En la madrugada del miércoles 17 de julio de 2024 el padre jesuita Jean Pierre Wyssenbach, partió para la Casa del Padre. La noticia me la dio muy temprano mi querido amigo y colega docente Reinaldo Arellano. Al principio me llené de esa tristeza natural que es saber lo mucho que extrañaremos a las personas que admiramos y queremos, y algo más egoísta: el no haber tenido más tiempo para compartir y escuchar sus lecciones. Luego di gracias a Dios por su larga vida (82 años) y su profunda generosidad al responder a la llamada que Nuestro Señor le hizo cuando apenas era un adolescente. ¡Qué afortunado fui al conocerlo e incluso tenerlo de director espiritual por un brevísimo tiempo!
Siempre generoso, a pesar de estar en silla de ruedas, aceptó darles una charla a mis alumnos sobre los aportes de la Compañía de Jesús a Venezuela. Desde el inicio de la misma demostró que era un educador al comenzar con una pregunta y luego una anécdota, intercalando luego espacios de silencio para escuchar dudas de los jóvenes, pero también alternando la historia de los Jesuitas con su propia vida. Posteriormente me facilitaría el texto de una breve autobiografía que había escrito en el 2019 cuando estaba en Maturín, y la cual usaré para esta breve semblanza.
Después, al saber que quería tener un director o “acompañante” espiritual, me dijo que siempre y cuando la salud se lo permitiera podría ayudarme de vez en cuando. Me recomendó seguir los consejos de San Ignacio para realizar los ratos de oración, y siempre apoyarme en textos bíblicos, haciendo ratos de silencio para “escuchar” a Dios. Cada vez que hablaba de la Biblia era una clase llena de detalles, en las que analizaba las palabras con sus diversos significados en cada una de las primeras versiones. Saltaba del Nuevo al Viejo Testamento con una facilidad admirable, sin jamás confundirnos o caer en el aburrimiento.
Me contó que su primera gran escuela fue el amor de sus padres: un suizo de nombre Henry que se fue a trabajar a Tolosa en Guipúzcoa (País Vasco, España) y una vasca llamada Eugenia Amiama. Su padre era protestante pero se convirtió al catolicismo por el amor de Eugenia, dicha conversión se hizo con la formación de los padres dominicos. Por esta razón escribió Jean Pierre: “Yo pensé que debía mi felicidad a los dominicos y decidí ser dominico”; pero al contar los 8 años se mudaron de Tolosa a San Sebastián, y estudió los 8 años siguientes con los jesuitas. “Me entusiasmó cómo trabajaban con los jóvenes, entonces me olvidé de los dominicos y decidí ser jesuita”. Jean Pierre en 1941 fue el primero de seis hermanos. En 1958 entró en el noviciado teniendo como maestro al padre José Manuel Vélaz, hermano del padre José María Vélaz que fue el fundador de Fe y Alegría.
En 1960 se le consultó si quería ir a Venezuela, y dijo: “estoy a la orden” aunque podría no volver a estar con la familia que tanto quería. Su formación lo fue acercando a las terribles realidades de los indígenas en Hispanoamérica, pero también a los jóvenes (en 1966 da clases de Historia Universal y Latín en el colegio San Ignacio de Caracas, y participa en el CEL: Centro Excursionista Loyola). Desde 1967 a 1973 estuvo en el extranjero terminando su formación hasta ordenarse sacerdote en 1970, en la que estudiaría junto a los padres Francisco J. Duplá y Luis Ugalde, por solo nombrar dos.
Poco a poco, con estudios de postgrado, se fue especializando en Teología Bíblica (será profesor de esta asignatura por más de 30 años). En 1974 comenzó a celebrar la Eucaristía en el barrio El Carmen de La Vega, y en 1980 se muda para la barriada donde vivirá hasta el 2007. Su labor en este tiempo se centró en la mejora de la educación de muchos estudiantes buscando la excelencia: dos de esas iniciativas fueron el grupo “Utopía” en 1980 y las “Olimpiadas de Castellano y Matemáticas” desde 1988, y el resto de las asignaturas se fueron sumando a dichas olimpiadas: Historia (2001), Geografía (2001), Preescolar (2003), Ciencias de la Naturaleza (2004). Y poco a poco ampliando a diversas escuelas de todo la ciudad y luego el país.
Uno de mis estudiantes le preguntó: “¿Ha sido feliz?”, y su respuesta fue inmediata: “¡Muchísimo!”. Es probable que al alejarse de su familia que tanto quiso temiera no verla más… pero no lo dudó, su amor por Jesucristo y la construcción de la Civilización del Amor le hizo ser venezolano y darse totalmente por los más necesitados. Al final de su “Autobiografía” escribe:
Tengo que dar muchas gracias a Dios por mi primera familia: los Wyssenbach; por mi segunda familia: todos mis compañeros de la Compañía de Jesús; por mi tercera familia: los feligreses de la Vega y la Parroquia San Ignacio de Loyola de Maturín; y por mi cuarta familia: todos mis alumnos y estudiantes en casi cincuenta años de magisterio.
No dudo que de la mano de San Ignacio fue llevado al encuentro con el Dios-Amor al cual le había dedicado su vida; porque “todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos, por amor de mi nombre, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna” (Mateo 19, 29).