Hace años nos conocimos con Sandino Burbano. Tal vez él no lo recuerde, pero estábamos en aquel bar en el que ponían salsa y a donde acudían los poetas y bohemios. Aquel bar de la calle Foch y Amazonas, cuyo nombre se me escapa. Quedaba en un segundo piso. Abajo funcionaba una discoteca GLBT. Estábamos de pie en medio de la sala. Había mucha gente bailando. Sandino nos decía -yo estaba con alguien- un poema. O más bien, lo improvisaba.
Nativo de Esmeraldas, su nombre tiene resonancias heroicas. Alguien que llevó su mismo nombre estaba frente a un pequeño ejército loco, en el cerro Chipote, defendiendo Nicaragua de los marines yankis. Un encuentro en el que se improvisaban poemas y un nombre semejante eran suficientes para despertar la curiosidad.
Creo que alguna vez vi un cortometraje suyo, o de su hermano. Y acudí, como muchos otros a ver Quijotes Negros (2017). Y acabo de leer La voz infinita (2022), que ha obtenido una mención en el premio La Linares.
Antes de seguir con Sandino quisiera recordar a Lucrecia B. Sabía ir al mismo bar y era, también, de Esmeraldas. Ahora que lo pienso, la gente de Esmeraldas tiene una especie de aire lejano, como si estando en Quito siguieran viendo el mar y no las montañas.
Claro, Quijotes Negros tiene como escenario la playa: allí llega Don Quijote a encontrarse con Sancho. La película podría explicarse como una relectura poética de Don Quijote, llevada a cabo por un hombre del trópico. La obra de Sandino parece reflejar lo que a veces he logrado ver del cine ruso y del cine de Europa Oriental: frente al realismo seco del cine francés – comenzando por el mismo Godard- los eslavos y aún los polacos se van por las ramas, por las mitologías y los sueños. A veces sucede también con el cine latinoamericano, como el de Glauber Rocha o más cercano en el tiempo, el de Eliseo Subiela.
Esa inclinación a dar vueltas con las palabras, a tantear las posibilidades de la ficción, se aprecia en La voz infinita: es decir, semejante al cine onírico o absurdo, esta novelita intenta recrear la vida de los últimos años de la URSS mediante una escritura que se especializa en las metáforas.
Sucede que sospecho que las obras de Sandino no son dadaístas o surrealistas, sino que se parecen más bien a los cuadros del aduanero Rousseau. Son inocentes. Se presentan como una evasión pura. Aun cuando la realidad pretenda alterar la ensoñación de los Quijotes o de la vida en Moscú, prevalece una visión lírica de la existencia. Las intromisiones del realismo carecen, sin embargo, de la atmósfera compleja o cruel que puede apreciarse en el cine de Truffaut, en las novelas de Modiano. En nuestro medio, un director que ha tentado al cine fantástico es Mateo Herrera; pero el cine y la literatura de Burbano quizá responden más a una tradición cultural y literaria que proviene de la misma Esmeraldas.
La lectura de su novela me hace pensar en papá Roncón y en Juyungo: el empeño de Burbano por decir las cosas por medio de figuras es similar al de las gentes de Esmeraldas por decir amorfinos y chigualos, y narrar obstinadamente una aventura de cimarrones: es como si el realismo no hubiera logrado penetrar en esa cultura. El personaje de La voz infinita se encuentra muchas veces con Demóstenes, un hombre de su provincia que trabaja en un hospital en Moscú. “¿Qué habría sido de Demóstenes si se hubiera quedado allá?”, se pregunta en cierto momento el personaje.
Ahora que Esmeraldas luce a ojos de los serranos poseída por bandas criminales… cabría preguntarse si no está en marcha una especie de contrarrevolución. Carentes de proyectos y de idealismos, los esmeraldeños -una provincia relegada, como tantas otras del país- se han dedicado a recrear una nueva mitología: la de los Bandidos. También podríamos apuntar que el cine y la literatura de Sandino no son urbanos: son profundamente rurales.
Sancho rapta a la reina de España y a su hija: el escenario del rapto es Quito, el centro colonial. Allí Sancho es una especie de mendigo. Ya instalado en Esmeraldas, llega Don Quijote: un negro vestido con latas. Hay un enano que los ayuda todo el tiempo. Es una farsa de circo. Es muy bonita. Pero me atrevería a decir que no es moderna: y lo mismo sucede con La voz infinita. El primer escritor moderno de Rusia es Gógol. Pero Sandino no parece haber pasado por allí: fue directamente a las fantasías de Tarkovski.