El fútbol, que es mucho más que solo un deporte en todo el mundo, surgió en Inglaterra en el Siglo XIX. Sin embargo, se habla de que en el siglo III a.C. en China los soldados de la Dinastía Han tenían un ejercicio llamado Ts’uh Kúh en el cual pateaban con los pies algo similar a una pelota en dirección a una red; también se dice que existieron otras variantes en la antigua Grecia y Roma. Sin embargo, el nacimiento del fútbol moderno se ubica en Gran Bretaña.
Nació como un juego entre amigos, conocidos o vecinos. En un principio, se desarrolló entre estudiantes de universidades como Cambridge, de donde se establecieron los primeros reglamentos. Pero, por otro lado, los que también empezaron a armar equipo fueron los obreros, quienes jugaban con otros compañeros de las fábricas. Entrenaban, tenían un uniforme o remeras propias del equipo y viajaban al pueblo vecino a competir contra otros. Los dueños de las fábricas eran algo así como los directores técnicos, sponsors, presidentes, dueños del equipo y organizadores de los torneos. Se encargaban de conseguir partidos, conversaban con otros dueños de fábricas que tenían equipos a cargo, y se ocupaban de pagar los pasajes en tren a sus jugadores.
Las cosas comenzaron a darse tal y como las conocemos hoy cuando estos cuasi directores técnicos se ocuparon de traer a sus equipos a nuevos integrantes que no pertenecían a sus fábricas. Eran hombres que, a cambio de un trabajo mejor, aceptaban el cambio de equipo, a pesar de que eso significaba una traición al equipo de origen y que el resto del plantel del nuevo equipo no los recibiera con los brazos abiertos. Pero hasta ese momento el fútbol seguía siendo un deporte amistoso.
Las cosas cambiaron radicalmente cuando a uno de estos “DT” se le ocurrió la idea de formar un equipo con los mejores. Todos esos jugadores que estaban en otros equipos, pero reunidos y jugando para él. El tema es que no lo hizo a cambio de un trabajo mejor, sino que a cambio de dinero. Ya no eran obreros, sino que se empezaba a profesionalizar el deporte porque ahora ganaban un sueldo por jugar a la pelota.
Por supuesto que esto no fue bien recibido. Comenzaron los conflictos, se juzgó a los jugadores que aceptaban jugar por plata, “vendiéndose” solo por dinero. Otros equipos más tradicionales se oponían, reclamaban que no era válido y que había que restarles puntos o incluso descalificarlos de los torneos. Pero como todo en la historia, fue transicionando y de a poco normalizándose, hasta que terminó siendo un tema aceptado. Hoy en día, los niños sueñan con ser jugadores de fútbol, las sumas de dinero por jugar unos pocos años de la vida son exorbitantes, y el fútbol inspira pasión como en ese entonces, pero a niveles inexplicables. Y a eso quería llegar.
En todo el mundo se juega al fútbol, pero no se vive de la misma manera y en Argentina lo sabemos perfectamente. Cualquiera que haya viajado por el mundo puede confirmar que lo primero (o único) que nos dice cualquier extranjero al escuchar que somos de Argentina es “Maradona” y “Messi”. Se entusiasman como si nosotros mismos fuéramos uno de ellos, solo por haber nacido en el mismo país que los mejores jugadores del mundo.
Lo que generan once personas jugando a la pelota no tiene sentido, pero la pasión la vivimos y sentimos en todo el país, e incluso en el mundo, si hasta en Bangladesh alientan por nuestra selección. El fútbol logró que seamos fieles a cábalas que no tienen ningún sentido; pero para cada persona sí, tiene todo el sentido del mundo. En el fútbol somos fieles creyentes de las costumbres, las energías, las coincidencias y las palabras a favor o en contra. Existe un contrato tácito entre cada argentino y argentina de no decir nada que pudiera dar mala suerte. No poner en palabras el deseo de que algo que queremos que suceda, definitivamente va a suceder.
Viendo el partido de la Copa América entre Argentina y Ecuador, un peruano hizo un comentario al pasar sobre que era obvio que Argentina iba a volver a ganar. Fuimos a penales y los nervios y la bronca del resto de los presentes se enfocó en él por haber hecho ese comentario “yeta”. No sé si terminó de dimensionar la locura que nos genera este deporte, pero estoy segura de que nunca más va a abrir la boca durante un partido de la Selección Argentina.
En 2022 volvimos a salir campeones del mundo, y todavía no entendemos la locura que se vivió esos días. Más de dos millones de personas asistimos sin convocatoria previa al obelisco. Las ganas de festejar se vivían en las calles, las autopistas, en los balcones llenos de banderas, arriba de los semáforos y postes de luz, y hasta en la piel de miles que se tatuaron a Messi, la copa del mundo o la fecha de la final.
En un país lleno de tantas diferencias de distintos tipos, un equipo de hombres jugando atrás de una pelota logró lo que nadie: que toda la Argentina hiciera fuerza por el mismo bando. No existieron grietas, la energía de todo un país estaba en el mismo lugar, por un sueño cumplido que trasciende el ámbito deportivo. Y así volvió a pasar el pasado 14 de julio en la final de la Copa América entre Argentina y Colombia, donde salimos Bicampeones y revivimos un poco de esa locura mundialista que vivimos en 2022. El obelisco volvió a llenarse, aunque esta vez a las 2 de la mañana y con mucho frío, porque nada le importa al hincha, solo la celebración de que el equipo de su país haya salido campeón.
No tiene sentido, no se puede explicar. El fútbol es mucho más que un deporte y no se puede discutir, por lo menos para los más de cuarenta y seis millones de argentinos que compartimos esta misma religión.