Creado el 24 de noviembre de 1961, el Premio Magón correspondió a un galardón literario en sus inicios. Así consta en el libro Los premio Magón, del recordado amigo Elías Zeledón Cartín, publicado en 1992. De hecho, su denominación corresponde al pseudónimo o hipocorístico de Manuel González Zeledón (1864-1936), célebre escritor costarricense.
Y, como era de esperar, con él se honró a autores de gran fuste, a quienes poco a poco se sumaron otros artistas e intelectuales. En orden cronológico, los premiados fueron Moisés Vincenzi Pacheco, Julián Marchena Vallerriestra, Carlos Salazar Herrera, Carlos Luis Fallas Sibaja, Hernán Peralta Quirós, Carlos Luis Sáenz Elizondo, José Marín Cañas, Fabián Dobles Rodríguez, Luis Felipe González Flores, Francisco Amighetti Ruiz, Juan Rafael Chacón Solares, León Pacheco Solano, Francisco Zúñiga Chavarría, Teodorico Quirós Alvarado, Joaquín Gutiérrez Mangel y Alberto Cañas Escalante. De estos primeros dieciséis galardonados, así como de los que les siguieron, hasta 1991, Elías incluye en su libro muy valiosas reseñas biográficas, que permiten captar mejor los sólidos méritos de cada uno.
Me he detenido aquí de manera deliberada, pues en 1977 se rompió la tradición, al asignar el Magón a un científico: el Dr. Rafael Lucas Rodríguez Caballero. La verdad es que siempre pensé que a don Rafa le habían otorgado el Magón no solo por su labor científica, sino que también porque fue un excelso dibujante, sobre todo de sus amadas orquídeas. En realidad, la resolución del jurado, integrado por Carlos Salazar Herrera, Samuel Rovinski, Virginia Sandoval de Fonseca, Marco Retana y Joaquín Garro, indica que lo fue:
Por su intensa, seria y permanente labor de investigación en el campo de la botánica, con especialidad en las umbelíferas y las orquídeas, que se encuentra registrada en numerosas publicaciones nacionales y extranjeras, que dio origen a una escuela de investigación en esa especialidad. Su vida ejemplar en el campo de la investigación y de la docencia ha servido de inspiración para los jóvenes científicos, que hoy enriquecen la cultura de nuestro país.
Al respecto, es pertinente indicar que ya en 1971 se había modificado el nombre, para que se llamara Premio Nacional de Cultura Magón, y que sería:
Otorgado anualmente a un escritor, artista o científico costarricense, en reconocimiento a la obra que lleve realizada en el campo de la creación o la investigación hasta la fecha en que se conceda el premio.
Es decir, de manera explícita, esta vez se reconocía que la actividad científica es parte indisoluble de la cultura de una sociedad, sensu lato. Esto no solo es loable, sino que también lógico. De hecho, esa dimensión la recoge el Diccionario de la Real Academia Española, al definir la cultura —en su tercera acepción— como el «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.».
Sin embargo, en realidad esto no ha calado suficientemente en algunas personas, sectores sociales y decisores políticos. Al respecto, recuerdo que hace exactamente 50 años, cuando se fundó la Universidad Nacional (UNA), tuvimos la cercana colaboración del Dr. Rodrigo Zeledón Araya, microbiólogo y parasitólogo de renombre mundial, así como sobresaliente profesor en la Universidad de Costa Rica (UCR), quien además fue uno de los integrantes de la Comisión ad hoc que le confirió visión, estructura y rumbo a la UNA. En 1975, con el fin de fortalecer los incipientes programas de investigación que deseábamos impulsar en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, una tarde-noche por semana nos quedábamos ahí para que nos ofreciera una especie de seminario, en el que se propiciaban muy ricas discusiones. Y me acuerdo de que, en una de sus presentaciones, de manera lapidaria expresó que «ser científico en Costa Rica es como ser torero en Nueva York».
Pero no lo decía con fatalismo ni desánimo, sino con la profunda convicción de que había que cambiar, y pronto, tan lamentable situación. Y tenía criterio y credenciales para decirlo. Intelectual de pensamiento claro, así como de acciones concretas, además de escribir al respecto por la prensa con frecuencia, para entonces ya había gestado su primera criatura, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT), nacido en 1972, y del cual fue su primer director. Y, para dar más amplias dimensiones a sus aspiraciones, después logró la hazaña de fundar el Ministerio de Ciencia y Tecnología (MICIT) en 1990, e incluso convertirse en el primer ministro del ramo.
