La mente dice que no hay nada más allá del mundo físico;
El corazón dice que sí, y yo he estado allí muchas veces.(Rumi)
En México, Argentina y en Inglaterra la gente usa la expresión «me cayó el veinte, o me cayó la ficha, o the penny dropped», para referirse a esos momentos de la vida, cuando de una manera aparentemente instantánea, uno se conecta o se da cuenta de algo indubitable sin que medie un proceso racional. Esta expresión surge, metafóricamente, del funcionamiento de los teléfonos públicos que antes se usaban en esos respectivos países, donde el usuario, tenía que poner una monedita en una ranura del aparato para marcar su llamada. Si la otra parte contestaba, entonces la moneda caía adentro del aparato y se establecía la comunicación. De no contestar la otra parte, uno podía recuperar la moneda.
O sea, cuando al teléfono le caía el veinte, uno se conectaba con otra persona. Cuando a uno le cae el veinte, uno se conecta con uno mismo y experimenta un conocimiento de algo que no surge de una interpretación de los sentidos por la mente, o de un proceso analítico racional para llegar a una conclusión. Uno simplemente se da cuenta, y se da cuenta de que se dio cuenta; o sea, experimenta un conocimiento que nace adentro de uno y no a partir de un análisis de las cosas de afuera.
En español, se utiliza la palabra «corazonada», para describir esta forma de conocimiento intuitivo que difiere del análisis mental y racional, porque es algo que se siente, se presiente y se experimenta, con una certidumbre que no conlleva análisis.
Hay un enorme debate basado, por una parte, en opiniones enraizadas en culturas, tradiciones y, de otra parte, la extrapolación subjetiva del análisis racional basado en la percepción sensorial y la predictibilidad o probabilidad de eventos fundamentados en leyes físicas del universo objetivo.
Esta controversia a nivel intelectual y filosófico se ha acentuado particularmente respecto a establecer un modelo que explique, en los mismos términos reduccionistas, el mundo físico, la inteligencia o el raciocinio, la consciencia, los sentimientos y el amor. La célebre frase del matemático y filósofo francés, Blaise Pascal, «Hay razones del corazón que la razón no entiende», sintetiza esta dualidad del conocimiento.
Antes del advenimiento de la llamada era de la razón, el enfoque para la explicación del mundo era absolutamente basado en dogmas y creencias que no eran sometidas al escrutinio del raciocinio, el cual no se tomaba en cuenta e incluso sus proponentes eran marginados o perseguidos. En la presente etapa de la civilización humana, y gracias a los increíbles avances tecnológicos derivados de la ciencia reduccionista o mecanicista y su coalición con el poderoso mundo corporativo, lo que antes era un dominio hegemónico de las religiones ha sido sustituido por un materialismo científico, que limita el conocimiento de la verdad a marcos racionales e impone barreras a otros tipos de explicación de elementos de la existencia y la condición humana.
Sin embargo, en la experiencia humana cotidiana existen planos de la vida que incluyen comportamientos humanos, compasión y espiritualidad, que no pueden explicarse mediante la ciencia reduccionista y que son experiencias que constituyen la verdadera profundidad del ser humano.
Y no es que una cosa invalide a la otra. Es que la integración de varias dimensiones de conocimiento y experiencia es necesaria para entender los diferentes espacios donde se expresa el ser humano. «Dadle al César lo que es del César», decía Jesús en otro contexto ante la pregunta sobre esta dualidad.
Las herramientas que nos permiten comprender el amor, la compasión, la verdadera espiritualidad no sirven para explorar los linderos del mundo físico y los relacionamientos entre sus partes. Igualmente, las herramientas que desglosan y explican el mundo físico no sirven para entender el amor, los sentimientos o la espiritualidad. Sin embargo, estas dimensiones están íntimamente relacionadas en sistemas interactuantes y las leyes que las definen están sobreimpuestas y en armonía. Meher Baba decía:
La mente es el tesoro del aprendizaje, pero el corazón es el tesoro de la sabiduría espiritual. El llamado conflicto entre espiritualidad y ciencia surge solo cuando no se aprecia la importancia relativa de esos dos tipos de conocimiento. La intuición ha sido enterrada bajo los escombros de la racionalidad fragmentaria de las experiencias objetivas externas. La racionalidad se articula desde afuera, mientras que la intuición amanece desde adentro.
La sabiduría espiritual no tiene que ver nada con conclusiones de la mente. Es una experiencia cognitiva que se da a otro nivel que no es el deductivo racional; una experiencia que se percibe adentro, con instrumentos cognitivos que existen en todos y van más allá de los sentidos y las funciones mentales. Es el resultado de una percepción interna que no se piensa, sino que se siente.
La mente requiere evidencia para la convicción como una condición precedente antes de aceptar algo como real. Pero el amor no es nada si no es espontáneo y no está sujeto a confirmación mental. El amor no es una conclusión de la razón. No puede ser objeto de negociación. Querer estar seguro del objeto del amor antes de dar tu amor es solo una forma de egoísmo.
