Los árboles de los pueblos suelen durar más que los seres humanos, y siempre he tenido la impresión de que también ellos nos recuerdan, tal vez mejor que como nosotros los recordamos a ellos.

(Gabriel García Márquez)

Semanas atrás leía sobre una interesante celebración menor judía, Tu BiShvat. El 15 de Shvat coincide con los primeros días de febrero, y recuerda las siete especies de plantas que la Torá promete en abundancia para la Tierra Santa. Con el tiempo, se ha ido convirtiendo no solo en un símbolo de apego a la tierra de Israel, sino en una festividad ambiental, un día para recordar nuestro compromiso de cuidar a la naturaleza.

Mientras leía, recordé a un enamorado de las plantas, mi amigo y colega Darío Boscán Odor (1936-2010). Darío y el reconocido José Joaquín J.J. Cabrera Malo (1921-2016) establecieron un bosque experimental de unas 500 hectáreas de pinos Caribe (Pinus caribaea var. hondurensis: Pinaceae). Pensaban aprovechar las sabanas de Anzoátegui y Monagas. Aquella obra se realizó en una estación experimental cercana a la población de Uracoa, en Monagas. Fue tan exitosa que, en relativamente poco tiempo, se plantarían 500.000 hectáreas con fines comerciales, convirtiéndolo en el bosque artificial más grande que existe. Su impacto ha sido tal que, según investigadores, ha promovido no solo innovaciones tecnológicas e industriales, sino que ha propiciado cambios en el clima y los ambientes de la región.

Varios amigos alguna vez llegamos a comentar que Darío era el agrónomo más cabal que conocíamos. Enamorado de las plantas, luego de cada viaje que hacía a tierras lejanas, o no tanto, traía semillas que sembraba en los diversos lugares en los que trabajaba. El primer Baobad que recuerdo haber visto lo sembró Darío en el campo de la Estación Experimental de FUSAGRI, en Cagua: un lugar en el que tuve la suerte de trabajar y que forjó un legado agrícola invaluable, pero que hoy, lamentablemente, es apenas un recuerdo. Luis Marcano González, su presidente, me comenta que la estación y sus terrenos se perdieron debido a una invasión.

Aquel Baobad (Adansonia digitata: Malvaceae), oriundo del África sub-Sahariana, no fue el único ejemplar de la especie que fuera introducido en Venezuela. Yo conocí unos tres más. Uno, en el Jardín Botánico la Facultad de Agronomía; otro, en el Jardín Botánico de Maracaibo; y un tercero en Ciudad Bolívar. Entiendo que, en Venezuela, existen una veintena. Algunos fueron sembrados por curiosidad, otros para intentar controlar la malaria, otros, para estudiar su desarrollo. Alguien me comentó que sembraron uno en Falcón, para estudiar su adaptación al estado y evaluar su producción, sus características y el valor alimentario de sus frutos.

El “progenitor ancestral” de los baobabs se originó en Madagascar hace unos 41 millones de años, y la primera población de baobabs surgió hace 21 millones. Algunas de las semillas producidas por estos serían transportadas por corrientes oceánicas hasta Australia y África continental. La evolución haría el resto, y esas poblaciones, adaptadas a nuevas tierras y diferentes condiciones ambientales, generarían unas ocho especies en total.

Los Baobabs sustentan una amplia diversidad de animales y plantas. Eso les ganó el apodo de “Árbol de la Vida.” Muchas partes de este árbol son utilizables. Tradicionalmente, se consumen sus raíces, los nuevos brotes, sus hojas, sus flores. Mezclada con agua, la pulpa de sus frutos, que tiene un alto contenido de vitamina C, calcio, magnesio, potasio y fibra, se convierte en una bebida refrescante y alimenticia. Sus semillas tostadas se comen o se muelen para preparar una bebida parecida al café. Partes del Baobad se utilizan medicinalmente, como cosmético y hasta como forraje para animales.

Estas imponentes plantas alcanzan los treinta metros de altura y parecen estar “al revés”. A medida que pierden sus hojas, las ramas se van arqueando hacia arriba, semejando una masa de raíces que parecen garras tratando de atrapar el cielo.

Yo trabajaba en la estación experimental cuando, gracias a las investigaciones que mi Departamento venía haciendo, y a otras curiosas coincidencias, el gobierno israelí me invitó a estudiar la producción de hortalizas en condiciones críticas. Recorrí casi todo ese país, interactuando con personal de los varios Kibutzim y Moshavim donde me hospedaba. Tuve la oportunidad de visitar numerosos lugares de relevancia histórica y religiosa. Uno de esos lugares fue el monte de los olivos, una cresta montañosa en el lado este de la ciudad vieja de Jerusalén. Su nombre deriva de los olivos que, algún momento, cubrían sus laderas.

