Alocución en el homenaje del 7 de diciembre de 2023 en el cementerio de Esparza, para honrar la memoria del médico y naturalista alemán Karl Hoffmann y su esposa Emilia.
Hace exactamente 200 años, el 7 de diciembre de 1823, vino al mundo un niño en la ciudad de Stettin, Alemania, en el hogar de Anton Hoffmann y Julie Brehmer, comerciante él, y ama de casa ella. De religión luterana, pronto se le bautizó con el nombre Karl, el mismo que figura en la lápida que develaremos esta mañana.
Nació cerca del agua, pues Stettin —por entonces parte del reino de Prusia, pero hoy perteneciente a Polonia y denominada Szczecin— es un puerto fluvial del río Oder, no tan distante del muy frío mar Báltico. Y, ¡quién lo iba a decir!, moriría casi 36 años después también cerca del agua, pero ahora en la muy cálida Puntarenas.
Datos de nacimiento y defunción son estos, fechas mudas, como una especie de paréntesis del comienzo y el cierre de una vida, pero que no nos revelan nada de la trayectoria ni del legado de este extraordinario ser humano que fue Karl Hoffmann Brehmer.
No se conoce acerca de sus tiempos de infancia y adolescencia, pero sí de su juventud, cuando sus intereses lo llevaron a la muy prestigiosa Universidad de Berlín para cursar la carrera de medicina, que culminó en 1846, a los 23 años. Sin embargo, sentía gran atracción por el estudio de las plantas, los animales y los volcanes, lo cual fue cultivando de manera paralela a su profesión de médico. Esto le permitió frecuentar los museos de Berlín, donde conoció a destacados científicos y, en algún momento, trabó amistad con el gran naturalista Alexander von Humboldt, el mayor explorador del trópico americano.
De seguro que la lectura de la provocadora obra de Humboldt, así como las conversaciones con él, lo estimularon e indujeron a mudarse a Costa Rica, donde por entonces había una incipiente colonia alemana. Y fue así como este sabio anciano incluso escribió una carta dirigida al presidente Juan Rafael (Juanito) Mora, recomendando a Hoffmann y su colega Alexander von Frantzius, a quienes calificaba de «científicos muy distinguidos y además hombres muy morales, hijos de familias respetables de nuestro país».
Llegados a San José en enero de 1854 junto con sus esposas, ambos se dedicaron a ejercer la profesión de médicos, mientras efectuaban giras y recolecciones de plantas y animales en su tiempo libre.
En esas estaban, felices explorando nuestra naturaleza, cuando en noviembre de 1855 empezaron a correr aciagos rumores. En efecto, el país podría ser invadido en cualquier momento desde Nicaragua por el ejército filibustero de William Walker quien, bien financiado por importantes personajes y sectores de los estados esclavistas sureños, deseaba implantar la esclavitud en los cinco países centroamericanos, así como anexarlos a EE. UU.
La amenaza tomó forma pocos meses después, por lo que el 1° de marzo de 1856 don Juanito llamó al pueblo a las armas. Ante esta ominosa coyuntura, muchos de los alemanes residentes en el país se ofrecieron para ir a defender a su patria adoptiva.
De inmediato, don Juanito aceptó su sincera y valerosa oferta, e incluso nombró a algunos en los altos mandos del ejército, y entre ellos a Hoffmann, a quien designó como Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario. Es decir, le tenía tanta confianza, que no dudó en poner en manos suyas la salud de nuestras tropas, sin importarle que fuera extranjero.
A partir de entonces, Hoffmann desplegó sus atributos de excelente y compasivo médico, como lo revelan varios testimonios provenientes tanto de soldados rasos como de oficiales del ejército, quienes atestiguaron sus acciones. Aunque no participó en la batalla de Santa Rosa, ocurrida en la tarde del 20 de marzo, antes de que clareara el día siguiente don Juanito lo envió desde Liberia, para que apoyara al Dr. Cruz Alvarado Velazco. Ahí, en medio del dolor por el fallecimiento de 19 de nuestros combatientes, con gran diligencia él y Alvarado curaron a los 32 que resultaron heridos; murió apenas uno, pero de tétano.
