Cuando nos hagamos responsables del dolor del otro, nuestro compromiso nos dará un sentido que nos colocará por encima de la fatalidad de la historia.
(Ernesto Sábato)
Se abrieron ojos de nuevo, sigilosos, entraron horizontes, dibujando siluetas de montes. Entre lo etéreo y lo sólido, amanecieron miradas, traspasando todo parcialmente. Evanescencias de una fragancia sutil, asombros secretos inexpresados. El suelo, cubierto de un cielo cabizbajo, con nubes de bruma y brazos abiertos, la gotera del tiempo llenando los vasos.
Escuché las noticias, ¡ay las noticias! De acuerdo con las Naciones Unidas, la población mundial alcanzó 8 mil millones de gentes, (sí, 8,000,000,000), el 15 de noviembre de 2022, y se proyecta que va a alcanzar un máximo de 10,400 millones en la década del 2080. Primero pensé, ¡tanta gente! (relámpagos deslumbrantes rebotando en ecos de luz, alumbrando una sucesión de dibujos animados, proyectados como en una película). Luego me dije, bueno, pero ya yo estoy por salirme de esta cuenta. Y del cuento.
Mi amigo Roberto Savio, resumió en su libro reciente, los grandes retos a esta multitud de humanidad y a su casa la Tierra:
Desigualdad económica, consumismo desenfrenado, armamentismo, cambio climático, supresión a los derechos de las mujeres, racismo, pandemias, migraciones masivas, automatización del trabajo, conexión de la desinformación, y el debilitamiento del multilateralismo y la democracia.
Y me acordé de unas ecuaciones que vi una vez escritas por un maestro espiritual de la India:
Egoísmo x población = caos social, ingobernabilidad, desigualdad, guerras, pobreza.
Abnegación x población = bienestar social, paz, igualdad.
Me surgió entonces la pregunta ¿Dónde están las verdaderas raíces de las guerras? ¿Están en la mente de un puñado de individuos que gobiernan sus respectivos países? ¿O están en los sistemas mismos que hemos creado y por los que hemos estado viviendo durante siglos, los sistemas económicos, políticos, administrativos, e industriales?
¿Será que la raíz del problema reside en la psique humana, y que la acción social colectiva comienza desde nuestro sentir y accionar en la vida individual? Yo creo, que no podemos separar nuestro egoísmo como individuos, de su sumatoria en el colectivo de la sociedad. Y que nos guste o no, somos cada uno, responsables de lo que está sucediendo en el mundo.
La primera vez que recuerdo estar vivo y despierto, o sea que formaba parte de esta multitud de humanidad, me llega como una memoria de la niñez, quizás a los tres o cuatro años, cuando encontré a mi perrito muerto en la mañana. Ese momento quedó registrado en mí para siempre, cuando mi consciencia, todavía atolondrada ante la magia de vivir, se dio cuenta por primera vez, que los seres que uno quería se morían.
En medio de aquel amanecer de nacer, cuando aún no sabía ni quién era, me di cuenta de que las formas queridas se iban para siempre. La muerte de mi mascota me llevó a preguntarme, si también mis padres morirían, y al recibir una respuesta afirmativa, quedé aterrado. Y al despertar en las mañanas, durante aquellas etapas de mi niñez, corría a su habitación para asegurarme que aún estaban vivos.
La noticia de la muerte había enmarcado, con un cierto desencanto, la maravilla a la cual me asomaba. Hasta ese entonces, fuera de cuando me caía o me corregían la conducta, o me dolía algo, la vida había sido como un cuento de hadas.
Después fui a la escuela. Era fascinante, ver a tantos otros niños distintos. Allí nos enseñaban palabras y números y colores, y nos decían cosas de la historia. Además, en el catecismo explicaban el por qué a fin de cuentas uno se moría. Me impresionaba mucho, aunque no entendía nada y me parecía, que los que lo explicaban tampoco, que me hacían puros cuentos.
