Siglo XXI y aún los entendimientos sobre el género nos siguen separando, disipando, desligando de lo que cada uno representa ante la sociedad y entre su mutualidad o convivencia bilateral.
Yo misma me confundo a veces. Debo ser producto de una generación renacentista que según se cree se acerca cada vez más a comprender la unidad existencial del hombre y la mujer como un ser y no como un dispar o el otro sexo. Jamás podría verlo como mi igual porque existen referencias fisiológicas que marcan su patrón de conducta, pero sí como mi igual en condición de derecho y culpa.
Hemos avanzado en la ciencia, tecnología y en el desarrollo del pensamiento intelectual y seguimos confiando en nosotros mismos y en que la evolución de todas ellas nos acercará a la cúspide del saber.
Pero siento propio relacionar lo que los griegos denotaban a esa excesiva confianza con el nombre de hubris, que precede a demostrar cómo esa exacerbación de la confianza tiene una caída más dura que la propiciada por el mero orgullo de simplemente creerlo.
Poco se avanza sobre el tema de igualdad o diferencia de género. Se pone en sobremesa por ciertos gremios o academias, pero los cambios no son radicales en la sociedad. Yo empecé a dejar de creérmelo. He perdido mi hubris al respecto.
Cuando se supone que ya vivimos en esta contemporaneidad de ideas y que ya vamos a llegar al fondo del asunto con racionalidad e incluso afectividad, se arrojan más las diferencias, no sé si este teorema aplica al de la indecibilidad de Gödel que demuestra que hay enunciados que nunca seremos capaces de rebatir o aclarar como las preguntas matemáticas incontestables.
Pero los vacíos del conocimiento a los que más temo son los que se desarrollan en el perímetro biológico, psicológico y social del género. Deberá ser una unidad de revelaciones filosóficas que abarquen todos los ámbitos y circuitos de nuestra existencia. Ese sentido de vivir comunitario pleno entre humanos o seres vivos y no entre hombres y mujeres y la separabilidad de otras especies como lo vegetal y animal.
Somos un canto al unísono de exhalaciones, de vibraciones, de latidos, de fotosíntesis y piel. Todo eso con lo sublime que nos da el arte, la cultura y las relaciones afectivas, muy propias, muy únicas… y que dan al ser humano un poder sobre existencial, creativo e inescrutable.
Creo que somos un único tejido herbal, arenoso, oxigenante… una conexión entre unos y otros; todos con una función propia, inalienable que hace que nuestra objetividad tenga un sentido más sublime y real.
Lo que confronto con fiereza, y se confunde con feminismo, es mi derecho de selección, de caciquismo, de apreciación, de opinión, de exclusividad, de ser «yo» antes que mujer y el otro, un «ser» al que opuestamente llamamos hombre. Ese letargo de oposiciones radicales que se vuelven «guerras infértiles» entre ambas partes.
No es posible confrontar —que es lo más sano— porque se confunde con resentimiento de opuestos, con revanchas o insolencias de órganos sexuales… no tenemos esa capacidad aún de delinquir, de impugnar, de racionalizar las ideas y a la vez, de interiorizar las conclusiones. Sigue cayendo mi hubris.
Otra versión predominante es la postura ideológica del género como una filosofía analítica, se deshilacha su concepto por todos los ángulos y perímetros como si se tratara de un asunto de estructura o simple lenguaje, las y los, unas y unos... todo se vuelve lógico pero excluyente de la implicación emocional, de lo que en realidad siente el otro y es el otro.
Luego, se siente otro giro con el género desde lo lineal de la ética (porcentajes de lo femenino en círculos de poder, de liderazgo, de política en comparación al masculino). Se pone en la palestra discusiones argumentistas para reformar leyes o enmendarlas a beneficio del género, pero lejos de ser una ética aplicada a la realidad, como el de la mujer en convivencia no solo con el hombre y en su trabajo, en la familia, en su vida social y en su vida del ser, sino con su universo, con el aire, con el agua, con toda magnitud de la vida. Creo que debemos llevar una vida examinada al respecto, cada uno ante el plancton de nuestra cotidianidad como si fuera una práctica filosófica.
Lo propongo y me lo propongo. Debe ser un asunto personal para que se genere a lo colectivo, desde mí, para mí, y dentro de mí… lo demás vendrá por añadidura.
Mientras, defenderé con olfato de loba esas viejas escamas de lo que aparentamos ser las mujeres para otros (estigmas del cuerpo, cánones de belleza, masas descerebradas, o modelos del pudor) y digo a otros, aseverando no solo a los machos masculinos, sino a las mismas mujeres que evitan la dialéctica por conformismo o para no ser tachadas de radicales, feministas, frustradas o hasta de lesbianas…. mamparas que impone el miedo y la debilidad de carácter.
Es denigrante e irrespetuoso escuchar aún en este siglo, a personas «inteligentes» opinando que si las mujeres visten de cierta forma denota deseos de insinuación, de provocación, de ansiedad sexual... a mí me tocan la sien herida y la poesía se me va por la alcantarilla —valga la rima intencional—.
No hay relación alguna entre amparar y defender un lugar en el infinito con el ser apuñaladas de que esa defensa es por odio a nuestro género, según opiniones, al género «opositor».
No se confundan. Muchas mujeres tenemos claro nuestro papel en el punto universal de la existencia y amamos profundamente a nuestros dizque «opositores»; amamos con dilección a nuestros padres, hermanos, primos, tíos, amigos, vecinos, desconocidos, amantes, novios… todo ese juego de palabras masculinas que nos hacen soñar, amar, perdonar y desear.
Y es por ese amor que tratamos de descubrir cuál es el mejor camino unilateral para la comprensión mutua, aunque el paso que siga para reafirmarlo sea con necesaria, positiva o negativa confrontación.