Semanas después, temprano en la batalla del 11 de abril, en Rivas, ante el acecho de las huestes filibusteras, esta vez Hoffmann sí empuñó el fusil, y lo hizo con certera puntería, mientras auxiliaba a los primeros caídos ante la pólvora y los sables filibusteros. Ese fatídico día, en las estrechas callejuelas de Rivas el fuego fue tan intenso, que murieron 136 soldados en pocas horas, a quienes se sumaron nada menos que 300 heridos. Había que atenderlos a como se pudiera, por lo que, ya en la tarde, se improvisó un hospital de campaña en una casa de la ciudad. Ahí estuvieron recluidos 270 de los heridos, hacinados, con poca higiene y sin suficientes medicinas. Al fin de cuentas, y a pesar de esos inconvenientes, junto con sus escasos ayudantes pudieron salvar las vidas de casi todos los heridos; incluso realizó siete amputaciones, técnica en la cual tenía gran pericia.
Sin embargo, mientras estaban en la faena de rescatar vidas, se asomó sigiloso un invisible pero implacable enemigo: el cólera.
Para fortuna nuestra, Hoffmann conocía bien este mal, pues en 1848-1849 había trabajado en un sanatorio berlinés, donde pudo efectuar investigaciones para buscar su curación. No obstante, en aquella época se ignoraba que el agente causal de la enfermedad es una bacteria, cuyo nombre científico es Vibrio cholerae, y más bien se creía que el cólera era causado por miasmas, es decir, vapores provenientes de las aguas estancadas o de cuerpos en descomposición, así como por climas insanos, como el de Rivas en la estación seca.
Esto explica que los altos mandos del ejército tomaran la decisión de repatriar las tropas, sin imaginar que esto más bien favorecería la diseminación del bacilo y provocaría una epidemia en los principales centros de población. Durante tan grave crisis sanitaria, que causó la muerte de unas 10,000 personas, Hoffmann desarrolló y promovió el uso de un preparado, denominado «medicina anticolérica», que consistía en una mezcla de gotas amargas con un licor fino, el cual libró de la muerte a innumerables personas.
Es decir, con gran altruismo y entrega a sus semejantes, el infatigable Hoffmann se dedicó de lleno a salvar vidas. Sin embargo, lamentablemente, no reparó en su propia existencia.
En efecto, ya superada la epidemia, él empezó a sufrir las consecuencias del desmedido y agobiante esfuerzo que hizo tanto en Rivas como en el Valle Central. De manera paulatina comenzó a sentirse débil, mientras su cuerpo se inflamaba, perdía movilidad y sus dedos se endurecían. Ello lo llevó al extremo de quedar incapacitado para seguir activo como médico, lo cual provocó que no contara con ingresos económicos. Para peores, aunque era un hombre ahorrativo, el gobierno le adeudaba el para entonces casi exorbitante monto de poco más de 2700 pesos, pues él pagó de su bolsillo cuantiosos gastos de la Campaña Nacional.
Fue por esto por lo que, enterado de sus tribulaciones, don Juanito gestionó que se le concediera una pensión vitalicia, de 50 pesos mensuales, a partir del 1º de marzo de 1858. El Congreso apoyó de inmediato tan justa como noble iniciativa, al aducir que él prestó sus valiosos servicios a nuestro país «en la época de mayores conflictos de guerra y de epidemia del cólera, que dejarlo sin recompensa sería dar una prueba de que carecíamos de los más nobles sentimientos de gratitud», para culminar señalando que «tantos sacrificios, tanta abnegación en un extranjero, no debe quedar sin recompensa».
