El auge de los movimientos y partidos de extrema derecha es, sin duda, uno de los acontecimientos recientes más preocupantes. En muchos países del mundo están cosechando éxitos asombrosos. Basta pensar en varios países europeos, como Italia, en donde un partido postfascista está ahora en el gobierno; un país escandinavo como Suecia, en el que los «demócratas» de extrema derecha están en la alianza mayoritaria; el éxito de Rassemblement National en Francia y Vox en España; un gobierno conservador en Polonia; una «democracia iliberal» en Hungría; gobiernos de derechas en Turquía e Israel... Fuera de Europa, pensemos en Duterte en Filipinas (su hija es ahora vicepresidenta), Jair Bolsonaro en Brasil, Narendra Modi en la India. Entre medias pensemos en Donald Trump en EE. UU. y Vladimir Putin en Rusia. Ya no son excepciones.
Obviamente, todos tienen sus características específicas y no se puede meter a todos esos partidos en el mismo saco. Las circunstancias políticas y sociales de cada país son diferentes, y el contexto histórico también influye mucho en el desarrollo de estos partidos y movimientos.
Cabe preguntarse de dónde viene este éxito. ¿Cómo explicarlo? Está claro que no todo se puede remitir a la Segunda Guerra Mundial o a la República Española. Vivimos en el siglo 21, después de casi medio siglo de crecimiento económico y bienestar y casi otro medio siglo de políticas neoliberales.
El neoliberalismo es sin duda un factor que hay que examinar. Tras la crisis de la deuda externa de los años 80, se impuso el «ajuste estructural» en la mayoría de los países del sur, lo que significó austeridad presupuestaria, privatizaciones, desregulaciones, libre comercio... Significó el desmantelamiento de las protecciones sociales existentes, que fueron sustituidas por programas de reducción de la pobreza. Más tarde, estas mismas políticas fueron introducidas en Europa, principalmente por la Unión Europea y su unión económica y monetaria. La socialdemocracia, campeona de los Estados del bienestar, participó con entusiasmo en estas políticas.
En Europa, para endulzar el amargo trago de la austeridad, se introdujeron algunas medidas culturales. La igualdad de género entró en la agenda, se permitió el aborto, siguieron los matrimonios entre personas del mismo sexo.
Sin embargo, esto no era lo que pedía gran parte de la clase trabajadora. Al sentirse abandonada, se oía una demanda constante de más protección, pero no se la escuchaba. Aquí es en donde entraron en juego los partidos verdaderamente conservadores, contrarios a toda forma de innovación cultural y a la inmigración. Este último punto es, de hecho, lo que una gran parte de las clases trabajadoras veía como la mayor amenaza para su nivel de vida. La mayoría de la población norteafricana, turca o afgana se considera ahora una amenaza para los «valores occidentales» y para unas condiciones de trabajo decentes. Digan lo que digan las investigaciones académicas al respecto —y en su mayoría refutan las amenazas—, la inmigración se ha convertido en un importante factor perturbador de la forma en que se defiende el bienestar.
Lo sorprendente de todo esto es que los partidos y movimientos conservadores intentan rechazar a los migrantes y/o violar sus derechos humanos, mientras que los países de donde proceden estos migrantes describen a occidente y sus valores como decadentes. Sin embargo, muchos emigrantes, sobre todo mujeres, se sienten atraídos por las libertades que ofrecen nuestras sociedades.
Nada de todo esto es nuevo, occidente y la modernidad siempre tuvieron sus enemigos, mientras que son raros los períodos en los que los inmigrantes se integraron sin problemas en la sociedad. Además, las libertades sexuales siempre han sido vistas, en todo el mundo, en un periodo u otro, como una amenaza para el orden social.
