Estado.
No puedo asesinar a un presidente.
No puedo financiar a la oposición.
No puedo comprar políticos venales.
No puedo aplicar sanciones económicas y financieras.
No puedo bloquear ese país.
No puedo ejercer presiones sobre los gobiernos obedientes.
No puedo bombardearlos.
Ni financiar acciones terroristas.
Ni lanzar una campaña de propaganda a través de los principales medios a la orden.
Ni bloquear resolutions de la ONU.
Ni impartirle órdenes a la OEA.
Ni enviar naves de combate, dos o tres portaaviones, en plan amenaza.
Todo esto era previsible antes de que se realizaran las elecciones (dicho sea de paso: si se trata de una dictadura... ¿para qué coños organizar elecciones?).
Y he aquí que buena parte de la opinión que llaman pública (del mismo modo que a las hetairas las llamaron mujeres públicas), la prensa, la radio y la TV de los poderosos, y más de algún despistado, pasan buena parte del día en disquisiciones cuyo objeto principal es determinar, ès qualitès, si Maduro ganó o si hubo fraude.
Esto es el pródromo de algo peor que ya está llegando. Eso que la poliarquía deliberativa que decide a nuestras espaldas ya tenía previsto.
Mientras tanto, la práctica ultracrepidariana llega a su clímax, anunciando el goce jeropa que obtienen quienes opinan doctamente de lo que no conocen.
Por mi parte echo mano al recurso que utilizábamos en mi barrio de calles empedradas de la Villa de San Fernando de Tinguiririca: cuando alguien nos tocaba los cojones más allá de la cuenta, la réplica era sólo una palabra:
¡¡Abúrreme!!