Creo que, sumados a su destacada carrera científica, estas realizaciones ameritan y justifican que a este egregio ciudadano —hoy con 93 años— se le otorgue el Premio Nacional de Cultura Magón, distinción que ha seguido alejada del mundo científico. De hecho, desde que se galardonó a don Rafael Lucas, debió transcurrir casi un cuarto de siglo para que se premiara a dos notables investigadores provenientes de los campos antropológico y arqueológico, la Dra. María Eugenia Bozzoli Vargas (2001) y don Carlos Aguilar Piedra (2004), respectivamente.
No obstante, de las disciplinas asociadas con las ciencias exactas y naturales, o con sus aplicaciones agrícolas o biomédicas, habría que esperar un decenio para que, en 2011, se honrara al Dr. Rodrigo Gámez Lobo —eso sí, compartido con Rogelio López, artista de la danza—, virólogo de fama mundial, fundador y director del Centro de Investigación en Biología Celular y Molecular (CIBCM) en la UCR, así como fundador y presidente del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio). Un lustro después le correspondería el turno al médico Juan Jaramillo Antillón (2016), destacado académico de la UCR, exministro de Salud Pública y prolífico escritor, con casi 40 libros publicados, no solo en el campo de la salud pública, sino que también en las áreas de la historia y filosofía de la medicina y la ciencia.
Así, a grandes trazos, este es el panorama histórico en que hace apenas dos semanas recibimos con verdadero júbilo la noticia de que el Magón de 2022 le fue otorgado al microbiólogo José María Gutiérrez Gutiérrez.
Con Chema, como cariñosamente se le conoce en el ámbito universitario y científico del país, nos une una relación de amistad desde nuestra época de estudiantes. Dos años menor que yo, nos conocimos allá por 1973-1974, cuando el gobierno de turno se proponía entregar la prístina y paradisíaca isla del Caño a manos extranjeras, para instalar casinos y lupanares de lujo, con el fin de atraer turistas millonarios al país, ante lo cual varias asociaciones y partidos políticos estudiantiles de la UCR emprendimos una intensa lucha, que culminó con éxito.
Además, yo era amigo cercano de mis compañeros de estudios Rafael Quesada Vargas y Richard Taylor Rieger, interesados ambos en el estudio de serpientes venenosas, al punto de que Richard trabajaba con el Dr. Róger Bolaños Herrera, visionario fundador del Instituto Clodomiro Picado, uno de los pioneros en la producción de sueros antiofídicos en América Latina. Eso me acercó a Marco Gómez Leiva, bioquímico que coordinaba las actividades del serpentario de la Facultad de Medicina, así como a Luis Cerdas Fallas, quien trabajaba con don Róger, a la vez que ejercía la docencia en la Facultad de Microbiología. Como el edificio de esta colinda con el de la Escuela de Biología, en una que va y otra que viene nos topamos de nuevo con Chema, de quien todos ellos decían que era un verdadero portento.
Y tenían plena razón. Brillante, inquisitivo, analítico y metódico, Chema empezó a desplegar sus dotes de científico, primero como asistente de investigación y después como investigador titular en el Instituto Clodomiro Picado, al punto de obtener en 1980 el Premio Nacional de Ciencia y Tecnología por sus investigaciones acerca de la acción biológica de los venenos de serpientes. Posteriormente, con su formación acrecentada al obtener el doctorado académico en Ciencias Fisiológicas en 1984, en Oklahoma State University, su carrera científica escaló de manera realmente rutilante, como se capta al leer su extensa y rica hoja de vida.
Sin embargo, hay una dimensión más, que un lector desprevenido podría no captar, y es que Chema siempre ha realizado investigación de primer mundo, pero sin omitir su compromiso con la sociedad. De exquisito don de gentes, rebosante de sensibilidad social, y con ese silencio propio del hacedor de ciencia, en eso Chema ha sabido emular en bonhomía y estatura científica a sus dos mayores mentores, a quienes también ha honrado de varias maneras: Clodomiro (Clorito) Picado Twight (1887-1944) y Alfonso Trejos Willis (1921-1988).