Entre los cuentos me hablaban de un tal señor Jesús, que tenía el pelo largo y que estaba más allá de la muerte porque, aunque murió, volvió de nuevo a vivir. Eso sí que me pareció fantástico, y me cayó bien ese señor. Tanto, que, en mi imaginación de niño, me hice amigo de él, y me acompañaba invisible cuando caminaba a la escuela y me ayudaba a cruzar las calles y sentía su compañía, como la de alguien bien agradable y cercano, como la de mi madre. Y este amigo no solo no se moría, sino que yo sentía que siempre estaba conmigo.
Así empezó este vivir. Este mosaico de impresiones y percepciones de consciencia. Este paulatino experimentar del entorno que nos rodea y buceo del subconsciente que nos inunda con memorias de experiencias grabadas. Este saberse uno mismo no sabiendo, buscándose y perdiéndose, en una maraña de imágenes, en un entre afuera y adentro.
Al crecer, se me fue la magia y se consolidaron en mí, los intereses creados, los egoísmos, los «quítate tú para ponerme yo». Los hermosos mitos de la creación y comunalidad humana se volvieron rutinas o argumentos para hablar. Mi amigo invisible de la infancia, Jesús, pasó a ser un nombre, un recuerdo, en medio de un mundo materialista y racionalista, donde lo más importante era sobrevivir y predominar sobre los demás. Donde el instrumento de conocimiento ya no era la magia, ni el cariño que sentí de niño, sino la mente calculadora y racional, las ideologías, los fanatismos.
Esta mente, tanto individual como colectiva, nos lleva a una compleja y generalizada crisis de ahora y siempre. Porque las soluciones que propone están basadas en una visión limitada de lo que es ser humano; son inadecuadas para entender el ser. De alguna manera tenemos que ir más allá de las visiones estrechas de la mente para darnos cuenta de la unicidad de la vida. Tenemos que ir más allá de lo fragmentario. Tenemos que abrazar la vida en su impresionante belleza; más allá de perpetuar fragmentos, de inventar rincones de ego y punto de vista, donde nos sentimos conceptual y emocionalmente seguros, y separados de los demás.
Hoy en día, ni tan siquiera mentalmente, podemos escapar del hecho de la unicidad del universo. La ciencia y la tecnología nos confirman los mensajes de amor del misticismo, de la íntima relación que cada uno tiene con todo los demás. De que somos verdaderamente un sistema interconectado.
El desafío que nos espera, individualmente y en multitud, es profundizar en lo que somos, abandonar los prejuicios y preferencias superficiales, y ampliar esta comprensión a escala global, integrando la totalidad de la vida, tomando conciencia de esta unicidad de la cual somos una manifestación.
La esencia de la vida, su belleza y grandeza, yace en su unicidad. La vida no puede dividirse en interna y externa, en individual y social. Sí, podemos hacer divisiones arbitrarias para la conveniencia de la vida colectiva, para el análisis, pero cualquier división entre lo interno y lo externo no tiene realidad, no tiene sentido.
La vida no está fragmentada; no está dividida. No se puede dividir en espiritual y material, individual y colectivo. No la podemos compartimentar en ámbitos, políticos, económicos, sociales y ambientales. Cualquier cosa que hagamos o dejemos de hacer afecta y toca la totalidad. Todo está orgánica e íntimamente relacionado. Somos un sistema, y nos movemos y evolucionamos como sistema.
Concuerdo, al leer las noticias, con las evaluaciones sobre los problemas que nos acosan, que las estructuras de la sociedad necesitan ser transformadas. Pero las motivaciones ocultas y los supuestos individuales que todos aceptamos, sobre los cuales descansan estas estructuras, también necesitan ser transformados.
Tenemos que hacernos plenamente conscientes de nuestras motivaciones para vivir, y nuestras prioridades para la acción. Dejar de alimentar nuestra vanidad y egoísmos con deseos superficiales y personales que ignoran la conectividad de la vida.
