Por decenios se ha propalado la noción de que Costa Rica es —a su manera— la Suiza de la América Central. Al respecto, hace un par de años, el colega Gregorio Dauphin López, autor de un enjundioso libro sobre la vida y obra del gran botánico suizo Adolphe Tonduz —residente en Costa Rica entre 1889 y 1921—, me preguntaba si yo sabía con exactitud quién fue el primero en establecer esa analogía. Le respondí que no, pero que, en las pesquisas para mis libros históricos, varias veces me había topado de manera fortuita con algunas pistas, y nada más.
Días después, intrigado por una posible relación entre Tonduz y el conde Maurice de Périgny, quien estuvo en Costa Rica en 1913, él se dio a la tarea de investigar acerca de este personaje, lo cual lo llevó a un artículo intitulado «Miradas francesas de Centroamérica a principios del siglo XX: Maurice de Périgny y la Costa Rica de la esperanza» (revista Estudios, 2020) del amigo historiador Ronald Soto-Quirٕós, destacado académico de la Universidad de Burdeos.
En dicho artículo, él transcribe varias citas de Périgny, quien, en 1917, cuando en Europa se padecían las convulsiones de la Primera Guerra Mundial, manifestó lo siguiente:
Segura de la inviolabilidad de su neutralidad, la república de Costa Rica merecerá completamente su apodo de Suiza americana, que ya le había valido la belleza de sus paisajes, el espíritu democrático de sus leyes, el carácter dulce y pacífico de sus habitantes, la integridad y el liberalismo de sus gobernantes.
Asimismo, demuestra que, al año siguiente, estas palabras fueron recogidas de manera textual por el abogado Ricardo Jiménez Oreamuno —que había sido presidente de la República, entre 1910 y 1914, y lo sería dos veces más—, en la introducción de una traducción suya del documento La ruta ferroviaria interoceánica a través de la República de Costa Rica, del célebre ingeniero alemán Francisco Kurtze.
Al parecer, sin proponérselo, fue entonces Jiménez quien cimentó ese juicio de Périgny sobre nuestro país. No obstante, crítico como era, en un pasaje posterior de su prólogo expresaba que:
Antaño nos llamaba Kurtze el Chile de la América Central, y ogaño Mr. de Périgny, Suiza americana. ¡Ojalá que esas inmerecidas alabanzas, en las que la lisonja no entró, en vez de ser ocasión de engreírnos fueran acicate para ganarlas justamente!
Ahora bien, esclarecido este asunto gracias a las indagaciones de Ronald, lo que deseo en el presente artículo es recopilar algunas de las referencias a Costa Rica como nación émula de Suiza, en años previos a la llegada de Périgny. De seguro que hay más, pero estas son las que pude encontrar, las cuales consigno en orden cronológico.
La primera proviene del viajero alemán Wilhelm Marr, quien enrumbado hacia Cartago con sus compatriotas Fernando Streber y Guillermo Witting en una mañana de aires primaverales de 1853, acotaba que:
Un poco más allá del medio camino, cerca de una pequeña aldea llamada Tres Ríos, por los tres riachuelos que la rodean, está la división de las aguas y estas corren hacia el océano Atlántico. La temperatura cambia allí notablemente. Un aire fresco de montaña, que recuerda el de las alturas de los Alpes de Suiza, sale al encuentro del viajero al llegar este a la cima de la Cuesta del Fierro y desde allí mira hacia abajo el valle de Cartago. ¡Y qué valle! Streber tenía tal vez razón al llamar a Cartago el cofrecito de joyas de Costa Rica. Ostentando la riqueza de la vegetación tropical, se ven en él praderas cuyos tintes jugosos no son en nada inferiores al más hermoso de los verdes del Norte. Las granjas con jardines y huertos cercados se parecen a los de Appenzell, y a no ser el viejo volcán de Irazú, en cuyo pie se asienta la ciudad, se podría jurar que se tiene delante el más encantador de los valles de Suiza.
Cinco años después, en 1858, fue el viajero irlandés Thomas F. Meagher quien haría una bella descripción de la rústica San José de entonces:
Radiante y reposando en medio de las palmeras que la abanican; de los cafetos; del follaje lustroso, listo y rico de los guayabos y limoneros dulces; de los naranjos y plátanos que brotan por entre el derroche de tejas coloradas, llenando de perfumes el aire sereno; de los rebaños de bueyes, los más finos del mundo, que pastan en los potreros más allá de los suburbios, o circulan afanosamente y con gran docilidad por las calles.
Como síntesis de sus percepciones, exclamaba: «Quiera Dios proteger a la noble y valiente ciudad de los Andes centrales; la ciudad silenciosa, pero trabajadora; la ciudad modesta, pero próspera, la inofensiva, pero animosa metrópoli Suiza de los Trópicos».
