El gobierno del presidente Boric ha creído resolver el conflicto histórico del pueblo mapuche, primero durante la colonización española y luego en la república, mediante la aplicación de Ley de Seguridad Interior del Estado (LSE). Esto ha invisibilizado las demandas por los territorios que las comunidades mapuches en el pasado fueron despojados. Territorios actualmente ocupados por sociedades anónimas forestales y de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones. Esta situación, ha contribuido a aumentar las tensiones y reducido las intervenciones con compras de terreno de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena, institución estatal con limitados recursos. Históricamente estas demandas han sido relegadas a olvidados archivos ministeriales e instancias de tribunales locales donde permanecen hasta el día de hoy. Esta política ha desembocado en un apartheid que no podía sino desembocar en luchas en el territorio de la Araucanía (9ª Región).
En este conflicto surge el caso Llaitul sometido a la LSE y la mediación de la ministra de Desarrollo Social, Jeanette Vega, bajo los términos de lograr la interlocución entre los diferentes actores del conflicto en el Wallmapu. Esta mediación recibió la desautorización del presidente Boric quien le solicitó la renuncia, en una decisión que resulta incomprensible pues el mismo presidente le confirió el mandato del diálogo. El caso Llaitul envuelve en las penumbras de la duda las verdaderas intenciones del gobierno. Máxime si como secuencia del Rechazo en el Plebiscito del 4 de septiembre pasado, la clase política discute hoy los límites de un acuerdo para iniciar un nuevo proceso de Convención Constitucional.
La pregunta que se impone, es si acaso se consideran los supuestos básicos de las demandas del Pueblo Mapuche. No desconozco la existencia de mapuches de derecha o de izquierda que, por supuesto los hay de ambas tendencias, pero los supuestos básicos deben ser respetados. Imponer los códigos republicanos de organización del Estado, sobre un concepto abstracto de Nación y, con ello en nombre de la unidad del Estado, transar tierras ancestrales para entregarlas a Compañías privadas forestales, significa el despojo de comunidades mapuches de la Araucanía. El mismo que se concretó, bajo otras formas, en el siglo XIX donde la legalidad se construyó a partir de la violencia de la Pacificación.
Esos principios serían letra muerta a menos que el Proyecto de nueva Constitución elaborado a partir del Rechazo, manifestara explícitamente el derecho de los pueblos indígenas al autogobierno y al reconocimiento de sus autoridades y jurisdicciones. Esa es la base política sobre la cual se asienta la esencia de la cosmovisión del pueblo mapuche, cultura centrada en el vínculo del ser humano a la tierra que articula y sistematiza los propios conocimientos (rakiduam). De allí surge el conocimiento (kimun) en el combate ligado al ser por su vínculo con la tierra.
Nada de eso se ha perdido cuando varias generaciones, a partir de mediados del siglo XX, migran del campo a Santiago en busca de mejores condiciones de vida. El buen vivir (küme mogen) se entiende como parte de la relación del ser con la Naturaleza, pertenencia al territorio que se ve interrumpida por los procesos expropiatorios de la colonización, y más tarde por la entronización de sociedades en el territorio de la Araucanía mediante dudosas maniobras legales. Sin una intervención y compromiso real del Estado las tensiones se agravarán y el inicio de una nueva etapa en la Araucanía se habrá postergado irremediablemente.
Si prima la voluntad de reiniciar el proceso de una nueva Constitución, rechazando como punto de partida la existencia de una hoja en blanco, debería considerarse lo fundamental avanzado en el texto rechazado. A saber, la existencia de pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado, cuyo significado es el derecho de estos pueblos y naciones indígenas a su entidad e integridad cultural y al reconocimiento y respeto de sus cosmovisiones, formas de vida e instituciones propias. A ello debiera reconocerse su participación en el Estado Regional y organizaciones territoriales y comunas autónomas. Sin embargo, no podemos desconocer que esas disposiciones van contra los códigos tradicionales de organización del Estado, que han entregado la economía y la organización política territorial a los intereses del capital, empresas forestales entre otras, y grupos de poder local.
El pasado pesa. No olvidemos que los gobiernos nunca entendieron los códigos de los Pueblos Originarios, tampoco parecieron interesarles, siendo en esa medida parte del fenómeno colonizador europeo. No olvidemos el Decreto de la chilenidad de Bernardo O’Higgins de 3 de julio de 1818 mediante el cual se intentó reducir la realidad del mestizaje a una sola categoría englobante. Por ello el Estado Nación se construyó sobre una base unitaria independientemente de los pueblos que pertenecían al territorio sobre el cual se construía el Estado de Chile en su evolución independentista.
A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, algunos intelectuales intentaron profundizar ese intento, creando una pseudo identidad blanca, contraria a la realidad histórica de pueblos originarios y aportes étnicos en el decurso de los siglos. Había independencia, pero bajo la visión primitiva, básica, impuesta por el fenómeno de la colonización. Por lo que no resulta extraño que al margen de la independencia declarada por líderes republicanos de la época se buscara un rey de alguna casa real europea para dirigir las antiguas colonias. Proyectos en que los Pueblos Originarios nunca contaron como ciudadanos, a menos como mano de obra o soldados en los ejércitos de las nuevas repúblicas. Sobre esta realidad reinaba una aristocracia gobernante con un pueblo subordinado donde el destino de los Pueblos Originarios se confundía con una mano de obra rural empobrecida trashumante o alojada en la gran hacienda desde donde se construían las bases de la república del siglo XIX.
Una gran tarea se plantea en el futuro próximo. Esto significa replantearse las bases sobre las cuales hemos creído fundar la legitimidad de nuestra democracia. ¿Admite acaso la democracia la exclusión de pueblos que habitaban el territorio anteriormente a la colonización? ¿Es posible tender lazos para llegar a un estatus de convivencia digno entre pueblos que coexisten en el seno del Estado, respetando sus creencias, cosmovisiones y formas de gobierno? Son cuestiones que históricamente no han tenido respuesta, pero ineludibles para sentar la convivencia entre los pueblos que forman la Nación chilena.