Cuando visitamos ese pequeño cerro, había poco más de una veintena de olivos (Olea europea: Oleaceae). Aunque algunos lugareños nos comentaron que estábamos viendo árboles que tenían varios miles de años, estudios científicos han demostrado que, en realidad, los más antiguos tienen apenas mil años. Son viejos, sin duda, pero descienden de aquellos que estaban allí cuando el Rey David subió en oración, intentando escapar de la ira de su hijo Absalón. Mucho tiempo después, según el Nuevo Testamento, Jesús de Nazareth oró entre esos olivos, antes de ser traicionado por Judas Iscariote; desde este mismo sitio ascendió al cielo luego de su resurrección.

Es un lugar sagrado. En su ladera sur se encuentra la antigua necrópolis de Siloé, y en la del sector este, un cementerio judío con casi tres mil años de historia.Tradicionalmente, algunas familias judías recolectan las aceitunas de estos olivos a mediados de septiembre, luego de la fiesta cristiana de la Santa Cruz, para elaborar aceite.

Pero regresemos a la Maracay de mis días universitarios. Recuerdo claramente una de mis primeras conversaciones con Francisco Fernández Yépez (1923-1986), quien sería luego mi tutor. Una vez me dijo: “Para ser un buen entomólogo, hay que aprender botánica.” Afortunadamente, mis contemporáneos en la Facultad y yo tuvimos la suerte de aprender botánica con dos profesionales de excepción, Ludwig Schnee (1908-1975) y Baltasar Trujillo (1927-2018). Baltasar era experto en cactos, y recuerdo que una vez, caminando por el jardín botánico de nuestra facultad, que hoy lleva su nombre, me enseñó y describió con entusiasmo una planta que él mismo había sembrado: una Guasabara (o tuna chivera) (Cylindropuntia xvivipara: Cactaceae).

En esas clases de botánica yo aprendería mucho, pero aun así nada me prepararía para la impresión que me daría ver por vez primera los Cucharones, Candelos, o “Árboles Niño” (Gyranthera caribensis: Bombacaceae), los árboles más majestuosos que son endémicos de la cordillera de la costa venezolana. Los conocí cuando fui por primera vez a recolectar insectos a Rancho Grande. Alrededor de la estación me topé con los primeros ejemplares gigantes, de unos treinta metros de alto, que en pleno bosque alcanzar el doble de altura.

Llegar a los jardines de la estación, ver la neblina que comenzaba comenzar a cubrir los alrededores, escuchar a los conotos y verlos volar, acercarse o salir de sus nidos colgantes como enormes guirnaldas de las ramas de los altos árboles, fue una instantánea “intoxicación” de naturaleza, que tuve la suerte de experimentar durante muchos años. Cada una de esas experiencias “mágicas” me fue convirtiendo poco a poco en entomólogo.

Ya había visto esos mismos árboles en algunas excursiones a El Ávila, pero no les había prestado mayor atención hasta luego de aquel primer día en Rancho Grande. Esos árboles, que son típicos de los bosques húmedos y nublados del norte de Venezuela, además de un gran tamaño tienen una madera blanda que casi no se utiliza comercialmente. El tronco no se bifurca hasta alcanzar gran altura. Su corteza, gracias a la humedad ambiental y los altos niveles de oxígeno, tiende a alojar mohos, musgos y líquenes, dándole una coloración que mezcla varios tonos cafés, con blancos, verdes y grises. En sus ramas vemos también numerosos helechos, bromelias, orquídeas y otras epifitas. Sus curiosas raíces tubulares les permiten asentarse en el suelo constantemente húmedo. Nuestro amigo Andy Field (1955-1984) habría de revelarnos algunos de sus secretos, como que sus flores son polinizadas por murciélagos, o que se distribuyen en el bosque en grupos más o menos dispersos.