Asimismo, en una carta a su amigo Charles P. Daly, fechada en Cartago el 24 de abril de 1858, le narraba que él y su amigo venezolano Ramón Páez Ricaurte:
Hasta el momento estamos agradecidos (y cada vez más veces extasiados) con el país. Es una tierra hermosa, de lo más interesante y noble. Tal como he dicho en otras cartas, y como se lo he dicho al Presidente de la República [Juan Rafael Mora] a través de mi amigo Ramón Páez, es la Suiza del Nuevo Mundo, compacta, simple pero gráfica en su perfil, lo cual resuelve modestamente su parte adjudicada en la historia del mundo, exhibiendo mucho de lo que las sociedades más favorecidas llaman «pobreza» y, al mismo tiempo, revelando, a lo largo y a lo ancho, todas las excelsitudes de la naturaleza, y una defensa accidentada detrás de la cual crece el patriotismo, fuerte y grande en estatura. No he sido extravagante en compararlo con el país de la Confederación Cantonal y del magnífico Lago de Uri.
Un tercer viajero, el periodista y diplomático francés Félix Belly, también en 1858, al aludir a la forma de gobernarnos, expresaba que:
Compárense esos procedimientos tan sencillos con los de nuestras monarquías europeas, siempre en lucha con la voluntad general. No son los pueblos los ingobernables; los gobiernos son los incorregibles. El de Costa Rica no necesita ni de prestigio teatral ni de fuerza armada para hacerse obedecer. El charlatanismo no encuentra ningún eco en la población; esta tan solo respeta lo que merece ser respetado. Por su parte, el ejército no es más que una milicia como la de Suiza, y la experiencia ha probado que un país que se levanta para defenderse es invencible. La buena fe y la justicia, he aquí el paladión de los poderes y el secreto de las soluciones fáciles, en el exterior como en el interior. Gracias a esta buena fe, Costa Rica se ha desligado poco a poco de todas las tradiciones enervantes y ruinosas de su pasado español para llegar al mecanismo gubernativo más expedito y más económico, así como a la libertad individual más completa.
En cuarto lugar, el médico alemán Carl Schwalbe, en 1888, al referirse a la ya casi concluida línea férrea entre Puerto Limón y la capital San José, manifestaba que «el ferrocarril es el niño problemático de la Suiza centroamericana. Antes de su construcción el país estaba libre de deudas; ahora debe 60 millones de marcos, es decir, 300 marcos por cabeza». Posteriormente, señalaba que:
El futuro de Costa Rica descansa ante todo en el desarrollo ulterior y en el perfeccionamiento de la agricultura. Ese es el mejor fundamento para una prosperidad hábil y fuerte del Estado. Que el empeño del gobierno de la Suiza tropical, que tenga presente las metas más altas, encuentre el premio más bello en la apertura y el florecimiento ulteriores del país.
Finalmente, en 1917, el periodista estadounidense Hamilton Mercer Wright escribió que «la pequeña República de Costa Rica es dos veces más grande que Suiza y cómodamente podría mantener una población de 20,000,000 de habitantes». En un pasaje posterior de su amplio relato, al referirse al cerro Chirripó, los volcanes Poás e Irazú y otras cumbres, acota que «las glorias de los Alpes o de los Andes, de las Rocosas canadienses o estadounidenses, no superan, en mi opinión, a las de la Suiza de América Central».
En síntesis, hermosos paisajes, deliciosos climas de altura, el talante de sus ciudadanos, así como un régimen republicano y democrático, que indujeron a varios viajeros a compararnos con Suiza, en diferentes momentos. Cierto o no, lo que es indiscutible es que el surgimiento de esa denominación no obedeció a un invento local, concebido con fines chauvinistas, sino a las opiniones de algunos de esos extranjeros que recorrieron nuestro territorio y penetraron en la psique o alma de sus habitantes. Nótese que fue una percepción desde diferentes ópticas, que se fue consolidando y difundiendo poco a poco, hasta que el francés Périgny las unificó todas en un solo concepto.
Otra curiosidad es que —y esto habría que investigarlo— en un momento indeterminado dejamos de ser llamados «la Suiza de América», calificativo asignado a Uruguay hasta hoy, para ser conocidos como «la Suiza centroamericana», galardón que se popularizara e inmortalizara en la canción Mi linda Costa Rica, que tiene un pegajoso estribillo que dice: «Por ser tan linda, a Costa Rica la llaman, la Suiza centroamericana». Cabe acotar que esa alegre pieza brotó de la inspiración del músico nicaragüense Constantino (Tino) López Guerra, hijo de Celina Guerra Lizano, nieta a su vez del costarricense Saturnino Lizano Gutiérrez, quien ocupara la presidencia de Costa Rica en 1882, de manera muy breve.
Para concluir, y a manera de una simpática anécdota, cuando yo laboraba en el CATIE, en Turrialba, tuve como colega al uruguayo Mario Pareja Viñoly, especialista en malherbología. Un día Mario nos anunció que nos dejaba y partía hacia Ginebra, ya que su esposa de entonces, Gilda Piaggio, había sido nombrada en un importante puesto en la Organización Mundial de la Salud.
Cuando pasó a despedirse a mi oficina, antes del sincero y cálido abrazo de despedida con el que refrendamos una amistad que se mantiene viva hasta hoy, me dijo: «¡¡¡No sabés lo afortunado que he sido en mi vida!!! Nací en la Suiza de América, he tenido el privilegio de residir en la Suiza centroamericana, donde he vivido cerca de La Suiza de Turrialba, y ahora… voy para la Suiza de verdad». Creo apenas atiné a responderle: «¡Mirá, sí es cierto! Hacete el suizo…».