Apropiarse de la naturaleza y planificar el curso de la historia humana a nivel planetario —afirma Heidegger— son dos componentes esenciales de la imagen del mundo que, en la modernidad, se convierten a la vez en paradigmas y fuentes generadoras de los valores éticos.
Los medios con principios éticos defienden a la ciudadanía de los gobiernos opresores… ¿y quién defiende a los ciudadanos de los medios opresores? ¿Qué hacer cuando la corrupción campea y el dinero mal habido manda? En general los medios privados siguen siendo más poderosos que los públicos. ¿Cómo contener a los medios corruptos en un sistema capitalista, aún cuando ahora se trate prácticamente en todo el mundo de un capitalismo de Estado?
Ética y verdad, a mi juicio, pueden tomarse como equivalentes. Lo falso, lo erróneo, lo no verdadero sería lo no ético. Ética es verdad, en todos los dominios de la conducta humana.
Cuando hablamos de ética y verdad en los medios, como en cualquier otro campo de la conducta humana, debemos tener presente que ello está implicando una visión de mundo en su totalidad; más precisamente, los valores éticos expresados en una determinada actividad tienen que ser referidos a una visión totalizadora, a una imagen totalizadora que en la época moderna no puede sino reflejar el modo en que, en esta etapa de su historia, el hombre se ve a sí mismo como individuo y como parte de su comunidad.
Esto significa, por lo pronto, que en nuestros días nada ni nadie puede sustraerse a eso que llamamos modernidad o inclusive posmodernidad. Y en el centro de esta visión es la ciencia y la técnica, como investigación y como empresa, lo que en su despliegue y progresiva mundialización viene a caracterizar y a permear todos los ámbitos de la vida moderna. Pero este fenómeno, al que hoy llamamos globalidad, sigue unas pautas y obedece a un desarrollo hegemónico que, sobre todo en el campo de la informática y de las comunicaciones, se ejerce a través de grandes corporaciones concentradoras de poder económico y político.
Así, enfrentados a esas poderosas dinámicas globalizadoras de la modernidad, que en sí mismas representan una visión o imagen del mundo esencialmente científica y tecnológica, sería absurdo pretender que los valores éticos que ellas implican pueden ser sustancialmente alterados en los eslabones intermedios o periféricos de esta cadena. La ética de los poderes hegemónicos en la época moderna, originalmente constituidos y consolidados en las culturas occidentales y después irradiados a todo el mundo en los últimos dos siglos, no es tanto la que se deriva de una visión cientificista del mundo cuanto que es esta misma —manifestada como ciencia y como técnica— la que da origen y sentido a la ética predominante y hegemónica en nuestros días.
Apropiarse de la naturaleza y planificar el curso de la historia humana a nivel planetario —afirma Heidegger— son dos componentes esenciales de la imagen del mundo que, en la modernidad, se convierten a la vez en paradigmas y fuentes generadoras de los valores éticos. La ética, como la estética o la lógica —antiguas categorías del pensamiento filosófico occidental— vienen a resultar en nuestros días las puertas de acceso a un escenario donde ciencia y técnica y sus correlatos ineludibles, empresa y mercado, han desplegado sus poderes hegemónicos a nivel mundial.
Frente a estas realidades —virtuales en tanto que imagen del mundo que a su vez determina hechos reales— parecería absurda por voluntarista y arbitraria la pretensión de sustraer espacios o campos de acción, sus valores éticos y sus medios masivos, a esas dinámicas globalizadoras, a sus elementos y a sus valores constitutivos. En nuestros días las diferencias y las particularidades culturales o nacionales dan el matiz, pero no la esencia. Díganlo si no los avasallamientos de las soberanías estatales por parte de instancias y actores financieros y económicos de los escenarios mundiales, como por ejemplo es el caso de México.
Podemos pretender que adaptamos y damos colores propios, específicos, a lo que con carácter decisivo y fundamental hemos adoptado. En realidad, no ocurre lo uno ni lo otro: no adaptamos ni adoptamos la ciencia y la técnica. Ambas cosas, si no son una sola, se nos imponen como hechos fundamentales y decisivos de la vida moderna. Los japoneses pueden «copiar» y desde luego reinventar una cámara fotográfica; los cubanos hacen funcionar licuadoras o viejos Cadillac con alambritos y reparaciones hechizas. Pero no hay ahora en todo el mundo cosa alguna que, descubierta o inventada, producida y vendida, no pueda ser recreada o reproducida. Los principios de la ciencia y la técnica son universales; la capacidad para emplearlos es particular. El gran reto, el gran riesgo y desafío, es comprender su naturaleza y ponerla —según se dice, de manera un tanto ilusoria o mágica— al servicio del hombre.