Al final de cuentas, en realidad él casi no pudo disfrutar de su pensión, lamentablemente. Esto fue así porque, menos de un año después, a inicios de febrero de 1859, junto con su esposa decidieron mudarse a Puntarenas, al considerar que tal vez el clima cálido podría atenuar el mal que le aquejaba. Sin embargo, tristemente, en esos días recién se había iniciado ahí una epidemia de tifoidea, y ella se contagió. Murió muy pronto, el 12 de febrero, lo cual fue devastador para él. Es decir, lejos de aportarle alivio, la llegada a Puntarenas le acarreó mayores e irreversibles pesares.
Ya sin su amada compañera, su alma estaba lacerada, y no tenía sentido seguir viviendo. Su vida cotidiana se plagó de depresión y postración. Al presentir la cercanía de su final, preparó su testamento, en el cual consignó que, cuando llegara la hora del desenlace, se le enterrara sin pompa alguna, pero sí al lado de su amada Emilia, en Esparza.
En acatamiento de su voluntad, en la mañana del 12 de mayo —exactamente tres meses después de la partida de ella—, una carreta transportó su ataúd hasta el punto donde hoy estamos, para inhumar su cuerpo. Había exhalado su último suspiro la víspera, allá en Puntarenas, en la calle del Estero.
Eso sí, días antes había dictado una conmovedora carta para su amigo don Juanito, a raíz de la elección de éste como presidente de la República por tercera vez consecutiva. En uno de sus pasajes iniciales expresaba que: «Yo también, aunque nacido en un suelo muy distante, pero agradecido a la República que tan benignamente me acogiera, no puedo menos que desear su engrandecimiento, su felicidad». Y la culminaba manifestando que: «he puesto un pie ya en el borde del sepulcro, pero procuro conciliar mis ideas para manifestar mis deseos. ¡Quiera el cielo conservar la vida de Su Excelencia para la felicidad y grandeza de la joven Centro-América!».
Así se cerró la travesía vital de este entrañable ser humano, brillante y acucioso naturalista, así como abnegado médico, siete meses antes de completar los 36 años de vida.
Ahora bien, a partir de ese día quizás nadie reparó en su tumba, la cual de manera inexorable fue erosionada por los calcinantes soles y las inclementes lluvias del trópico. Empero, y hay que decirlo, esa tumba fue más lastimada por la desmemoria y el olvido.
Tan es así, que debieron transcurrir 70 extensos años para que la patria se acordara de él, nuevamente. Y eso ocurrió a propósito de la inauguración del hermoso monumento a don Juanito, frente al edificio de Correos y Telégrafos, efectuada el 1º de mayo de 1929, fecha conmemorativa de la rendición del filibustero Walker.
Para entonces, el gobierno del abogado e historiador Cleto González Víquez encomendó al naturalista Anastasio Alfaro González —director del Museo Nacional—, que viniera a Esparza a localizar los restos del ilustre médico alemán que nos tiene congregados hoy aquí. En esa ocasión, el gobierno argumentaba que «la nación tiene contraída una deuda de gratitud con el doctor Carl Hoffmann por los importantes servicios que le prestó, principalmente como cirujano mayor del ejército en la guerra nacional».
En efecto, Alfaro cumplió a cabalidad la tarea asignada. El propio día en que vino a Esparza, en su libreta de campo anotó lo siguiente: «Domingo 21 de abril de 1929. Tenemos localizadas las tumbas del Dr. Hoffmann y señora; llevaré lo que haya de ambos». Narra su hija Isabel Alfaro de Jiménez que, al consignar eso, de tan impresionado que estaba, «su escritura firme y clara cambia; el trazo es tembloroso, las letras desiguales, fuera de línea». A la mañana siguiente, en presencia de más de 30 personas, se abrió la fosa. Hecho esto, Alfaro anotó que aún quedaban restos del uniforme de teniente coronel con el que Hoffmann fue enterrado, posiblemente por decisión propia, y para testimoniar que hasta su último día de vida fue un soldado al servicio de Costa Rica.
Asimismo, un hecho a resaltar es que, cuando Gonzalo Marín —director de la escuela local— se enteró de la exhumación, al mediodía convocó a un breve acto cívico en la escuela, después del cual los maestros y los niños se desplazaron hasta la jefatura política, donde un pequeño féretro contenía los restos de los esposos Hoffmann. Colocados los niños alrededor de éste en grupos de cuatro, le hicieron guardia de honor. Además, la escuela envió una corona, y los niños trajeron flores de sus casas y las colocaron sobre el ataúd.
