Se acerca el final del año 2022. ¡Qué año! Todavía tenemos coletazos de la pandemia, nada menos que en el país más poblado del mundo, China. A los muchos focos de conflictos bélicos se ha sumado Europa, la vieja cuna de todas las grandes guerras, Rusia invadió Ucrania y no hay mínimas señales del fin de este enfrentamiento del que participa además toda la OTAN, sin embargo, el tic toc más preocupante, más inexorable es otro: es el estado de la naturaleza, su degradación.
Los seres humanos nos hemos transformado por primera vez en la causa y la posibilidad de determinar el fin de las especies sobre la tierra, en primer lugar de la propia humanidad. Paso a paso, latido a latido.
Estamos en vísperas de un nuevo año, tendríamos que lanzar las campanas al viento, construir esperanzas y optimismo luego de años tan duros, pero sería una irresponsabilidad.
Ya casi lo niega, ni siquiera las pocas voces que antaño denostaban a los que hablaban de la posible catástrofe ambiental, del cambio climático, del aumento constante de la temperatura en la superficie de la tierra y de los océanos y los polos helados.
Todas las conferencias, foros, publicaciones que se realizan sobre este tema, aún con la mejor buena voluntad, no logran en absoluto que se impongan los cambios urgentes y necesarios para frenar esta catástrofe de proporciones desconocidas. No hay antecedentes, ni los peores y más violentos hechos geológicos de todos los tiempos pueden compararse con esta lenta y terrible degradación de la atmósfera y a través de ella la afectación de toda la naturaleza.
En realidad la peor guerra del ser humano en la actualidad es precisamente contra la naturaleza. ¡Hay que detenerla!
Es un tema de velocidad de los cambios y de su profundidad. No se percibe en los organismos internacionales, en los gobiernos nacionales, en los grandes complejos industriales y productivos, en las infraestructuras los cambios necesarios para frenar el cambio climático.
Podríamos nuevamente acumular datos e informaciones, alcanza con una sola afirmación, lo que está en peligro es la biodiversidad y sin ella no hay lugar ni posibilidad de vida humana sobre la Tierra.
Si analizamos los procesos de los últimos años, sus efectos en la naturaleza, en la atmósfera, en los mares, en nuestras ciudades, campañas, montañas y glaciales, en nuestros lagos y ríos y en general en los cambios ya visibles en el clima en todo el mundo, es fácil comprobar que todavía no hemos asumido la gravedad de la situación.
Que todavía las formas del consumo, del transporte, de nuestra vida no ha cambiado prácticamente nada a favor de la naturaleza, que seguimos guiándonos por la indolencia y por la codicia. Y si bien es posible que en los primero tiempos, los más afectados, como siempre serán los más débiles, los más pobres y que algunos potentes y potentados puedan creer que ellos sobrevivirán, es solo cuestión de tiempo. La catástrofe será total. Y no logramos que esa gravedad sea asumida por todos, en un nuevo e imprescindible pacto entre los seres humanos y la naturaleza. Y el reloj sigue su curso, inexorable.
No hay ya interpretación filosófica, teológica, religiosa o de cualquier tipo que con sus explicaciones nos pueda evitar los cambios profundos que se deben producir en nuestras vidas concretas, diarias, comenzando por el consumo, por las nuevas formas de bienestar y producción en equilibrio con la naturaleza.
Esa es la nueva palabra clave: equilibrio. Necesitamos un nuevo equilibrio entre nosotros, todos nosotros y la naturaleza y no lo estamos logrando.
Las grandes tragedias, guerras, pestes, holocaustos son incomparables con los peligros de este desequilibrio planetario entre nuestra civilización y la naturaleza.
Y lo que hay que reformar, revolucionar obviamente no es la naturaleza, para hacerla más resistente a nuestras emisiones de gases, a nuestros millones de toneladas de plásticos, a nuestra super explotación, lo que debemos revolucionar es nuestra civilización.
Desde la capacidad de gobernar a nivel global y nacional este cambio, para lo cual se necesitan liderazgos que no asoman en el horizonte, hasta la conciencia individual, familiar, cotidiana de que nuestras vidas tendrán que cambiar profundamente. Lo podemos hacer como una reacción civilizada, sensible y planificada o como resultado del avance imparable de la degradación de la naturaleza.
La única buena noticia en este plano, es que todavía estamos a tiempo, aunque sea breve. Pero no por este camino lleno de palabras, de pequeños retoques cuando lo que se necesita es un nuevo pacto, un nuevo acuerdo global entre la humanidad y la naturaleza.
Hay momentos en que el tamaño de los problemas es tan desproporcionado a nuestras pequeñas vidas individuales que resulta abrumador incluso hablar de ellos, mencionarlos, podríamos seguir por la pendiente esperando un milagro, o a lo sumo, que le toque a otras generaciones.
Incluso las voces de alarma son desproporcionadas, son pequeñas y apenas llegan a los centros de poder, los rozan y ellos reaccionan con el mismo sentimiento de omnipotencia que tienen frente a otras crisis y catástrofes: el hambre, los refugiados, la política, las guerras, el terrorismo, las pandemias, las finanzas. Nada se parece a la nueva situación.
La naturaleza nos ha ido inundando de pequeñas y grandes señales que en los laboratorios asumen un cierto valor, pero en la vida cotidiana de toda la civilización, son absorbidos por las costumbres y la desidia o directamente la irresponsabilidad. ¿Son demasiado grandes los problemas y los cambios y lo que debemos hacer es resignarnos y conscientes o inconscientes asumir que esta diminuta esfera azul que gira en un universo y donde por ahora es el único microscópico punto donde hay vida y sobre todo vida humana, en definitiva deberá desparecer?
Está en nuestras manos, en nuestras almas, en nuestra inteligencia y sensibilidad, el crédito que la naturaleza nos ha dado a los más de 8 mil millones de seres humanos actuales y durante cientos de miles de años ha sido enorme, todavía podemos construir un nuevo equilibrio y una nueva felicidad.