Contemplados desde el punto de vista de los derechos humanos, la ética y los medios tienen que ver en una primera instancia con la libertad de comunicación, de expresión, de información; es decir, con derechos humanos específicos que a su vez deben encontrar un punto de referencia y un equilibrio con otros derechos y responsabilidades específicas, tales como los de propiedad, de gobierno, de legalidad.
La lucha ideológica de poderes mediáticos en el México, públicos y privados, muestra cambios muy importantes y significativos, en los tiempos recientes. Con una estrategia novedosa, sumamente eficaz, el liderazgo político de AMLO logró establecer en las llamadas conferencias «Mañaneras» vías en dos sentidos de comunicación que alcanzan prácticamente a todos los rincones del país. Nadie esperaba que se produjera un fenómeno comunicativo tan poderoso y expansivo donde los medios públicos, muy restringidos frente a los privados, ganan espacios de audiencias muy numerosas.
El diálogo nacional entre ciudadanos y para ciudadanos es un esfuerzo de organizar a las fuerzas sociales que buscan mantener o cambiar la estructura y las relaciones de poder. En México, en América Latina y en el mundo las vías políticas para lograrlo siguen siendo limitadas y condicionadas por las fuerzas económicosociales partidístas y, o, abiertamente gubernamentales, que ya detentan el poder.
No obstante, se siguen ampliando y fortaleciendo los espacios alternativos de pensamiento y de acción independientes. Somos hoy muchos más y con mayor conciencia los ciudadanos que luchamos por el cambio social progresivo desde las redes y el internet, que algunos han llamado la «nueva era Gutenberg».
En México, en el ámbito de las izquierdas, somos mayoría los que entendemos que nuestros objetivos mínimos y nuestras estrategias comunes no excluyen ningún espacio de lucha honesta, digna y genuina, y sí en cambio se abren a todo tipo de acciones colectivas e individuales que en los hechos muestren su identificación con las causas populares.
No se trata, pues, solamente de proteger la observancia de unas llamadas garantías individuales frente a unas garantías sociales, sino de encontrar fórmulas de equilibrio entre derechos de las personas y de las colectividades. Las formas, medidas y proporciones de estos equilibrios son desde luego históricas, cambiantes. Pero si tomamos como referencia fundamental de la modernidad las nociones de igualdad y de libertad, que como sabemos aparecen y se instauran en estos últimos dos siglos como paradigmas de las llamadas «sociedades abiertas», entonces tendremos que convenir en que el desarrollo democrático de una sociedad particular, de una nación o estado, dependerá de la manera en que en ella se conjuguen los nuevos equilibrios entre derechos individuales y derechos colectivos.
Ahora bien, cuando se dice —y se dice bien— que a partir de la Conferencia de Viena (1993) existe un consenso acerca de la indivisibilidad, integralidad y universalidad de los derechos humanos, ello significa que todos los derechos consignados en los 30 artículos de la Declaración Universal (1948) están relacionados e interactúan unos con otros. Y aunque allí no se dice cómo se habrán de conjugar las dimensiones individual y colectiva de cada uno de ellos, es claro que solo el desarrollo institucional de normas y conductas basadas en los principios de igualdad y libertad para todos habrá de darnos el parámetro o la medida del avance democrático de una sociedad en particular.
Como en otras sociedades contemporáneas, sobre todo en los años recientes de la postguerra fría, en materia de información los procesos de transición democrática también están pasando en México de la opresión mediática a la liberación de los medios masivos y, más importante todavía, de las sociedades frente a los medios. De un centralismo autoritario y un control hegemónico de partido de Estado, vamos transitando a un pluralismo competitivo en el que de todos modos los medios públicos y privados se enfrentan entre sí para ganar mercados y audiencias. No podemos, sin embargo, caer y creer en el mito de la «libre competencia». La propiedad de los medios, o de las «concesiones» para usarlos, es solo parte de un juego de poderes económicos y políticos que implican al conjunto de la propiedad individual y social cada vez más a nivel planetario. La «libre competencia» es en gran medida una máscara de la concentración de poderes y de la exclusión de los más débiles por los más fuertes.