Trasladados por tren a la capital el martes 23, los restos fueron recibidos en la Comandancia de Plaza, donde se mantuvieron custodiados hasta el domingo 28, cuando a partir del mediodía fueron expuestos en capilla ardiente y velados por oficiales del ejército.
Al día siguiente, al ser las nueve de la mañana, en la Plaza de la Artillería se detonaron tres cañonazos, para anunciar el inicio del cortejo hasta el Cementerio General, y de inmediato se colocó el pequeño ataúd sobre una cureña. En el desfile, que duró hora y media y fue presenciado por miles de personas, figuraban una banda militar, comitivas de estudiantes de secundaria y de policías, miembros de infantería y artillería del ejército, los jerarcas de los supremos poderes, el presidente de la República y su gabinete, los comandantes de plaza, algunos embajadores y los miembros de la colonia alemana.
Ya en el cementerio, tuvo lugar una emotiva ceremonia, que se prolongó por otra hora y media, y en la cual hubo varias alocuciones. Como culminación, en el momento exacto en que el ataúd era enterrado en la tumba construida con tal fin, se escucharon tres cañonazos, seguidos por siete disparos de rifle, para completar así el protocolo con el que se tributan honores a un General de Brigada.
Así que, depositados en esa sobria tumba de mármol asignada por el gobierno, ahí han permanecido desde entonces, y permanecerán para siempre, las cenizas de los esposos Hoffmann.
Sin embargo, hoy, a casi un siglo de distancia, tomamos una iniciativa complementaria, que es la que nos tiene reunidos aquí.
En efecto, en este camposanto —que en 1992 fue declarado Monumento de Interés Histórico Arquitectónico—, desde hace 94 años no quedó huella alguna de que aquí estuvieron enterrados por 70 años los esposos Hoffmann. Y es por eso por lo que nos propusimos restituir tan importante hecho, al menos de manera simbólica, con la colocación de una lápida o monolito conmemorativo.
Y lo develamos hoy, 7 de diciembre de 2023, en el día exacto en que se cumple el bicentenario del nacimiento del Dr. Hoffmann, como un proyecto de la Asociación La Tertulia del 56, que se dedica al rescate de la memoria y el legado de los héroes de la Campaña Nacional.
Asimismo, a su llamado respondimos con presteza seis patriotas —todos presentes esta mañana aquí—, para financiar dicha lápida; la Municipalidad de Esparza, representante de la comunidad que por tantos años acogió los restos de los homenajeados; y la Universidad Técnica Nacional (UTN), auto declarada Universidad Morista, y cuya Cátedra Juan Rafael Mora Porras funciona en su Sede del Pacífico, en Puntarenas, lugar donde murieron tanto don Juanito como los esposos Hoffmann. Asimismo, con gran compromiso, se sumó el Instituto Tecnológico de Costa Rica, cuya editorial publicó nuestro libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional, que será presentado esta noche en Puntarenas.
Para concluir, confiamos en que este hermoso monolito de molejón rosado, esculpido con esmero por el hábil marmolista josefino Manuel Antonio Coto Astorga, soportará todo embate y estará aquí hasta el final de los tiempos. Pero, a la vez, quisiéramos que igualmente firme y duradera sea la memoria del Dr. Hoffmann y de su esposa Emilia, a quien tanto le debemos también.
No obstante, es a nosotros a quienes nos corresponde preservar, honrar y divulgar su legado, como una inagotable fuente dónde abrevar, sobre todo en momentos en que —amenazada por foráneos o por malos hijos—, la patria nos convoque de nuevo en su defensa.
Y, entonces, imbuidos de su ejemplo, que desde cualquier trinchera que ocupemos, podamos responder a su llamado, como el Dr. Hoffmann nos enseñó que se debe hacer.