El 11 de septiembre de 1973 se produjo el golpe de estado y el fin de la democracia en Chile imponiéndose una dictadura que duraría 17 años. Los responsables fueron dos generales en ejercicio, Augusto Pinochet y Gustavo Leigh, más un almirante que le usurpó el cargo al titular, José Toribio Merino y un «general rastrero» -como lo definió ese día el presidente Salvador Allende- que asumió como director de carabineros, César Mendoza.
En esa fecha que quedó marcada para la historia del país, se puso fin a la Constitución de 1925 y comenzó rápidamente una soterrada lucha por el poder entre los miembros de la junta militar, donde Pinochet terminó de consolidar su poder en 1978, con la salida de Leigh, autodesignándose como «Jefe Supremo de la Nación», luego «Presidente de la República», autoimponiéndose el grado de «Capitán General» y conservando el cargo de comandante en jefe del ejército para asegurar su poder absoluto. Ni el guionista de un sainete tropical habría tenido tanta imaginación para desarrollar un libreto de consecuencias trágicas para un país considerado culto. A su vez, la sumisa junta militar tomó las funciones que cumplía el congreso asumiendo como poder legislativo, gobernando con Pinochet a través de decretos leyes y manteniendo sus miembros el control de sus instituciones armadas. Así se llegó a la Constitución ilegítima de 1980 la cual en ningún país civilizado podría haber sido aprobada en un ambiente de terror y miedo expandido en una población indefensa, sin partidos políticos, sin libertad de prensa y sin justicia.
El próximo 11 de septiembre se conmemorarán los 50 años de aquel día en que la historia patria fue manchada y humillada por la acción de estos cuatro uniformados que no solo deshonraron a sus instituciones y rompieron el juramente de respetar la Constitución, si no que abrieron la época más oscura de crímenes, asesinatos, torturas, secuestros y desaparición de seres humanos en medio de actos de corrupción y enriquecimiento ilícito. Es cierto que hoy está claro que la dictadura no fue solo militar, sino que contó con una alta participación de civiles que dieron sustento económico y legitimidad jurídica al dictador y a su régimen, apoyados en un poder judicial pusilánime y cómplice el cual, con escasas excepciones, hizo la vista gorda a las violaciones a los derechos humanos y al terrorismo de Estado, siendo condenado universalmente por la comunidad internacional.
Transcurridos 50 años el próximo 11 de septiembre podría ser la ocasión propicia para un reconocimiento colectivo de las cuatro instituciones uniformadas de los horrores cometidos por las generaciones anteriores que ejecutaron, acompañaron y justificaron los crímenes del dictador. No es responsabilidad de los actuales mandos institucionales y no puede a ellos atribuirse las responsabilidades del pasado. Lo que debiera ocurrir es que las autoridades políticas, haciendo valer la legitimidad democrática, planteen a las fuerzas armadas y carabineros, la necesidad de que el país restaure las heridas dejadas por los 17 años de dictadura.
Los horrores cometidos los conoce el país, pero lo que no se sabe es el destino de los desaparecidos y la respuesta la tienen, presumiblemente, solo los miembros de esas instituciones que aún están vivos. Pasaron más de 30 años para conocer la verdad judicial e inapelable del caso de dos jóvenes quemados vivos por una patrulla comandada por oficiales del ejército en 1986 y solo el año pasado se dictó la sentencia. ¿Se puede olvidar, se puede perdonar cuando se escondió la verdad? Así ha sido también con muchos otros casos que la justicia ha podido investigar y condenar a los culpables, que cumplen sentencias de por vida en muchos casos, en la cárcel.
Sin embargo, los tres generales y el almirante nunca comparecieron ante los tribunales, no fueron juzgados y sus subalternos han tenido que pagar por los crímenes ordenados por ellos. Derribaron a un gobierno legítimo, democrático y donde existían mecanismos para solucionar la crisis política que se vivía. Ese es el motivo central por el cual las cuatro instituciones, a través de sus comandantes en jefe y general director, debieran hacer un reconocimiento conjunto de no solo «nunca más», sino de pedir perdón por los crímenes cometidos, tal como lo hizo una tarde del 19 de marzo de 1991 el expresidente Patricio Aylwin, al dar a conocer el «Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación» -Informe Rettig- al dirigirse a los familiares de las víctimas de violaciones de los derechos humanos, expresó:
«Pido solemnemente a las Fuerzas Armadas y de Orden y a todos los que hayan tenido participación en los excesos cometidos que hagan gestos de reconocimiento del dolor causado y colaboren para aminorarlo», para más adelante agregar «la verdad fue ocultada durante mucho tiempo. Mientras unos la denunciaban, otros -que sabían- las negaban y quienes debieron investigarlas no lo hicieron».
Pinochet no tardó en responder al jefe de Estado pocos días después, el 27 de marzo, en su condición de comandante en jefe del ejército declaró enfáticamente desde la Escuela Militar que su institución «le niega tanto validez histórica como jurídica» al citado informe, señaló.
La sociedad chilena sigue esperando que las fuerzas armadas y carabineros se pronuncien para que podamos tener verdaderamente paz en una sociedad fracturada por el pasado y cuya sombra se proyecta sobre el presente y las nuevas generaciones. Un reconocimiento de esta naturaleza por parte de la fuerzas armadas y carabineros contribuiría a que los sectores políticos que apoyaron el golpe de estado de 1973 se abrieran a condenar definitivamente aquello que nunca debió haber ocurrido.