Por lo tanto, el sentir de un verdadero amor, en esos instantes evanescentes que todos experimentamos en alguna ocasión, es una plenitud interna que nos alinea con nuestros impulsos más desprendidos y generosos, con la compasión hacia los demás, con la capacidad de perdonarnos y perdonar; un sentimiento que nace de una certidumbre que va más allá del pensamiento y la racionalidad, y que nos hace comprender la naturaleza de la existencia misma.
Sí, a veces, se nos da un sentimiento inefable de alegría que se filtra a través de puertas interiores secretas. Y por unos instantes, en esas alcobas escondidas de adentro, hay un resplandor. Y ningún esfuerzo especial de oración o meditación nos pueden llevar ahí (aunque podría coincidir, si hacemos eso todo el tiempo, que las puertas se abran, como si hubiera una contraseña, pero en realidad fue solo un momento coincidente de gracia, no el resultado de esfuerzos o estrategias).
Ese sentimiento nace en uno, sin condiciones, como el amor verdadero, envolviendo todo en una radiancia sublime. Haciendo que la mente por un momento se detenga, que el corazón se enardezca, que florezcan sonrisas en rostros severos y que los cuerpos adquieran un ritmo especial, que provoca abrazar a los demás de una manera desinteresada y empática.
Sí, entonces, Antares se aparece con sus legiones de estrellas hermanas en la oscuridad de la noche interior, como una princesa vestida para su boda. ¿Pero qué es lo que hace que la brisa de la esquina se convierta en un torbellino de cariño en tu interior? ¿Qué puede ordenar la espontaneidad en el interior de un ser humano?
Ningún esfuerzo, disciplina, austeridad, riqueza, rezo, canto, pociones mágicas, ni pergaminos secretos. Ninguna fórmula puede causar en ese lugar de adentro que salga ese sol en miniatura, que es tan brillante, que su incandescencia eclipsa la luz del día.
Ahí es cuando la risa del espíritu se vuelve provocativa y libre. Y terminaría uno dando saltitos en el aire, si estuviera en buena forma, y adquiere uno por un momento un brillo en los ojos, una ternura en la piel que nos impulsa a abrazar a quienes nos encontramos.
Es una alegría sublime, un ritmo perfecto en la rima. Es el motor que mueve la felicidad y lleva a la etapa más pura del amor. Sí, esa pequeña vela que se enciende, esa brisa suave, esa canción primordial que se encuentra a veces, de alguna manera, en algún lugar inesperado, dentro de ti y de mí.
Cuando nos suceda, bailemos con esa caída del veinte y grabemos ese momento, en algún lugar de nuestros recuerdos, mientras sacudimos el polvo acumulado de nuestras acciones y pensamientos egoístas y fragmentados, y removemos los escombros de nuestros puntos de vista, que acumulan y asfixian nuestra alma.
Mantengamos esa caída del veinte viva en nuestro recuerdo, hasta que un día, de repente y en total espontaneidad, nos encontremos de nuevo postrándonos ante esa aparición, en esa alcoba secreta, manifestada por esa combustión espontánea. Nuestros corazones en llamas, nuestros pies bailando la única canción que nunca se puede predecir, pedir o producir.
Y compartamos el recuerdo de ese brillo en nuestros ojos, y acariciemos la ternura en los demás que, en ese momento espontáneo de consuelo, no son más que uno con nosotros. Regocijémonos en esa brisa de rincones sagrados que nos recuerdan nuestro interior y borran los orgullos y los lamentos.
Sí, saboreemos el beso de amor de la existencia cuando nos atrapa más allá y nos hace ser. Es una vieja historia, un romance de espontaneidad, que solo el amor puede ver.
Ninguna coerción es posible, ningún soborno puede conseguirlo, ningún método o disciplina, ningún esfuerzo intelectual puede hacer aparecer esa gracia caprichosa, que hace que todo sea una delicia. Los besos que el amado da de vez en cuando son embriagadores. Y realmente nunca puede uno saber cuándo estarán en tus labios.
Algunos sienten estos instantes como una presencia real, un toque, una mirada, incluso una imagen. Otros lo sienten como una abrumadora sensación de amor. Algunos reciben «pistas» por la forma en que suceden las cosas a su alrededor y que para ellos les demuestran la realidad del amor.
Las enseñanzas espirituales, a través de los siglos, nos recuerdan que el crecimiento espiritual consiste en el descubrimiento por nuestra consciencia, que esta distraída y enredada por nuestros impulsos de vivir, los apegos a nuestras preferencias y hábitos, y las maravillas del universo que nos rodean. Y no se da cuenta de maravillas aún más profundas que son parte de esta existencia y que están al alcance de todos, cuando miramos hacia adentro. Y son las contradicciones, que nuestros propios impulsos y apegos generan, las que van abriendo grietas por donde se escapa esta luz interior y poco a poco nos va cayendo el veinte.
Que nos caiga el veinte uno de estos días y recordemos nunca olvidar ese sentimiento inefable de alegría...