A esto se añade una ofensiva ideológica procedente de un sector totalmente distinto. Los numerosos pensadores progresistas antimodernidad, esperando «humanizar» o rechazando de plano la modernidad y su racionalidad, hablando de colonialidad y epistemicidio, contribuyeron involuntariamente a poner en cuestión los derechos humanos, la igualdad de género y el individualismo. El problema es que la mayoría de estos pensadores solo se refieren a la conquista y colonización de América Latina, unida al genocidio de sus pueblos indígenas. Raramente aplicaron sus teorías a otras civilizaciones.
Por último, es un hecho que muchos jóvenes de hoy exigen más orden y disciplina. La generación boomer de sus padres y abuelos se considera excesivamente libertaria. En ese contexto, algunos movimientos de extrema derecha sí aceptan la innovación cultural, pero aspirando a algún tipo de pureza, rechazarían la inmigración.
Protección
Un elemento común a todos los discursos de la derecha es la respuesta a la demanda permanente y universal de la gente: protección. Todas las personas necesitan protección, siempre y en todas partes. Esta protección, como vengo subrayando desde hace años, puede darse básicamente de dos maneras diferentes: con derechos económicos y sociales o con la policía y el ejército. En los tiempos modernos hemos aprendido a confiar a los Estados la provisión de esta protección, de ambas formas, aunque en la mayoría de los casos haciendo hincapié en la dimensión de los derechos, materializada en los Estados del bienestar con servicios públicos y derecho laboral.
En la base del razonamiento de este enfoque está la convicción de que la paz no es posible sin justicia social, como afirma el Preámbulo de la Constitución de la OIT. Si se promueven los derechos sociales y económicos, la necesidad de que la policía y el ejército mantengan el orden social será muy limitada.
Sin embargo, ahora que se están desmantelando los Estados de bienestar y las protecciones sociales, se tiende a recurrir de nuevo a la prevención de la violencia y a la lucha contra el desorden social con «robocops».
Este es, claramente, el terreno privilegiado de los partidos y movimientos de extrema derecha. La reacción de los partidos políticos progresistas ha consistido principalmente en advertir de los peligros de esta evolución. Se dice que la gente aún no ha visto la «verdadera cara» de las fuerzas de derechas, que destruirán la democracia, que le quitarán la protección a la gente. Su éxito es escaso, porque no restauran los Estados del bienestar y porque las fuerzas de derechas sí ofrecen protección e incluso algunos derechos sociales y económicos, aunque de forma muy diferente.
Emancipación y solidaridad
Aquí es en donde hay que mencionar y examinar tres conceptos fundamentales: emancipación, solidaridad y universalismo.
No soy historiadora ni experta en movimientos de extrema derecha o (post)fascistas, pero es posible echar un vistazo a cómo se desarrollaron sus políticas sociales y de justicia social en el siglo 20. Sin duda es erróneo decir que estas políticas se descuidaron.
Durante la dictadura franquista en España se promulgaron muchas leyes sociales y laborales nuevas, desde ayudas familiares a pensiones, seguro obligatorio de enfermedad, subsidios de desempleo, protección de los trabajadores rurales, etc. Ciertamente, España no fue un país precursor en políticas y protección sociales, y mirando hacia atrás hay que decir que solo fueron algunas migajas que cayeron de la mesa de los ricos durante una época de intensa protesta social en los años sesenta. Además, hubo una grave represión de estas protestas y el resultado fue todo menos la puesta en marcha de un Estado de bienestar. Solo había un sindicato oficial al que los trabajadores tenían que afiliarse. Otros, como UGT y CCOO, estaban prohibidos, al igual que los partidos políticos de izquierdas.
El fascismo italiano, dice Umberto Eco, no tenía una filosofía propia. Mussolini solo tenía una retórica y todas sus políticas estaban destinadas ante todo a promover la lealtad a su liderazgo. Apeló a las clases medias frustradas y promovió su «corporativismo» para tratar de eliminar los conflictos de clase. Mussolini convenció a los líderes liberales de Europa de que las reformas sociales serían necesarias si querían luchar contra el comunismo.