En enero de 2013 yo acababa de mudarme al pequeño y simpático pueblo de Clovis, contratado por Universidad del Estado de California, en el condado de Fresno, cuando decidí ir a conocer el Parque Nacional Secuoya, a poco más de dos horas de nuestro apartamento. Justo a la entrada de los Parques King’s Canyon y Secuoya, se pueden ver los restos de una vieja Secuoya Gigante (Sequoiadendrum giganteum: Cupressaceae) deteriorada, y un poco más allá, siguiendo la vía hacia la izquierda, hay un pequeño estacionamiento frente a la Gruta del Big Stump (Gran Tocón) donde se encuentra lo que queda del enorme árbol “Mark Twain” talado en 1892. Partes de ese árbol aún se exhiben en el Museo Americano de Historia Natural, en Nueva York. Caminando por allí vi otros tocones y varias secuoyas jóvenes, que crecieron luego de las primeras talas que tuvieron lugar hace muchos años.

Tras unos cuantos minutos de marcha, una vez pasada la zona de Stony Creek, se ingresa de frente a la “Gruta Perdida.” Allí no queda otra que bajarse. Aunque las Secuoya que hay allí no son los más altas que haya visto, su imponente tamaño y su grosor lo dejan a uno boquiabierto por largos minutos. Finalmente llegaría al Museo del Bosque de Secuoyas Gigantes. No encuentro palabras para definir la magnificencia de estos árboles. La especie vegetal de mayor volumen en el mundo. ¡Hay que ver esos árboles!

Con el tiempo habría de conocer otras grutas de Secuoyas, incluidas la de Mariposa, en el Parque Nacional Yosemite, y Calaveras. Cuando Alfred Russel Wallace (1823-1913), proponente de la evolución por Selección Natural (también propuesta independientemente por Charles Darwin), visitó esta gruta, hizo el siguiente comentario:

De todas las maravillas naturales que vi en los Estados Unidos de América, nada me impresionó tanto como estos gloriosos árboles.

Wallace criticaría duramente el entusiasmo con el que los estadounidenses venían talando tan majestuosos árboles.

Algún tiempo después de aquel primer encuentro con los formidables Sequoyas, me sorprenderían casi de igual manera las Secuoyas Rojas (Sequoia sempervirens: Cupressacae), los árboles más altos del planeta, que pude observar en los Parques Nacionales y Estatales Redwoods, al norte de California, cuando fui a visitar en Eureka a nuestra querida amiga Karen Angel, sobrina de Jimmie Angel (1899-1956), mítico explorador y aviador, descubridor del Salto Angel. Karen preside el Proyecto Histórico que lleva el nombre de su tío. Aunque había visto ya unas cuantas Secuoyas Rojas en algunas grutas y parques del centro de California, en el norte del estado existen algunos que nunca fueron talados, sobrepasan los cien metros de altura y tienen entre mil y dos mil años de edad.

Pero los árboles no dejan de sorprender. Esto es particularmente cierto respecto a los pinos longevos o pinos de conos erizados (Pinus longaeva: Pinaceae), presentes en escasos lugares de Utah, Nevada y California. Mi esposa y yo llegamos a verlos y caminamos entre ellos un par de veces, cuando visitamos las Montañas Blancas de California. Están entre los árboles más antiguos del planeta, y su longevidad oscila entre los 4 y los 6 mil años.

La comprensión del mundo natural aportada por Alejandro de Humboldt (1769-1859) le permitiría a Ernst Haeckel (1834-1919) acuñar el término “ecología (Oecologie).” Humboldt pensaba que la naturaleza era el “hogar” (oikos) en el que los seres vivos se influyen y apoyan mutuamente.

Humboldt realizaría sus primeras observaciones ecológicas en el Lago de Valencia (Lago Tacarigua), al cual llegó junto con Aimé Bonpland (1773-1858) en 1800. Luego de conversar con indígenas locales y agricultores criollos, y llevar a cabo sus propias investigaciones, concluiría que los árboles son cruciales para mantener la integridad del ambiente. Talarlos indiscriminadamente y sustituir bosques por granjas transforman el clima y el suelo.

image host Dario Boscán a un lado del Baobad que sembró en la Estacion Experimental de FUSAGRI en Cagua, Venezuela. Foto: Luis Marcano Gonzalez.

Notas

Ascanio, A. (2021) Uverito, future verde de Venezuela. Fusagri.
Farmer, J. (2023) The Science Behind the Oldest Trees on Earth. Smithsonian Magazine
Hora, B. (1986) Oxford Encyclopedia of Trees of the World. Scotland: Crescent. 288 pp.
Wan, JN., Wang, SW., Leitch, A.R. et al. (2024) The rise of baobab trees in Madagascar. Nature 629: 1091–1099.
Wulf, A. (2015) The Invention of Nature. Alexander von Humboldt’s new world. New York: Alfred A. Knopf. 473 pp.