Hoy, al otro extremo de la infancia, cavilo sobre la magia perdida, sobre esto de nacer vivir y morir, la multitud humana, este universo, este ser. De vez en cuando, en santiamenes inesperados, me sobreviene un estado de darme cuenta. Y siento la unicidad de un universo intenso e introspectivo, donde nos soñamos y nos imaginamos en multitud.
Luego de esos efímeros instantes, vuelvo de nuevo a la mente racional, al control, a este yo, a esta identidad separada, programada por instintos y los instructivos tribales, por creencias e ideologías, por estructuras de pensamiento, todos sobrepuestos a la magia de la infancia y a los santiamenes trascendentales, que parecen ser la misma esencia.
Pienso que hoy, como multitud humana, vivimos un momento de transición de nuestra consciencia, de nuestra cosmovisión. La propia dinámica dimensional entre población y recursos, el conocimiento de lo que sostiene nuestras vidas está estrechamente interconectado entre todos, nos obliga a aceptar, al menos intelectualmente, nuestra unicidad, nuestra íntima interrelación. Cada vez más personas están despertando a la urgencia de detener esta locura acelerada que nos rodea. Sin embargo, nuestras formas de responder hasta ahora han sido muy superficiales.
Continuamos viviendo con indiferencia hacia los demás, enfatizando la ganancia privada y la indulgencia personal. Esencialmente, optando por el desplome del delicado balance que sostiene el sistema de la vida y la civilización humana.
Al encontrarnos frente a frente con el sufrimiento humano, ¿qué hacemos? ¿Nos retiramos a las comodidades de las teorías y a los mecanismos de respuesta superficiales, o nos damos cuenta de nuestra interdependencia como humanidad? La consciencia plena de la miseria del otro conduce naturalmente a la acción, porque un corazón despierto no puede presenciar el sufrimiento ajeno. sin que se active la fuerza del amor. Quizás no podremos actuar a escala global o nacional; pero, aunque sea solo a escala comunitaria o vecinal, tenemos que actuar.
Sí, la responsabilidad social florece cuando percibimos el mundo más allá de nuestros egos. Cuando sentimos en nosotros mismos el sufrimiento de los demás somos llevados a la comprensión y a la acción espontánea. Pero cuando percibimos el mundo a través del ego, estamos aislados de la comunión que se despierta al nivel más profundo de nuestro ser. De esa etapa esencial que es la substancia de la magia de la infancia y de los santiamenes trascendentales del amor.
De ese amor que es la verdadera belleza, el misterio delicado, el alma de la vida, el que enseñaron Jesús, Buda, Zoroastro, y enseñan todos los grandes maestros espirituales a través de todos los tiempos. Esa pureza radiante que trae la alegría espontánea, las canciones de éxtasis, poemas, pinturas, y danzas, para celebrar la felicidad indescriptible, y nunca completamente capturada del ser.
¿Será, me pregunto, que, de esta transición y crisis del presente, de alguna manera podremos llevar el amor a los mercados, a los hogares, a las escuelas, a los lugares de negocios y transformarlos por completo? Siento que es lo único que hará una diferencia significativa para forjar una nueva humanidad, que exprese plenamente nuestro potencial de ser seres humanos completos.
La vasta inteligencia que ordena el cosmos está disponible para todos. La belleza de la vida, la maravilla de vivir es que compartimos creatividad, inteligencia y potencial ilimitado con el resto del cosmos. Si el universo es vasto y misterioso, también nosotros somos vastos y misteriosos. Si contiene innumerables energías creativas, nosotros también contenemos innumerables energías creativas. Si tiene energías sanadoras, también tenemos energías sanadoras.
Pienso que cuando un ser humano adelanta en pos de la consciencia de unicidad de la vida toda la humanidad adelanta su consciencia, que cuando, de alguna manera, la compasión y la realización de la unicidad se conviertan en la dinámica de la relación humana, la humanidad evolucionará.