Cuando hablamos de poder nos estamos refiriendo a una estructura de relaciones sociales donde la concentración de los medios, no solo de comunicación, sino de la producción en general, determina el carácter del Estado y del gobierno. De igual modo puede decirse que la política refleja a la economía, pero no la sustituye como la verdadera base, originaria y constitutiva, del poder.
No debemos, pues, extrañarnos de que la discrecionalidad para legislar, cumplir y hacer cumplir las leyes que regulan la libertad de expresión y el derecho a la información en México, así como el sistema de concesiones de los medios electrónicos, respondan a intereses que van más allá de la propiedad de esos instrumentos para servir en última instancia al mantenimiento de una estructura de poder más amplia, en donde se articulan los grandes intereses predominantes, locales y foráneos.
De este modo la ética-verdad de los propietarios de los medios, en este país y en esta hora no pueden coincidir con la ética-verdad de los generadores y consumidores reales de la información que somos los ciudadanos, la sociedad civil al lado de o frente al Estado y a su gobierno. Ello explica que, no obstante la nueva pluralidad del Legislativo, sobre todo los noticieros de televisión, ante cualquier tentativa de revisar el estatus legal de los medios, sigan encabezando los más feroces ataques en defensa de «su libertad de expresión» y desde luego de sus intereses comerciales.
Henri Leclerc, presidente de la Liga de Derechos Humanos de Francia, al comentar el artículo 19 de la Declaración Universal afirmaba que la libertad de expresión, de buscar, obtener y entregar información, no solo ha de enfrentarse a la «razón de Estado» sino también a una especie de «razón económica». Siendo las informaciones que circulan en nuestros días —agrega— «productos mercantiles», tienen un costo y tienen fuentes de ganancia; están por tanto reservadas a quienes cuentan con los medios financieros para adquirirlas, producirlas e intercambiarlas.
Desde hace varios años se ha venido mostrando y demostrando, mediante análisis de contenido cualitativos y cuantitativos —análisis que permiten documentar de manera irrefutable sus conclusiones— cómo funcionan en realidad los medios electrónicos en México. A través del registro y análisis de la información transmitida por los principales noticieros de televisión se comprueba que el patrón de conducta de los propietarios de las empresas televisivas particulares falta sistemática y consistentemente a la verdad, y por tanto a la ética más elemental, al presentar información parcial y distorsionada, ajena a los criterios de objetividad, imparcialidad y oportunidad que la ley señala, en una amplia gama de materias y campos diversos.
Pero no solo en materias electorales, también en el ámbito de los derechos sociales, económicos y culturales, los patrones de conducta de la televisión siguen siendo hasta ahora contrarios a la ética y a la verdad: por su inequidad al presentar a los distintos actores, por su falta de objetividad al editorializar y contaminar la información, por su franca inducción a interpretaciones facciosas e ideologizadas en contra de determinadas personas, partidos y autoridades.
En los últimos años se han venido elaborando informes sobre cómo se ocupan los principales noticieros de televisión de temas tales como los derechos indígenas y el conflicto en Chiapas, sobre derechos laborales y sindicales, y ahora sobre los derechos de las mujeres. Y las conclusiones irrefutables siguen siendo las mismas: la televisión mexicana no cumple los estándares mínimos, éticos y legales, que garanticen un buen equilibrio entre la libertad de expresión y el derecho a la información de los mexicanos.
El análisis, el diagnóstico y el proceso a los medios mexicanos, en lo fundamental, están hechos. Las conclusiones son inequívocas y contundentes. Lo que falta es la capacidad política y la estrategia para hacer valer dichas conclusiones. Es decir, para impulsar cambios progresivos que, particularmente en la televisión, hagan valer una ética y una nueva legalidad cada vez más acordes a los derechos humanos en sus dimensiones individual y colectiva.
Básicamente y en un sentido general lo que postulamos es que en el México de hoy lo que se requiere es una regulación social más efectiva de los medios, no ya a través del Ejecutivo sino del Legislativo. Es este poder el que debe revisar, garantizar y regular, junto con los organismos civiles y los movimientos sociales, las normas y las conductas de los propietarios y concesionarios de los medios de comunicación masiva. El Ejecutivo debe operar y administrar, pero no sustituir, las decisiones del Legislativo. Por ultimo, afirmamos que es este debe ser sin duda uno de los puntos de la más alta prioridad en las agendas civiles y sociales para una decisiva transición y avance de México a la democracia.