En la Alemania nazi, la ideología fascista era más abierta. Se pensaba que los conflictos de clase eran imposibles en una Volksgemeinschaft —comunidad popular— de carácter nacional homogéneo. Sabemos que la precedente República de Weimar fue el origen de los primeros sistemas de seguridad social. En la Alemania nazi, sin embargo, cada trabajador se convirtió en miembro del conjunto y fue llamado a cooperar en la vida del Estado. Los judíos estaban excluidos, solo los nacionales podían ser ciudadanos y solo había un partido que representara la vida política del pueblo. También se adoptaron muchas medidas protectoras, como la protección del salario y la jornada laboral de 8 horas. Pero no había conflicto con el capital, al contrario, el trabajo se consideraba un deber hacia la comunidad y el beneficio común del pueblo y el Estado.
Es fácil ver que este tipo de protección tiene un carácter totalmente distinto de la protección emancipadora del Estado de bienestar.
No es una coincidencia que la palabra «emancipación» haya desaparecido más o menos de los discursos conservadores y liberales de hoy en día. Los liberales hablan de «empoderamiento», que es algo diferente. El empoderamiento es el «poder de actuar». Proporciona a los individuos y a los colectivos la posibilidad, dentro de un espacio político y social determinado, de actuar para defender sus derechos. Sin embargo, este empoderamiento no será posible o difícil de obtener si no existe la «emancipación», que es la liberación de la tutela y la autoridad, la capacidad de pensar por uno mismo, el desarrollo de una identidad con autonomía y libertad que conduce al poder de actuar. Se trata también de un proyecto individual y colectivo, ya que no es posible liberarse sin tomar conciencia de nuestra interdependencia. La emancipación es el trasfondo filosófico que hace posible el empoderamiento político y social.
Por tanto, la emancipación está estrechamente relacionada con la solidaridad y el sentimiento de pertenencia a un todo mayor que la prisión individual. La solidaridad es siempre recíproca, no es de uno a otro, sino necesariamente también de otro a uno.
Estos dos elementos faltan siempre en las políticas sociales de derechas y son, por tanto, las dimensiones que hay que promover si se quiere luchar contra ellas.
Si miramos hoy a Hungría, Polonia o Italia, veremos políticas de nacionalismo, nativismo o exclusión de la protección social para los no nacionales (véanse también los socialdemócratas daneses). Estas políticas no son neoliberales, aunque no necesariamente desprivaticen los servicios públicos. No se basan prioritariamente en la mano de obra barata, sino en la inclusión de la mano de obra nacional en un proyecto nacional/patriótico, intentando construir «comunidades», ofreciendo «seguridad». No promueven la igualdad de género, sino que prefieren que las esposas se queden en casa. No son necesariamente anticapitalistas, aunque algunas partes del fascismo sí lo sean.
Lo que esto significa es que la lucha contra la extrema derecha no puede ser la misma que la lucha contra el neoliberalismo, aunque en ambos casos la justicia social puede ser crucial para ellas.
Luchar contra el neoliberalismo significa luchar contra las privatizaciones y las desregulaciones, significa luchar por los derechos sociales y económicos como tales. Luchar contra las políticas de derechas significa luchar por otros valores, la emancipación y la solidaridad. Y aquí hay que añadir un tercer elemento: el universalismo.
El universalismo es totalmente compatible con la diversidad, es incluso su condición. La diversidad solo es aceptable si al final hay unos valores comunes que nos unan a todos. El universalismo va en contra de todas las tendencias al nacionalismo y al patriotismo, que con demasiada frecuencia conducen a la exclusión de algunos grupos de personas.
Dios, nación, familia, estos son los valores centrales de los movimientos de extrema derecha que los hacen fundamentalmente diferentes de las fuerzas de izquierda y progresistas, así como de los neoliberales. Se basan en la exclusión en lugar de la inclusión, predican el conformismo, el odio y la aversión a todo lo que no se ajusta a sus valores. Como base de la justicia social son muy cuestionables. Las personas necesitan protección, pero también autonomía y libertad, emancipación.