Cuando, con apenas 21 años y becado con gran esfuerzo por el gobierno de Costa Rica, en 1908 Clorito partió hacia Francia, su aspiración era convertirse en un biólogo «puro», y así lo hizo, al obtener en 1913 el doctorado en la Universidad de París. Sin embargo, poco antes de graduarse —con una tesis acerca de la fauna asociada con plantas epífitas, o «piñuelas»—, al efectuar una pasantía en el Instituto Pasteur y el Instituto de Medicina Colonial de París, su mente dio un viraje radical. En efecto, para fortuna de Costa Rica, ahí percibió que podía serle más útil a nuestra patria en el campo de la salud pública. Por eso, en vez de visualizarse como investigador en el Museo Nacional o como eventual profesor universitario, eligió el Hospital San Juan de Dios para impulsar su obra científica. Y, al fundar ahí el Laboratorio de Análisis Clínicos, como en una especie de apostolado científico, hizo de este un centro de investigación en campos como la endocrinología, la hematología, la inmunología y los sueros antiofídicos, todo en beneficio de sus semejantes.
Fue a ese prodigioso recinto donde —llevado por su padre— llegó un día un mozalbete llamado Alfonso Trejos Willis, para que le ayudara durante las vacaciones colegiales de este. Sin embargo, aunque su primer encuentro fue algo áspero, como lo relato en el artículo «Dos anécdotas sobre Clorito» (Semanario Universidad, 9-VIII-02), el sabio supo captar y aquilatar el potencial de Trejos, y poco a poco lo estimuló, hasta convertirlo en un destacado investigador; y tanto, que en 1942 publicaban juntos el libro Biología hematológica elemental comparada, cuando Trejos frisaba los 21 años. No obstante, Clorito fue más allá, pues insufló en Trejos no solo el compromiso con su pueblo, sino que también la valentía y el vigor para denunciar por la prensa lo que no le parecía, no solamente en el ámbito propiamente científico, sino que también en otros planos de la sociedad.
Para quien desee conocer acerca de Trejos, he tenido la fortuna de coordinar dos dossiers dedicados a él: «Para recordar al Dr. Alfonso Trejos» (Esta Semana, 21-IV-89) y «En el centenario del Dr. Alfonso Trejos Willis» (La Revista, 3-XI-2021). En ambos tuve la colaboración de Chema, con los artículos «Semblanza del Dr. Alfonso Trejos Willis» y «El aporte del Dr. Trejos Willis a la investigación científica» en el primero de ellos, y «Alfonso Trejos Willis y el desarrollo de las ciencias biomédicas en Costa Rica» en el segundo. Debo decir que, a pesar de la distancia física, pues nunca he laborado en la UCR, sino primero en la UNA y después en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), hurgar en la vida y la obra de Clorito y don Alfonso ha sido un motivo de reencuentro con Chema a lo largo de los años.
En realidad, a su manera, Chema es el heredero, a la vez que el promotor, de una inveterada tradición científica en el campo de la salud pública, con ciencia de alto calibre, pero también con sentido social, iniciada en 1914 por Clorito —acerca de quien Chema ha escrito también de manera abundante y esclarecedora— y prolongada por Trejos Willis, mentor de Chema. Es decir, como en una carrera de relevos, Chema es el portador de una estafeta de gran significado humano y patriótico, al hacer ciencia de relieve mundial, pero con aplicaciones a la realidad particular de Costa Rica y de otros países del «tercer mundo», porque las labores del Instituto Clodomiro Picado en cuanto a salvar vidas humanas, sobre todo en zonas rurales, sobrepasaron nuestras fronteras desde hace muchos años.
Ahora bien, al igual que sus dos predecesores, Chema no se ha encerrado y aislado en su laboratorio. De ninguna manera. Porque, además de las actividades de acción social que realiza el Instituto Clodomiro Picado —que él dirigió por varios años— para prevenir envenenamientos, o para contrarrestarlos con los sueros antiofídicos que producen, él se ha proyectado con escritos acerca del quehacer y la relación del científico con el mundo en que está inmerso. De ello dan fe varios artículos periodísticos, y especialmente Reflexiones desde la academia. Universidad, ciencia y sociedad (2021), un reciente libro de ensayos en el que con excelente pluma y sobrada lucidez Chema nos alerta sobre las visiones, desafíos, riesgos y avatares de las universidades públicas —hoy víctimas de la miopía de los gobernantes de turno— como entidades ideales para que, con libertad plena y sin apremios financieros, florezca el conocimiento a través de la investigación y el diálogo académico, así como en relación con las necesidades más sentidas de nuestro pueblo.
Pienso que fue todo esto lo que el jurado del Magón valoró, aunque tal vez sin percatarse de que, al conceder el galardón a Chema, en realidad se honra una trayectoria que data de más de un siglo, vale decir, un tenue pero firme hilo conductor que enlaza a Clorito, don Alfonso y Chema, y que, por original, fecundo y prolongado, quizás sea único en América Latina.